26.12.23

Todos los caballos muertos



                                Librería del Congreso de los Estados Unidos, hacia 1890

Al crecer, al abandonar la niñez, se hace uno el huidizo por no comparecer o por hacer valer una ausencia y confiar en que ella nos haga protagonistas de la cita a la que no acudimos. No es siempre el carácter apocado o medroso el que causa que no nos prodiguemos, ni el temor a que algo imprevisto nos perturbe. Tampoco la apatía ni la aversión a las novedades. Se huye para negar la realidad al modo en que los niños muy pequeños cierran los ojos para cancelarla. Era la edad en la que se puede jugar cerca de un caballo muerto. Se integra el caballo al juego y el teatro recién montado  es más eficiente. No hay circunstancia que no se pueda administrar lúdicamente. Lo malo es cómo manejamos después la memoria. Vas creciendo con la idea de que un caballo muerto fue compañero de tus juegos. Te haces adulto con el miedo de que aparezca. No es posible precaverse contra la aparición súbita del animal comido por las moscas. También ellas afantasmadas, revoloteando el cuerpo de niebla, zumbando con empeño en nuestros sueños, participan de la representación. No hay fuego fatuo, ni plañideras que ronden el altar de la muerte. Cuando niños, en los juegos, ella es un jugador más. Tiene su parte, se le encomienda un papel y lo representa con pasmosa eficacia. Es más tarde cuando atemoriza y arredra, cuando todos los caballos muertos escenifican el desvanecerse de uno mismo, la constatación de que ha finalizado el juego. Incluso hablarán de nosotros y hasta parecerá que, por huidizos, por no participar, hemos logrado que se nos mire y escuche más que nunca. 





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