25.12.23

Un viejo tocadiscos en un día de Navidad

 



Hay partes de uno mismo que no están disponibles a voluntad, aparecen a su antojadizo capricho, las extrae de donde quiera que estén algo de lo que tampoco tenemos entera propiedad. Como un hilo invisible que tirara de otro anudado a algo que no vemos. De hecho, esas partes no lo están para nadie; ni siquiera para quien las posee, para el que las tiene a recaudo, en alguna inconcebible balda de la memoria, una oculta en exceso, a la que no se accede a posta. Solo podemos llegar si algo espolea el recuerdo, si una chispa prende el conducto que comunica la realidad, el hoy contundente, con el pasado, que es una niebla casi siempre. Los recuerdos, tan de intriga a veces, tan brumosos, nos cuentan el porvenir, dan del futuro lo que el presente, por ligero, por inaprehensible, no alcanza. 


En mi casa, en los setenta, teníamos este modelo de tocadiscos: un Stibert 708. Creo que era el aparato favorito de la familia después de la televisión. Todos aceptamos que es muy difícil desbancar a la televisión como el centro absoluto de todas las actividades domésticas. Tal vez más ahora que entonces. El Stibert reproducía básicamente copla. Concha Piquer, Imperio Argentina, Marifé de Triana, Manolo Escobar o Carmen Sevilla, la música que escuchaban mis padres, gastaban la aguja de zafiro del Stibert. Recuerdo algo de zarzuela, boleros o hasta alguna cosa orquestal tipo Ray Conniff. Hoy, día de Navidad, mi padre elegía villancicos flamencos. Tenía muchos discos. Ese vicio me lo daría como bendita herencia. No creo que yo llegase a apreciar el Stibert como ahora lo hago, pero aprendí a poner los discos y a quitarlos, a sacarlos de su funda y a retornarlos a su casa limpia y accesible. A poco de que yo empezara a amar los discos, los vinilos rutilantes, las portadas esplendorosas, toda la documentación limpia que se tutelaba en su interior, comencé a mirar de otro modo el Stibert. Pensaba (razono ahora) que no era importante que su sonido no fuese idílico y yo, entonces, no era el exigente audiófilo que ahora soy. En cierto modo importaba la restitución de la música, con independencia de que sonase de manera brillante (no era así, por supuesto) o lamentable. Y Miles Davis, un disco comprado en el bendito mercado de discos de segunda mano de La Corredera, en Córdoba, me abrió un mundo en el que sigo viviendo. 


Los tocadiscos han cambiado. Ahora parece que vuelven a estar de moda. Hay un revival de lo antiguo. Ayer vi en televisión (la poca que vi) una noticia sobre la implantación en el mercado de aquellos móviles primitivos, grandes como ladrillos, exentos de cualquier sofisticación, consagrados a hablar y a escuchar, lo cual debería ser su oficio principal. Todo se conduce ahora por otras vías, todo se deja querer por cachivaches muy modernos, que te permiten escuchar lo que te apetece allá donde te apetece, sin que intermedie un objeto físico que contenga las pistas. Todo está en la nube o en archivos rociados por un disco duro. Y sí, ahora todo suena increíblemente bien, pero hemos perdido mucho. El ahínco o la obstinación incluso con la que he ido montando mi equipo en casa (Marantz, Denon y Bowers and Wilkins para la alta fidelidad; Harman Kardon e Infinity para el Home Cinema) no le resta valor al pasado, que fue una evidencia necesaria de lo que estaba por venir. No sé qué disco de Davis sonaba a ratos en el Stibert. No era entonces el jazz el género al que dispenso hoy tantas atenciones y el que me procura tanto placer, pero empecé a sospechar que la trompeta ensordinada de aquel hombre negro de la portada de mirada muy hosca podía transportarme a un lugar distinto. 


Sigo buscando ese lugar. Ahí ando. Varios miles de cedés después, habiendo probado tres o cuatro equipos distintos (Sony, Kenwood, Onkyo) hasta hacerme con el defintivo, recuerdo el sonido metálico, un poco sucio, de aquel aparato de mi padre. Al final, no cuenta la restitución audiófila, ese sublime volcado de la más sutil de las notas, sino la emoción, la certeza de que la música nos hace más felices, aunque se silbe. Hoy sonaría toda la mañana. Un disco tras otro. Mi abuela tararearía algunos de esos villancicos. Estaríamos en el trajín de la comida. Vendría toda la familia. Habría tíos y primos, los mayores se esmerarían en traer los chascarrillos de costumbre. La botella de anís iría menguando y la alegría, tan cara en ocasiones, ocupando el ánimo. Muchos ya no podrán venir hoy y, sin embargo, están como si el tiempo no se desplazara como una flecha hacia el terco vacío, pero todos esos villancicos traen a los que no están de vuelta. Recuerdo a mi tío Fernando cantándolos y a mi padre, feliz, escuchando a su querido cuñado. Recuerdo a la abuela Luisa mirándolos a los dos. 

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