24.12.23

El cuento más hermoso del mundo




Habla el corazón

Víctor se levantó pensando que tenía que hacer feliz a alguien. No lo premeditó, no fue algo que rumiara muchas veces y que de pronto adquiriese consistencia en su cabeza, como una especie de revelación gloriosa. Fue una irrupción lenta, como fatigada. Cuando supo que estaba completa, sonrió, se vistió con esmero y salió a la calle como nunca antes lo había hecho. Celebró el vuelo de los pájaros, el color de las nubes y el ruido de los coches. No hubo nada que registrasen sus sentidos a lo que no pudiera conceder el beneficio de la alegría. Creyó ver y creyó escuchar por primera vez en su vida. Se sintió un intruso en mitad de ese festejo imprevisto. Se le ocurrió que no había ninguna señal que revelase toda la felicidad que le estallaba adentro. Imaginó que, en estados de gozo absoluto, su cara sería otra y su voz sonaría distinta; diría cosas que antes nunca habría pronunciado y el corazón, desbocado en el pecho, latiría con estruendo, haciéndose ver, solicitando audiencia con el mundo.

II
La vida gris

Se acostó sin que nada maravilloso hubiese ocurrido. No hizo feliz a nadie, no encontró nada a lo que aplicarse con esmero y salvar de la tristeza o de la pobreza. El cielo era del azul de siempre. El aire pesaba como suele. El efecto de ser una especie de ángel salvador le encantó, sin embargo. Daba igual (pensó) que aquella primera acometida hubiese sido lamentable. Tendría mañana y tendría otros mañanas si la empresa flaqueaba, si no tenía a quien hacer mejor su vida. De la suya, de la que tenía, no imaginaba que pudiese ir mejor de lo que iba. Vivir solo era lo que había hecho desde que enviudara. Se deshizo del piso de casados y alquiló una pieza de una casa de huéspedes, una que daba a la avenida y tenía buena luz de día y bonitos luces parpadeantes de noche. El trabajo no le quitaba mucho tiempo. En realidad era un trabajo sencillo, que no le preocupó ni un solo día, al que llegaba con puntualidad y del que se iba sin demorarse. Hacía caja, guardaba los albaranes y llevaba el dinero, el poco o el mucho, según los días, al banco de la calle de más abajo. Nadie se fijó nunca en él, no tenía nada a lo que prestar atención. Vestía como si cada prenda hubiese sido elegida para que no se notase. Aunque le gustaba, no se calaba un sombrero. Era un hombre invisible, uno de esos hombres invisibles a los que se puede ver si se acerca uno a posta y repara en lo que tiene delante, uno de los que no se ve en absoluto si no matan a un perro a patadas o son atropellados frente a nosotros, en un descuido trágico. Se durmió en la errónea esperanza de que el día vendría impregnado de la fortuna con la que vino negada el recién cerrado. Hay sueños inverosímiles que son tolerables y sueños de una verosimilitud inaceptable. Los de Víctor iban de unos a otros sin que él pudiese recordar con cuáles fue más feliz. En uno reciente, uno que supo recordar, era un viajero en el tiempo y decidía ir al futuro y ver qué había allí, si habíamos condenado al planeta o si la raza humana estaba irremisiblemente perdida. En otro iba al pasado por ver si cualquier pasado fue mejor. En otro, afligido, fue rey y fue apresado y mandado a un calabozo, en donde murió. De los sueños, Víctor se quedaba con la impresión primera, con la imagen rescatada al abrir los ojos y ver la luz del día, que fue igual que el anterior y nada fue relevante, ni hubo nada que mereciera su aprobación como ángel salvador.

III 
En el centro exacto del mundo

Quizá hacer feliz a alguien no fuese una empresa tan fácil y no bastase con desearlo. Su mente emergió a una suerte de realidad distópica en la que no poseía la certidumbre de que se tratase de un sueño o de que fuese una extensión extravagante de la vigilia. No tuvo interés en indagar en cuál de esos dos escenarios estaba, no se preocupó de que una de esas posibilidades no le conviniese y se vistió con inédita morosidad, eligiendo con muchísimo cuidado qué traje ponerse, si un sombrero antiguo, uno de ala ancha, muy historiado y, en su opinión, elegante, cuadraría con el color de la chaqueta. El estampado de la corbata fue discreto, pero emparejada con el resto del atuendo le pareció soberbio, una corbata perfecta para alguien que nunca se anudaba una. Dio un portazo enérgico a la puerta de su habitación, saludó a la portera, a la que no saludaba jamás, más por tímido que por hosco, y enfiló la avenida, silbando, determinado, pletórico, sintiendo nuevamente el cosquilleo en la boca del estómago, apreciando el intenso azul del cielo con una nitidez que no conocía, oliendo matices del aire que no había registrado jamás y observando el mundo como si lo hubiesen plantado allí únicamente para que él lo paseara, como si pudiese chasquear los dedos y hacer que desapareciese los objetos que lo ocupaban. Entró en el metro, sintió el zumbido del vagón, pensó que la oscuridad que lo absorbía era luz en su corazón. De hecho notó el corazón, lo percibió con absoluta precisión. Creyó saber el nombre de cada uno de los latidos que lo movían. Escuchó el caudal de la sangre. Se bajó cerca de Callao. La Gran Vía le pareció el centro exacto del mundo. Él era un dios caprichoso y rudimentario, un ser angelical, alguien que podría cambiar el argumento de la novela que estaba leyendo.

IV 
Habla Víctor

Sentí que la avenida era anterior al mundo. Que yo recuerde, mi fascinación no decayó mientras la recorrí, sollozando por el placer de sentirme más vivo que nunca, entusiasmado por esa insensata porción de sabiduría absoluta. Hay quien anda para no pensar en que está andando, pero yo quise apreciar cada pequeño paso en la acera, notar el peso del pie, el recorrido involuntario, lento a veces, aligerado otras, con el que apuré el trayecto hasta que de pronto di con algo que no esperaba. Era una imagen en un televisor gigantesco. No entiendo de pulgadas, ni de televisores. No me pregunten de cine, no sé qué película era la que estaba siendo emitida. Era de un blanco y negro precioso. Me sedujo precisamente eso: la limpia bondad de blanco y negro. Quizá era una película que yo hubiese visto, pero no supe reconocerla. Ni el actor principal, parecido un poco a mí, debo reconocerlo. Hasta el sombrero era un poco como el mío. Y la chaqueta y la bufanda que le protegían de un frío atroz. Debía ser invierno. Creyó que podía ser Navidad. Hacía años que la detestaba, pero ahora no le incomodaba. Lejos de que le molestase, le pareció el escenario perfecto y sonrió y se quedó pegado a la pantalla enorme de ese escaparate de un gran almacén. Y el mundo se detuvo.


Habla el ángel de segunda mano

– Se ha tirado al río, se ha tirado para salvarlo – le dijo un hombre, a su lado, frente al escaparate.
– Ya no hay nadie que se tire por nadie. Es un milagro.- contestó Víctor, con la mirada fija en la pantalla, sin dejar de prestar atención.
– ¿No cree usted en los milagros? ¿No cree que hay gente dispuesta a sacrificarse para salvar a los demás? – le preguntó el hombre, uno cualquiera, no especialmente atractivo, vestido sin especial esmero.
– No estamos muy acostumbrados a eso- respondió lacónicamente, apenas interesado en continuar una conversación que no había empezado.
– Le voy a contar una historia. Espero que me escuche con atención. Trata de gente como usted y como yo, Víctor, gente sencilla que de pronto un día cree que no son tan sencillos, que poseen un corazón enorme y que el mundo puede girar mejor si ellos echan el hombro y empujan… ¿Usted ha empujado alguna vez? ¿No era hoy el día en que iba a salir a la calle y hacer que se produjera el milagro? ¿No ha pensado que es un milagro que yo sepa cómo se llama?


Víctor dejó de mirar la pantalla y miró a aquel hombre. No lo hizo con asombro. De algún modo que entonces no comprendió, supo que había salido a la calle para llegar a ese escaparate y que ese hombre, fuese quien fuese, le estaba esperando para contarle esa historia.

VI 
La verdadera historia de George Bailey

En realidad todos deberíamos ser George Bailey en alguna ocasión, rebajarnos a perderlo todo e implorar después para que todo regrese, restituido de forma íntegra, impuesto a la realidad de modo que no haya indicio alguno de que todo desapareció. En algún momento de nuestra vida lo mejor que puede pasarnos es perderlo todo, Víctor. Perder a los hijos, perder la mujer, perder el amor. Si uno sabe perder, entiende de qué estoy hablando, pero hay quienes no saben encajar las pérdidas, viven después una interminable trama, un melodrama antiguo, austero, aburrido, sombrío. Por eso hay que entrar dentro de la cabeza de George Bailey, dejar que caiga la nieve y sollozar en el puente, pedir que vuelvan a vivir todos los que no están. Da igual que ya no tengas a nadie, Víctor. Marta se fue hace cuánto, ¿diez años? No has hecho nada en ese tiempo, no has avanzado nada en diez años. Has ido de la oficina a tu habitación y has dejado que los días corran sin que te salpiquen. No fuiste valiente, Víctor. A George Bailey, al verdadero George Bailey, se le ocurrió tirarse al río para salvar a otro y acabó comprendiendo que fue él quien acabó salvado. ¿Tú estás salvado, Víctor? ¿Tienes algún plan para salvarte? No hace falta que busques un puente, y además hoy no nieva. En Madrid la gente no cae al Manzanares fácilmente. Y no estemos en Bedford Falls, claro. Bedford Falls no existe. Mira lo que me duele aceptar eso de que Bedford Falls no exista, pero es cierto. Está en una película, sí, hombre, la que está en la pantalla. Ahora el policía le está diciendo que lleva todo el día buscándole, que vio su coche incrustado en un árbol…Y George corre por las calles de blanco. Mira cómo corre. Le va diciendo a todo el mundo «Felices Pascuas». No hay nada ni nadie que se libre de esa felicidad grandísima que lleva dentro, Víctor. Es que se siente vivo. Ha sentido que la vida, la que le abandonó, ha vuelto para quedarse. Felicita incluso al señor Potter, que desea que vaya a la cárcel, pero ya tendrás tiempo de ver la película entera, Víctor. La hicieron para ti. Todas las cosas hermosas están hechas para un único espectador. George Bailey corre para que tú le veas correr. Lleva corriendo casi ochenta años. ¿Te imaginas una carrera tan larga? En mi cabeza no ha dejado de correr. Yo sé de lo que hablo. No sabes lo que me costó tirarme al río, lo fría que estaba el agua, pero George se tiró, se arrojó sin miedo a matarse y nos salvamos los dos. Bueno, yo no estaba en peligro, si he de confesarlo. Luego está toda esa gente, los buenos de corazón, llegando a casa de George con los 8000 dólares que evitarán que se lo lleven preso. Sí, ya sé, no pillas del todo la historia, pero hay tiempo. Seguro que esta noche, cuando vuelvas a casa, la ves entera. Hoy es Nochebuena. Es una noche estupenda para ver Qué bello es vivir. Es una vida maravillosa. Hay gente que lo hace en todo el mundo. No la ven en agosto ni cuando acaba la primavera. Es una historia navideña. Yo no sé muy bien qué es la Navidad, o lo sé a mi manera. Yo creo que es navidad cada vez que alguien nos salva o cada vez en que nosotros salvamos a alguien. Hay oportunidades para que eso suceda a diario. No es tan difícil sentir que nos han salvado. Esos pequeños milagros se producen sin que suenan las trompetas y los cronistas registren el prodigio en su memoria y luego poder transcribirlo todo, para que conste y los que no pudieron asistir, los desavisados, lo sepan. Ahora hay un milagro, Víctor. Tú y yo, aquí viendo a George abrazando a sus cuatro hijos, qué buen padre. Todas esas cosas nos hacen los hombres más ricos de la ciudad. George fue el hombre más rico de la ciudad en el instante en que saldó su deuda, pero ya lo fue antes. ¿Tú te has sentido así en los últimos diez años, querido amigo? ¿Crees que estás a tiempo de salvar a alguien o prefieres que te salven? Habrá ocasión para que pruebes esos dos lados. Ninguno existiría sin el otro, ninguno valdría la pena sin el otro. A mí me toca irme ya, hombre. No sé qué harás. No sé tantas cosas…

VII 
Habla Víctor

Volver a casa despacio. Con el silencio dentro. Como una música. Sentir una paz como nunca había sentido. No volví corriendo, como George Bailey. No se puede ir a trompicones por la Gran Vía. Me bastó caminar la avenida y respirar el aire frío de diciembre. No hizo falta que nevase. Tampoco que en casa estuvieran esperándome. Antes de subir a mi habitación entré en unos grandes almacenes. Había alguno abierto, incomprensiblemente. No entiendo a qué esa voracidad en vender, en no dejar que el mundo descanse. No tardé en encontrar lo que andaba buscando. Era una caja de cartón. Dentro estaba George Bailey y estaba Clarence. En cierto modo estábamos todos. También la muchacha poco dulce (en realidad bastante adusta) que me cobró y el niño que corría por la calle y casi me hizo caer, y juro que me divirtió sentirme parte de su juego y recuperar el equilibrio. Le extrañó que sonriese. No sé qué esperaba. Quizá que le reprendiese. Ayer lo hubiese hecho. Quizá ya haya hecho una buena obra. Bien pensado, quizá sea esa la buena obra a la que llevo días acercándome y de la que no sabía nada. Un milagro sin trompetas, me dijo Clarence. No escuché ninguna, pero no dudo que alguna estaba sonando.

VIII
Un sueño

Víctor durmió en paz consigo y con el mundo. Se acostó nada más acabar de ver Qué bello es vivir. No dejó que la realidad le robase la emoción que lo traspasaba. El empeño de imponer la realidad a un sueño no es menos arduo que el de recordar en la vigilia lo que ha visto mientras dormía. Creyó que podría volver a Bedford Falls, entrar en casa de George y hacer que le presentaran a sus hijos. Le diría que fue un hombre gris y que también a los hombres grises les visitan los ángeles. Le confesaría que no hay nadie en el mundo que comprenda mejor que él lo que sintió cuando salió del puente, calle abajo, buscando a quién saludar y felicitar las Pascuas, renovando su pacto con la vida, a la que había olvidado. Qué fácil es olvidar el placer de vivir, George. Le abrazaría con fuerza. George aceptaría esa intimidad imprevista. Después de haber salvado a alguien, de haberlo hecho de verdad, aceptas todos los abrazos, los entiendes todos, sabes qué cuentan. Todos los abrazos cuentan algo y nos morimos sin saber entenderlos.

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