Leo poesía en absoluto recogimiento moral. La escribo con el pudor del aprendiz. Constato en ambas rendiciones de mi amor a ella que poco ha habido en mi vida que me haya hecho más feliz. Hay poesía que no precisa el concurso de las palabras o el consenso de la sintaxis. La tienen la cara de mis hijos cuando los miro y caigo en la cuenta de que vivir ha servido para que ocupen un lugar hermoso en el mundo o que mi desaparición, ojalá tarde, no es cosa ahora de mentar tragedias, no sea completa. La tiene el día cuando irrumpe y alardea de luz. La tiene la noche cuando el alba la interrumpe y desconvoca la vigilia del silencio. La tienen los sueños, que son un apéndice surrealista de la realidad y la seducen con su loca vocación de arrebato. La poesía está en la templanza y en el desatino, en el alma a medio hacerse y en la carne sin conocerse. Está en el horno donde metió la cabeza Sylvia Plath y en el pan untado con mantequilla que dejó a sus hijos mientras el gas hacía su trabajo inapelable. Ver poesía en un acto tan atroz es atribución del poeta. Él da con lo invisible.Él oye crujir las horas.
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