14.12.23

Crash Bang Spleen


Primero fue el bang, el big bang. No importa en realidad que fuese grande. Pudo ser pequeño y adquirir tamaño y consistencia conforme lo hacen el resto de las cosas propias de la naturaleza, como los árboles, los ríos o los obispos de la Santa Madre Iglesia. Me fascina el silencio de ese crecimiento oscuro. O me lo han contado mal y no hubo silencio sino un ruido. Como cuando se pone a funcionar una máquina. Un ruido que hacía pensar en algo trascendente. Hay ruidos que nacen con su apagado incorporado, el off instalado en fábrica, pero el ruido que me estoy imaginando debió ser descomunal, sin gobierno ni dueño. Un ruido insoportable. De hecho no dudo de que todavía siga y ahora, en este instante en que escribo, cuando son las siete y veinticinco de la mañana del jueves catorce de diciembre de dos mil veintitrés, continúe su orgía dodecafónica, su mantra de decibelios y caos, su spleen sin consuelo. Yo creo que no se han estudiado a fondo los ruidos. No me refiero a que una disciplina de la física, la acústica, por ejemplo, haga tablas y establezca protocolos matemáticos y formule ecuaciones y todo eso. Hablo del ruido como sustancia espiritual del mundo. Al silencio lo tenemos arrinconado. Hay quien lo endiosa y lo convierte en una especie de religión y quien no sabe qué hacer con él y se dedica toda su vida a encontrar con qué someterlo. Neil Young, al que admiro sin descanso, quedó un poco sordo por el exceso de ruido. Alguien me dirá que Beethoven y una abuela suya. Al principio debió ser el silencio, una sustancia levísima de la que no se puede decir nada, un concepto ajeno al discurso de las palabras. De Dios, de lo que quiera que Dios pueda ser, se podría pensar que estuvo ahí, en ese inasible soplo y que después, aquí no sabemos usar los adverbios y después y antes o incluso ahora no valen para fijar un momento en el tiempo, llegó todo lo demás. No a la vez. Ni siquiera de un modo previsible. Sabemos que se podría inferir un relato, pero tendríamos la certeza de que es la ficción la que lo gobierne, la ficción canónica, la pura, El silencio como un poema en el que se contuviese toda la belleza posible del mundo, la de las cosas que nacen y la que tendrán cuando la vida inicie su singladura. Me parece que es la primera vez que uso la palabra singladura. Suena a viaje, me hace pensar en Kavafis, en una longitud maravillosa de ríos y de nubes, de montañas y de océanos. Todo lo que alcanzo a imaginar está en blanco. Como si fuesen fotografías. No les pone sonido mi cabeza. No hay música ni sé pronunciar las palabras con las que registrar todos esos prodigios. Después del estallido primero, del bang fundacional, el silencio ocupó un lugar secundario. Hace poco leí que unos científicos habían grabado el sonido del cosmos. Eran, al escucharlos, pequeñas explosiones sostenidas, una especie de teclado Korg expandiéndose sin concierto, liberado de toda intención, Anoche acerqué el oído a la calle. La ventana, recién abierta, solo era una invitación a pensar en el frío, en la soledad de afuera, en los perros yendo y viniendo por las aceras sin motivo, pero no aprecié el silencio. Aun siendo tarde, quizá las dos de las mañana, sin que ningún coche malograra mi propósito, no supe encontrar el silencio. Perceptibles, livianas evidencias de que la vida fluía por todos lados. Convine que el problema era enteramente mío. Pensar, probablemente, producía una diminuta interferencia, la precisa para que yo no pudiese adquirir mi silencio deseado. Como el principio de incertidumbre de Heisenberg. Después (volvemos a usar las palabras, regresamos al cómputo de las horas, al insobornable trasegar del tiempo) encontré un atisbo de esa plenitud acústica (o de su ausencia completa) cuando conciliaba el sueño. El cansancio me restituyó esa voluntad absoluta de silencio. En la quietud, en la franja perfecta en la que no estás despierto ni dormido, creí percibir a lo lejos los ruidos de la casa. No lo puedo asegurar. No soy capaz de escuchar el motor del frigorífico, en la cocina; tampoco el tic tac de los relojes, algunos hay, en las habitaciones. Lo último que recuerdo fue el ruido que hice al acomodar el cuerpo en la cama. 

No hay comentarios:

Los fastos

  Uno no sabe nunca a qué atenerse, ni tal vez convenga posicionarse siempre, dar con el lugar que nos pertenece y actuar desde ahí en conse...