29.12.23

El síndrome Chencho


Un temor que tuve como padre era el de que alguno de mis hijos se perdiera en esos tumultos a los que inevitablemente uno acude. No sé si el síndrome Chencho está registrado como dolencia paternal, pero debiera. El cine ha dado buena cuenta de las distracciones que invitan a que se persone la tragedia. Imagino que esa inquietud la tuvieron mis padres conmigo, tan zangolotino que era, tan de improvisar y de no acatar las órdenes. Las multitudes son un monstruo insaciable. Las anima el azar y, en ocasiones, la mala intención ajena, aunque no se me ocurre qué razón habría para que alguien conviniera apartarme de mi familia y hacerme parte de la suya. Los niños de hoy no difieren de los de entonces y las masas se han multiplicado salvajemente. La televisión la ha explotado hasta la saciedad: era el Qué bello es vivir de los años en que George Bailey todavía no había conquistado el corazón de la ciudadanía y la Navidad era una herramienta invencible para consolidar el paradigma social de la época, fundamentado en los valores de la sacrosanta institución del matrimonio y de la progenie que los Alonso de turno puedan inargumentablemente traer al mundo. Creo que eran quince los vástagos, unos con más posibilidades de extraviarse que otros, pero todos susceptibles de arruinar una nochebuena feliz en una familia feliz. Hay una escena que vale por todas las sentimentales y enternecedoras que ocupan casi todo el metraje: la del funcionario de Hacienda que expone al pater familias su inquietud sobre el sostenimiento de las arcas del Estado si todo el mundo tuviera tantos hijos. "Y usted, ¿cuántos hijos tiene?!, le pregunta el padre interrogado. "Ninguno, preferí quedarme soltero", a lo que él, haciendo dramáticos aspavientos, responde que si todo el mundo siguiera su ejemplo "no quedarían ni contribuyentes, ni españoles, ni nada". Ahora todo es de otra manera. Se siguen perdiendo niños, eso es una desgracia de la que no hago chanza alguna, pero la demografía está en horas bajas. Se ha impuesto un modelo tan alejado de aquél que podría hasta cuestionarse que la drástica aseveración no tendría algo de razón. La especie no está en peligro. Ni la familia. Imperan otros modelos. No está uno facultado para juzgarlos. Nadie lo estará. Con que no se pierdan los chenchos del mundo se contenta uno. De verdad que se encoge el alma (porque el corazón ya ha caído) al imaginar al hijo perdido y al padre angustiado. Ahora voy a dar una cabezada. Dos, espero. No le extrañaría que el gran Pepe Isbert las ocupara. 

No hay comentarios:

Los fastos

  Uno no sabe nunca a qué atenerse, ni tal vez convenga posicionarse siempre, dar con el lugar que nos pertenece y actuar desde ahí en conse...