Las palabras se entienden entre ellas. Hay una verdad a la que no alcanzamos. Por más que creamos haber dado con un criterio para manejarlas, por antiguo y fiable que sea nuestro desempeño en su uso, las palabras se precaven contra quienes las manejan, pugnan fieramente por ir por su cuenta. Como si de pronto se reconocieran y crearan lazos ajenos a los que nosotros les marcamos. Como si se gustaran al aventurarse solas, sin que quien las dice o las escribe las dictara. La sintaxis es un apaño circunstancial. Todo son pequeñas variaciones, disensos leves, nada de lo que uno no pueda zafarse a capricho, incluso sin empeño. Por desenvolverse en la tierra incógnita. Por hollar lo todavía puro. Al lenguaje hay que cercarlo, ver cómo se las apaña cuando no tiene predicamento. Se le puede contravenir, no rendirle la obediencia que exige, disuadirnos de que el consenso gramatical lo rija todo, perdernos adrede en la danza que ejecuta, no tener que respetar la concordancia, ni abrazar a ciegas su mecánica de fluidos semánticos. Dar al sustantivo la cualidad de lo verbal. Decir lo no dicho nunca. Decir que la piel fragua soles o que el viento forja pétalos o que la luz escancia alejandrinos o que la tierra es una sílaba del tiempo. Decir en el decurso del día tristeza magenta dos siete.
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