30.4.20

Cuadragésimo séptimo día de la nueva era

Me esmero, lo juro, en la caligrafía, en la tipografía minucios y derrapo, me escoro, me izo, avanzo, reculo, hago recuento del trayecto, lo censuro, me fascina. Llegará el día en el que escribamos turbados por el estro, en cenadores venecianos, hermosos, oscuros, o junto a surtidores que viertan azahar o la esencia de pinsapo de la que me habló una vez un amigo gaditano en un bosque apartado. Luz también. Luz y asombro juntamente. Porque la luz hace que veamos lo que tiende a estar oculto. La belleza tiene su heráldica secreta. Hace falta oficio para dar con su clave. No es asunto que se despache siempre a golpe de vista. El arte requiere un aprendizaje. Por eso me esmero en la caligrafía, en el traje, en la apariencia, en lo que me hace ser mejor y saber que avanzo, aun escorado o salido, da igual, el asunto es que haya trayecto y haya trama. Trayecto y trama. Todo lo que nos perturba nos hace mejores, nos hace más grandes, nos hace más sensibles. Cada vez creo con más firmeza que la grandeza de la personas está en su sensibilidad. La inteligencia está bien para otros asuntos, pero el interior de una persona está alimentado de sensibilidad. Hay quien no la tiene, se ve a diario. Ahora estoy de una sensibilidad herida. Serán los fármacos para la alergia. Acarrea uno ya más de lo que querría. La edad cobra sus peajes. O los excesos. Cuadragésimo séptimo día de clausura. Me encanta el ordinal: suena ampuloso. Como si los días embutidos en esa estadística fuesen más solemnes. Tengan buen puente. 


La pedagogía del arte


Hay cierta edad en la que uno es inmune al arte. Ninguna manifestación de la belleza hace que nos inclinemos; ninguna evidencia de lo sublime nos alcanza. La vida es cualquier cosa menos una experiencia estética. Importa el juego, importa el asombro. Las instrucciones para alcanzar la felicidad son brumosas, no están pulidas, su exigencia es mínima, si no nula. Quizá una de las funciones de la escuela sea la de acercar la belleza, la de hacerla accesible, sin obligar a quien la observa a tomar ningún partido por ella, pero hacer que exista, brindarla, permitir que esté al alcance de cualquiera. Tan sólo el hecho simple de mirar un cuadro o de escuchar una pieza musical y de dejar que nos invada. El maestro es el demiurgo tranquilo, el que arbitra qué debe exhibirse, el que criba las herramientas de esa adquisición lenta y consistente. Si no se produce ese pequeño temblor que antecede al deslumbramiento, no hay nada que hacer. No siempre se consigue. No hay un método para que la belleza impregne al que se cruza con ella. Tiene el arte, como el amor, algo que no podemos gobernar. Esa fragilidad, esa posesión fortuita, la posee también la fe. Los gobernantes andan ahora apartando la belleza de la escuela. Apartan la música, la eliminan, la consideran un bien sacrificable. Imagino que luego vendrá la plástica, que no es solo dibujar y recortar, sino involucrar al alumno en la visión del hecho estético y hacer que la valore. A los gobiernos, a cierto tipo de gobiernos, les gusta que los museos estén vacíos. Ahora lo están, por desgracia, por motivos ajenos a las directrices de un ejecutivo. Y un museo vacío o una biblioteca vacía o una librería vacía constata la enfermedad de un país. Un país sin ciudadanos sensibles está abocado al fracaso. Una sociedad aséptica, un pueblo embrutecido o en vías de embrutecerse.  Hay que educar en la belleza, hay que legislarla, por extraño que parezca esa aseveración. A ellos, a los niños,  concierne esa herencia. Podemos consentir que durante un tiempo sean inmunes a ella y no la aprecien. Luego, una vez franqueen cierta edad, perderán tanto si no se inclinan y la besan, si acceden a la mayoría de edad (qué es eso, cuándo llega) sin el bagaje interior que les faculte para echarse a llorar al ver un cuadro de Goya o sentir erizarse el vello escuchando un cantata de Bach. Sí, parece que Bach y niños no es un binomio frecuente, pero es cosa de probar. Quizá (todo es una especulación, una tentativa de pedagogía) ese vertido inocente de lágrimas haga más por la formación íntegra de una persona que un plan educativo del gobierno de turno. A mis alumnos, un poco como el no quiere la cosa, les pongo jazz y música de cámara mientras hacen manualidades o plástica en clase. Alguno me pide el éxito radiofónico del momento, pero la mayoría abre los ojos, sonríe para sus adentros y se tranquiliza de un modo asombroso. Hay quien me dice que escriba en la pizarra el nombre del músico o de la canción. La última vez escribí: "Sinfonía del Nuevo Mundo, Dvorak". Si alguien al volver a casa busca la restitución de esa pieza, algo hemos conseguido. Hemos limado una aspereza, hemos alcanzado cierto grado de perfección docente. 

29.4.20

Resacas, animales, reyes




Perros
Cuadragésimo sexto día de confinamiento. Tengo el cuarenta y seis en la cabeza como el que tiene unos cromos de fútbol de cuando la infancia. Son cosas de las que puedo prescindir y proseguir avanzando. Levantándome. Desayunando. Lavándome las manos. Bebiendo. Fumando. Escribiendo. Nada de lo que no se pueda prescindir. Todo está reducido a esa contabilidad, la de la cabeza, que hace sus cálculos y monta sus ecuaciones y sus metáforas. Los niños pasean las calles más que ayer. Van con sus padres o sus padres van con ellos. Soy un espectador privilegiado. Mi balcón es un termómetro de la calidad emocional del mundo. Ayer martes estuvo más cálido. Perros a lo lejos tuvieron una alocada discusión sobre el reparto de las aceras. No hay quien les proteste o de vez en cuando alguien importuna su deambular ocioso y hacen que se aparten, como si supiesen eso de la distancia social. Los animales son criaturas extraordinariamente humanas. Recuerdo que nunca quise tener un perro. No por tenerles afecto o pensar que serían hoscos, sino por temor a que no congeniásemos. Pensaba en si el perro no me seguiría al yo moverme, como he visto en otros. Pensaba en si un buen día un descuido me lo apartaba y se iba con los de su especie. Al cuarenta y seis lo suple el cuarenta y siete. El recuerdo de un perro se aleja pensando en otro. No hay dos días iguales y todos los días iguales. Eso es de Rosendo cuando Leño. 


Luciérnagas
Un estado extremo de cansancio depara una resaca extrema. Se padece hasta que un nuevo cansancio la clausura. Hay quien no tiene días libres entre cansancio y resaca, quien no sufre las idas ni las venidas, el viaje entre un dolor y otro. No es fácil que no se aprecie el roto. Se aplican a veces más medios en esconderlos que en sanarlos. Lo que importa es la apariencia, no la verdad. En donde nos esmeramos es en lo que se puede percibir a simple vista. Desatendemos el interior. Solo vamos de un cansancio a otro cansancio. Solo los interrumpe la resaca. No conviene enseñarse uno cuando está de resaca. Ni cuando se está muy cansado. De verdad que hay días que piden no pisar la calle, estar a recaudo, no dejarse ver, ni ver tampoco a nadie, como si no hubiese nada más en el mundo o nada que hubiese en el mundo mereciese que nosotros la viésemos, lo sintiéramos cerca y hasta nuestro. Pero eso fue ayer. El hoy es otro. Ahora el cansancio es distinto, la resaca es distinta. Luego está el vacío. No saber cómo ocuparlo. El problema del mundo es que no sabe qué hacer con el vacío. La historia entera de las civilizaciones está trazada con esta idea: la del hombre inventando cosas para no sentirse solo, ni aburrido, ni triste. Schopenhauer dijo que la religión y las luciérnagas tienen de parecido que ambas precisan de la oscuridad para reinar. Hay días de mucho Schopenhauer. Días de luciérnaga ciega y cruda. La religión es una resaca dulce. La vida es un recurso con sus limites, no dura para siempre, hasta dura poco a veces. 

Dioses
Nos educaron para huir de nosotros mismos. Lo que ha hecho la pandemia es recluirnos. Contra la voluntad de entrar está siempre la de salir, la del distraerse. Nos distraemos en casa. Ahora escucho a Bach, ahora leo a Ruben Darío (ayer martes hice ambas cosas), ahora friego los platos, ahora corrijo ejercicios de inglés. Quien no piensa, vive mejor, dice K. Qué de tiempo que no invito a K. por aquí. Tendré que tener más consideración en adelante. Pensar en hacer acostumbrada su visita, como antaño. Pensar solo da quebranto. Todo en ese plan. Un plan triste, un plan deprimente. Y no habrá quien no comparta que la vida se vive siempre más dulcemente si se la esquiva, si no se entra en honduras y se deja uno llevar, mecer, yendo de un cansancio a otro, de la resaca severa a la siguiente. Cada resaca es un comprobante de que se ha estado vivo. Mi amigo J.M. decía que las resacas eran un asunto entre él y Dios. Se ponía ceremonioso, hablaba impostando la voz (ebrio, pero elocuente) y explicaba a su alocada manera que la divinidad le concedía esos excesos porque no pedía otros. Es una concesión liviana, comparada con la que estipulan otros, creo escucharle decir, pero no serían esas sus palabras. La memoria lo corrompe todo. Como si pensar mucho, más que aliviar, dañase; como si la felicidad consistiese en no saber nunca mucho de algo. Ni de dioses sabemos, a pesar de que los nombramos a diario desde que pusimos el pie en esta tierra. 

Caballos
Ahora pienso en caballos, no hace falta que se pierdan en una tormenta, también esos vendrán. Al caballo, al jalearlo a que corra, no se le ve nunca flaquear: es cuando hinca las rodillas y hocica en el suelo cuando advertimos que está extenuado. Y ese vivir como caballos no conforta, en el fondo. Se prefiere la mesura, que no siempre acude si se la precisa; se desea un control en los materiales que intervienen en la trama, una especie de gobierno razonable en donde las emociones no terminen corrompidas por los imprevistos. Son esos, los imprevistos, los que malogran el conjunto. Es el cansancio, el cansancio forzado, el cansancio rutinario, el que descompone la figura resultante. Estoy que no me conozco. Es el resultado de no haber hecho escrito nada hoy o de no haber leído nada hoy. Es el discurso habitual. El conocido. Leer, escribir. Cuando me faltan, padezco, me entenebrezco, no hay más verbos que se me ocurran que se afilien a esa rima sonora. Ahora voy a retirarme a mis aposentos. Mi amigo M. me dijo el otro que yo era Felipe II. Le solicité alg que me concedió con su amabilidad y eficacia de siempre. ¿Qué hago yo?, le dije. Nada, tú eres Felipe II. Sólo firma. M.  tiene esas ocurrencias geniales. 

27.4.20

Dormir, soñar, vivir

Juan Antonio Madrid, un cronobiológo y catedrático de Fisiología, atribuye a la falta de sueño parte del fracaso escolar. Es cosa de ciertos relojes biológicos que tenemos dentro. Dormir es una necesidad, igual que respirar. Si a esa mesa se le amputa una pata, se acaba viniendo abajo. Sirva el símil mobiliario para hacer entender que la actividad del sueño es fundamental para que todas las demás actividades existan y contribuyan (he ahí el fin de todas estas ecuaciones orgánicas) a que el cuerpo funcione bien. Es complicado el cuerpo. De pronto se me ocurre que estará perplejo por la falta de movimiento a la que le sometemos en estos cuarenta y tantos días de clausura. No sé si acabará pasando factura y tendremos que pagar algún tipo de peaje. Es nuestro y no lo es, el cuerpo. Cuando se le fuerza, replica y pide un receso. Caso de que no se lo concedamos, se colapsa, obliga a que cedamos, nos chilla. También huye del sedentarismo, esa costumbre burguesa. Creo que nacimos para correr, como decía Bruce Springsteen, y que, conforme nos hicimos mayores como género, perdimos el hábito. Hasta se nos agrandó la cabeza. Necesita más neuronas para que pensemos mejor. Le estamos dando tanto poder al cerebro, que el resto del cuerpo acabará reclamando su cuota ejecutiva, incluso afectiva. La de dormir, en particular, es una de esas actividades que hacemos mal en despreciar. Debe respetarse su aviso. Como el amante que solicita arrimo. Una especie de protocolo galante el suyo. Hay, no obstante, dulces contradicciones, ratos en los que tratar de adecuar el deseo y la realidad, como anhelaba Cernuda. Son días de cierta mansedumbre, por desgracia. Eso de trasnochar en casa, enfrascado en cien distracciones, es costumbre que he practicado mucho y que he procurado corregir, con dudoso y no siempre buscado éxito, pero que a veces se me va de la mano. Son tan aprovechadas esas horas que cuesta renunciar a ellas por dormir, que es mucho menos interesante, pese a toda la normativa médica, siempre leal con la salud. A la reversa, un amigo mío sostiene que su verdadero yo existe en el periodo en que duerme. Que un tercio de su existencia ha transcurrido afuera de la realidad, en el territorio mágico de los sueños. Una pena, añade. Nada que nos sea ajeno a los demás. Quiénes seremos en esa vida impostada, falsa a decir de la otra, la real. Seré yo otro, probablemente. En ese hilo de las cosas, cada uno de nosotros es indiscutiblemente otro. No hay confinamiento ahí, no hay manera de que acceda el virus. El espejo de nuestros sueños. La realidad de lo fabulado, tan grata y consoladora. Dormir es un alivio también. Nos rescata de todas las pandemias de lo real. Hace que se active una especie de formateo parcial del sistema operativo, traqueteado en demasía, expuesto a tiempo completo. Luego se recompone el cuerpo. Se embravece, se ofrece a elevar la cumbre de los días, como decía San Juan de la Cruz.

25.4.20

La luz existe

Hoy me ha contado mi amigo Raúl que la luz existe. Da lo mismo que las sombras hayan adquirido la propiedad de la tierra y las tinieblas campen sin brida por sus confines, siempre hay ocasiones para que la armonía florezca y las combata. No es un combate parejo. El mal tiene un predicamento al que no alcanza el bien. Cuando se echó a andar el cosmos, hubo una mucha más encarnizada guerra entre lo bueno y lo malo y sabemos que toda las causas y todos los azares están cosidos con las costras de esa enferma liza. Los días nos atropellan con sus fantasmas. Las noches toman el control del cuerpo y a veces los sueños nos reconcilian con nosotros mismos. Otras veces es la pesadilla la que hace blasfema presencia y enturbia el campo de fresas y la elocuencia azul del cielo. Lo de Raúl, en su limpia rendición de sentimientos, ha sido bonito. Ha comprobado que el amor no se desvanece nunca. Es una historia de padres la que me ha contado, no es nuevo para nosotros. El suyo sigue confinado en su geriátrico, no se puede luchar contra esos embates del infortunio, los de apartar a nuestros seres amados para que su vida no sea más triste de lo que es, cuando la enfermedad los postra y, en cierto modo, borra del mapa de la vida. El padre de Raúl se olvidó de sí mismo y de los otros. Le devastó la memoria el Alzheimer, que es un desastre absoluto, un adiós sin irse, un perderse sin que el cuerpo no esté a la vista, una completa invisibilidad y una alocada residencia. No teniendo idea de qué ocurría a su alrededor, consecuencia de ese borrado de los recuerdos, de pronto sonrió y reconoció a su hijo. En mitad del dolor, en el centro mismo de la devastación, el buen hombre tuvo un alarde mágico, un glorioso regreso al mundo, aunque fuese un instante, el de dejarse querer por su hijo, el de comer cuando no lo hacía, el de esbozar una sonrisa de gratitud y de amor, la que tienen los padres cuando reconocen (en la bruma de su cabeza, perdida algunas veces y de qué manera) al hijo que alumbraron al mundo. Son tiempos durísimos y a veces no tienen misericordia. Todo se resquebraja y cuartea, no hay asidero fiable al que confiarse, ni siquiera el válido lo es permanentemente, precisa ser reemplazado. Un poco como la vida cuando le sonríe el fátum y a colores se despliega como aquel atlas del maestro Serrat. Francisco estuvo un momento de país en país, aprovisionándose de luz para continuar su clausura dulce e íntima. Es un símbolo el hombre, uno de muchos que ahora se anticipan a nuestro dolor y lo confortan. Ha vencido al maligno Covid, se ha burlado de él, aunque lo rondase. Qué felicidad esa victoria. Raúl, mi querido amigo, debe estar feliz por ese regalo sobrevenido. Hay compensaciones pequeñas que hacen desaparecer (siquiera un maravilloso instante) el abatimiento y la dureza de no poder tener con nosotros a nuestros mayores y sentir que este tiempo canalla nos los está robando con más implacable eficacia que nunca. Veo la sonrisa de Francisco y la hago mía. Es de todos. Hay quien vuelve al discurrir de la felicidad y da la bendita casualidad de que andamos por ahí y sentimos que esa breve resurrección del espíritu nos consuela profundamente. Raúl me lo contó esta mañana mucho mejor por teléfono. Ya nos veremos, ya tendremos ocasión de darnos un abraz, gracias por concederme la posibilidad de contar mi alegría y compartirla contigo, con quien tenga a bien alegrarse también. Serán muchos, somos buenos de corazón. A pesar de todo, la bondad resplandece, la luz es un milagro que en ocasione embellece el camino.

Un paseo por Lucena






Hay más cosas de las que no se tiene propiedad ni conocimiento que poseídas y sabidas. De esa sencilla floración narrativa vienen todas las demás en tromba, incontenibles y dulces, amorosas y carnales, como un paseo por el campo cuando la primavera irrumpe y la luz del sol espanta la desavisada cópula de unos insectos sobre una roca. Es ese momento de alumbramiento puro el que debería recogerse en la memoria y cerrarlo para que no lo deteriore el tiempo, pero no lo hacemos, asistimos al espectáculo del asombro y no tenemos la precaución debida, la de acomodarlo entre nuestros recuerdos. Este mismo amanecer lluvioso de hoy me hace pensar en uno de no hace mucho tiempo en el que me conduje cobijado bajo el paraguas más grande de la casa por las calles de mi pueblo. Las recorrí con intención de perderme en ellas. Hubo alguna que me resultó nueva, ya hay pocas que no conozca, soy de Lucena como de Córdoba, más de la mitad de mi vida aquí. Lucena es un pueblo admirable. Lo es por el carácter de su gente y por la decisión irrenunciable de avanzar, a pesar de que en ocasiones el camino se preñe de obstáculos y cueste ese desempeño. Wherever I lay my hat, that's my home. Allá donde deje mi sombrero, esa es mi casa, dicen los ingleses. Como uno es de hacerse al sitio en el que vive, me hubiera dado lo mismo residir en cualquier otro, siempre que haya gente con la que compartir las terrazas en los bares y las noches de cena en casa, he pensado más de una vez si no estaría bien volver a Córdoba, pero llovería igual, habría calles que recorrería con el mismo asombro novicio, aunque las de la ciudad en la que nací sean, en comparación, más gratas para el recreo de los sentidos. Se inflama el espíritu con los recuerdos, más ahora que se nos ha encomendado la vigilancia de la casa y entregado una especie de temor a salir. Afuera hay criaturas pavorosas, invisibles y pavorosas. Hacernos salir será infinitamente más costoso que hacernos entrar. No tendremos paciencia para recuperar lo que hemos perdido. Querremos (son todos tiempos verbales hoscos en el fondo) hacer lo de antes, no pudiendo, me temo. Lo de salir estará concedido, cómo no. Serán los mismos los pasos, ocuparemos las calles con alborozo, pero pesará la sensación de desamparo, un poco también la de la incertidumbre, como si nos amenazara un peligro sutil, una inminencia de conflicto. La casa la tenemos más que vista, sus rincones favoritos se gastan a medida que se usan, como el amor en una canción que cantaba un amigo cuando se achispaba por el vino. Escribo estas menudencias de mi memoria o de mi imaginación porque me agrada traer lo que no está siempre a mano. Escribir es un acto de heroísmo por uno mismo. Lo que no me cuento a mí mismo no podré tener la seguridad que no acabará despeñado en el olvido. Aquel día de lluvia en Lucena, por ejemplo. Me paré a tomar café en un bar perdido en una calle estrecha, de las que no se transitan en el ir de un sitio a otro, cerca del colegio Barahona de Soto. Era temprano y el camarero me acercó el periódico. Creo que estaba solo, ahí no alcanzo a recordar. Fue maravilloso (hoy más en su remembranza) escuchar llover desde esa intimidad maravillosa de la barra. He pasado las mismas horas disfrutando de mí mismo en la residencia lírica de los bares que acompañado por los míos, los amigos que te convidan a la charla y a los abrazos. Nunca he estado mal en soledad, ni siquiera ahora, en estas circunstancias en las que la soledad a veces no es una opción, sino una marca externa que no se elige, una imposición de la fatalidad. Cogería con extremo agrado nuevamente el paraguas grande de la casa. No estaría mucho tiempo fuera, no hace falta excederse. Pasearía sin prisa las calles de mi pueblo. Mediabarba, la mía, la de la foto. Luego subiría a la Plaza Nueva. El Coso. San Pedro. El Parque. Torcería calles improvisadas. Por el placer de andar. Por revisar lo que uno conoce. Por reconocerme entre mis recuerdos. Tendría los cascos de mi móvil enhebrados a las orejas y escucharía lo que suelo. Hoy estaría bien James Taylor. Es una mañana de James Taylor. Vería a mis amigos enredados en sus ocupaciones. Qué placer la conversación. Qué hermoso acto de vida. En cierta medida, pasear es un sucedáneo de viajar. La idea romántica de salir y exponerse a las inclemencias del azar y no saber qué circunstancia del paseo nos hará adquirir un gozo duradero o una especie de trascendencia. He teñido paseos vacíos que cubrían la cuota de salud prevista. También paseos antológicos, finamente cubiertos de belleza o de dolor, pero inevitablemente impregnados de vida. A veces hace falta provocar esa irrupción de experiencias. Las fiamos a la narrativa gloriosa de la literatura o del cine, pero la calle posee su hatillo de historias. Las ausente ahora, tan reclamadas, tan añoradas. De hecho, la literatura (el cine, una extensión suya) se aprovisiona de ellas cuando ofrece su rendición de prodigios. Nuestro oficio es el viaje. La vida es el más precioso de todos ellos. Salimos, recorremos un trayecto, alcanzamos otro, nos paramos, volvemos atrás, entramos. Leer es un atajo. Uno lee por pasear sin moverse de una butaca o de una mesa en una terraza en Córdoba (en el bulevar, da el sol a media mañana, excelentes churros) tomando un café, fumando, leyendo la prensa del día. Se lee en ocasiones sin que haya lectura de por medio. La realidad es un libro y estamos leyendo continuamente. El hecho de que yo ahora registre este milagro es accesorio. No siempre vence la voluntad de compartir el trayecto. Comparece la vida a su antojadizo capricho, va a lo suyo siempre, no se atiene a un patrón, ni considera que opinar sobre cómo manejarla afecte a su discurso hermoso y terrible, según concurra la felicidad o su preciso anverso. Hoy tengo esa melancolía dulce de quien mima la nostalgia y la acuna como un tesoro. Es nuestro. No lo pierdan nunca.

24.4.20

15 delincuentes

I.
JIM MORRISON




En Miami, en 1.969, al tiempo que los Beach Boys amenizaban las playas con sus historias sobre amores con tabla de surf y bikinis minúsculos, Jim Morrison se emborrachaba de peyote, de LSD, de marihuana, de cocaína, de pastillas para la úlcera y de heroína. Todo aliñado con ingestas masivas de whisky. En ese menú tóxico no hay mejor catre que el de la cárcel. En Tallahassee lo arrestaron por sacarse el pene en un concierto y simular practicarse una masturbación, por incitar a las masas a matar a sus padres y cepillarse a sus madres y por ir absolutamente ebrio o absolutamente drogado o ambas cosas en alegre coyunda química. Ya se sabe que las drogas despiertan al genio dormido, pero Jim Morrison, en paz con su hígado, en las horas sin machaque etílico, era un apasionado de las nobles artes de la más alta literatura (poesía francesa, inglesa, incluso refirió alguna vez haberse despachado a Góngora). Fue probablemente Charles Baudelaire quien le introdujo en los poderes sanatorios de las sustancias estimulantes. Convenientemente estimulado, Morrison se bilocaba, se convertía en otro, se desplazaba a mundos secretos de donde traía las letras psicodélicas de sus canciones. Hippie místico, Morrison fue un mártir de la cultura de masas del siglo XX. Vivió poco y al modo en que quería William Blake, vivió rápido y dejó un cadáver exquisito. Su discografía es irregular, pero contiene introspecciones épicas, himnos intemporales que todavía hoy erizan la piel (Light my fire, en vivo; Riders on the storm, mis favoritas) Murió en París, que es en donde decidió ir cuando el negocio del rock le hastió lo suficiente. Allí leía poesía, amaba a alguna de sus parejas (tuvo decenas) y se empastillaba para no perder el vértigo bastardo en la sangre. Escribieron paro cardíaco, pero los rumores (los fiables, los que no lo son) introducen como causa probable el reventón del corazón. El peyote. El LSD. El whisky. La marihuana. Pero también Baudelaire, Huxley, Dickinson, Valery, Eliot. La poesía no mata, pero te da una muerte más hermosa.

II
MICHAEL JACKSON



Abuso de menores: el crimen más nefasto, el menos excusable incluso contando que ningún delito, a pesar de que haya causas atenuantes, debe ser excusado. Michael Jackson es Peter Pan, pero un héroe alado y tarado, un ángel sin fe, un niño mal crecido, mal aconsejado, que anduvo entre gente que le agasajaba y gente que lo expoliaba, adulado, convencido de ser un mesías de bondad confinado en esta mundo para hacer el bien a los niños descarriados, incluido él mismo, para quienes construyó un carrusel de mentiras, una montaña rusa de placeres pasajeros, tiovivos, norias, camas de agua y espejos deformantes. Neverland. Historias de niños perdidos. Su espejo amplificaba la deformidad, que venía ya embrutecida de fábrica. No se le excusa, aunque su muerte haya convertido al pederasta amateur, bienintencionado, pero retorcido, en una atracción perfecta de parque temático. Mirándolo a la cara, en esta fotografía, en otras, uno piensa en El hombre elefante de Lynch, en un Dorian Gray sacado del cuadro antes de que la carcoma le devorase el rostro. Otra de sus pequeñas obras se exhibe justo debajo. Sigan leyendo esta colección de atrocidades periodísticas.

III
MACULAY CULKIN





La atrocidad parida arriba tiene nombre: Maculay Culkin. Fue un niñato y la cercanía del tito Michael Jackson no le benefició. El actor simpático que se perdió en casa en los felices ochenta devino después un alcohólico y un depresivo. Visitó los calabozos por posesión de marihuana. Bastó una noche en la comisaría y unos miles de dólares para compensar el estropicio. Su presencia en la Historia del Cine es testimonial. Una especie de Shirley Temple insumiso, politoxicómano, cliente habitual de camellos de los arrabales. Hace poco se le vio en el candelero de nuevo. Una entrega de premios. Parece estar rehabilitándose, pero todavía no se le ha encontrado un papel que le redima. Sigue estando solo en casa. Ahí, en ese extravío doméstico, es donde debió descubrir, por azar, créanme, el mueble-bar. Con el vodka. Con el whisky de marca. Con todos esos licores nobles que alivian la soledad familiar.

IV
HUGH GRANT



A Hugh Grant se le desarmó el lacónico porte de gentleman de comedia cuando lo pillaron hocicando la testuz en la entrepierna de una prostituta negra y de aspecto desaliñado en Hollywood, una tal Divine, que sacó tajada de la felación y paseó su hazaña por platós y revistas de papel couché. El sexo fácil, el pagado, induce a pensar en desatenciones privadas, en apetitos desordenados o en una abstinencia obligada por una pareja pacata en exceso o poco dada al intercambio natural de cariños. No creo que esta imprudencia haya marcada la carrera de Grant. Ni tampoco pienso que no haberla tenido la hubiese aupado a un escalón en donde nunca ha estado. Es el tipo de actor de óptica amable, incrustado en un género dócil, escasamente amigo de premios y de aplausos de la crítica feroz. Esa crítica feroz ni siquiera considera a Grant: lo admiten como un socio estable de la nómina de actores del sistema, pero no entran a considerar que pueda dar el salto y agarrarse a algún proyecto de más nombre. A mí me cae bien. Lo de Divine me parece una debilidad expuesta a modo de pecado. Esa actriz buenorra que tenía como pareja entonces, Liz Hurley, debía de hacer un comentario a pie de página. Todo el mundo tiene sus razones. Estos ingleses.

V
DAVID BOWIE






Bowie es el glam y los alcaloides, la fiebre transformista y el Berlin de la psicodelia. Es también un icono fundamental en la música de consumo de los últimos cuarenta años y un personaje a salvo de las modas, superviviente como pocos, respetado como pocos y creído como pocos. Le agasajaron como el nuevo mesías de la liberación y creó un personaje arácnido o alienígena o pachanguero o todas esas máscaras de la reconversión aplicadas con exquisito desparpajo. Su paso por la comisaría contribuye a la épica de su biografía. Los hagiógrafos del Bowie camaleónico, en continua reinvención, podrían extraer lujuriosas parábolas sobre la influencia del rock en la sociedad civil del siglo XX y cómo algunos de sus gurús encabezaron una cruzada pacífica, irreverente, fascinante en busca del grial de la inspiración, de cierto tipo de mística aliñada de anfetas, riffs formidables y letras catárticas. Luego la épica deviene rutina y Bowie sacó discos espantosos, renegó de su pasado legendario y se refugió en las pistas de baile, en arreglos horteras y en películas de poco lustre o de un lustre gris de saldo. Ser héroe sólo por un día puede acarrear problemas con la autoridad, visitas a la cárcel, propaganda para que el siguiente disco se promocione solo. Entonces no existía el facebook ni los discos venían con la guarnición del DVD en directo y la contraseña para descargarse material extra en la página web del artista. Nada le era ajeno. A todo le encontraba el milagro de su propia transformación. Es el padre de todos estos mequetrefes que llenan ahora estadios y ensayan ramplonas melodías sobre abducciones y amores vampíricos. Todos deberían rezarle de noche mientras escuchan en privado, en unos cascos de diseño, las historias de Ziggy Stardust. Le debemos tanto. Ah, el arresto fue una sencilla posesión de marihuana. Estaba con otro icono insustituíble y, a lo visto, más tocado todavía por los efectos secundarios de esos estimulantes: la iguana Iggy Pop.

VI
STEVE McQUEEN



El polvo de amianto de los motores de los aviones que tuvo que lustrar durante el servicio militar le provocaron un cáncer de pulmón y murió en la edad sublime de prometerlo todo y no haber jodido en exceso el reflejo de su estrella. Era como un James Dean vintage, sin su aureola dramática, sin su pedigree de ángel atormentado. Steve McQueen se retrató en las películas que hizo y en sus vicios públicos. Amó los coches, las mujeres y las artes marciales. Se benefició de un rostro cinematográfico como pocos y dio indicios fiables de que podría haber sido un actor fantástico, a lo Paul Newman, mucho más de lo que Peckinpah pensó cuando lo usaba como el rebelde americano que despedía a cada gesto, pero se malogró antes de esa transformación y dejó un puñado de películas antológicas y una decena de pósters para dormitorios de quinceañeras. Prefab Sprout le dedicaron un disco y una amiga mía echa una lágrima cada vez que vuelve a ver Bullit o La gran evasión. Falta que le hagan un biopic. No sé si registrarán el paso por la cárcel del temerario conductor deportivo. El arresto fue en 1.972. Conducía ebrio. Nada del otro jueves.

VII
EZRA POUND



Acusado de traidor, el gobierno de los Estados Unidos encarceló a Ezra Pound. Allí se explicó al mundo con sus Cantos y tradujo a Confucio. Con algunos genios de las letras uno prefiere el soslayo, evitar en lo posible el descubrimiento de las filiaciones públicas. La literatura es siempre un mundo de lo privado, un mundo único que por circunstancias precisa del concurso del físico. Pound no es el poeta de la progresía intelectual: nada extraño si se hace caso a eso de que estaba fascinado por Mussolini. Pero Pound, éste aquí expuesto como un ratero, fue amigo de Joyce, de Hemingway, de Dos Passos, de T.S. Eliot o de D.H. Lawrence. Les ofreció su amistad y les editó parte de su obra. Leí los Cantos cuando no los entendía y los he releído ahora que tal vez entre algo más en su vigorosa revisión de la Literatura. Me parecen música. Me fascinan y me ensimisman. Me transportan y me regresan. Me hacen sentirme feliz de ser un hombre en este mundo y me cuentan secretos sobre el cosmos. La poesía, en el fondo, es una confesión íntima de esos secretos, una especie de decodificación de los mensajes que se esconden en la lluvia o en los abrazos que nos damos quienes nos queremos. A Pound le quisieron poco. Anduvo de manicomio en manicomio y murió en soledad, incomprendido, alimentando (sin deseo alguno) esa estupidez que consiste en crear animales fabulosos a partir de materiales impuros. La locura es impura. La genialidad es impura. Pound, en su cárcel, en su jaula al sol, vigilada por ejércitos, es impuro.

VIII
IGOR STRAVINSKI


StravinskI era un ruso yankinizado. Entre barras y estrellas fue feliz y ejerció de músico a pleno rendimiento. Se dejó embaucar por el glamour y la opulencia de Hollywood y se codeaba con la high society con libretos bajo el brazo y esa cara de mafioso con el corazón noble. El motivo por el que pasó por la cárcel fue una particular versión del himno de los Estados Unidos que, a juicio de la autoridad, a lo común zopenca y granítica en términos artísticos, excedía lo admisible y entraba en la categoría de la mofa o de la ofensa. Una ley del estado de Massachussetts confinaba entre rejas a quienes se atrevían a entrar en el territorio sagrado del bien público, esto es, el american way of life, la bandera ondeando en las calles, el tañido limpio de las iglesias en esos caminos de Dios y la música sublime del himno patrio. Yo me quedo con la obertura del Pájaro de fuego, que fue mi entrada bautismal en Stravinski vía Yes. Ustedes me entienden.

IX
JERRY LEE LEWIS




Si te apodan The Killer es normal que algún día te hagan una fotografía así. O más de una. En esta vemos al rockero Jerry Lee Lewis ya talludito, desafiante, sintiéndose rey de un reino que la ley no controlaba. Este arresto fue posterior a su visita al Londres puritano de los sesenta de la mano de una flamante esposa, una prima suya de 13 años. Elvis se alojó en las drogas en la época tardía, en el declive creativo. Jerry siempre flirteó con el exceso. Esa fue su contribución a la historia del rock, la del killer, la del salvaje aporreando el piano, bebiendo a morro entre número y número, concediendo a sus biógrafos material exclusivo para escribir páginas memorables de sexo, drogas y rock and roll. Esta fotografía es anecdótica. Parece una pose natural. El pueblo americano lo jaleó y lo fusiló, lo encumbró y lo derribó, pero fue grande y sus pelotas eran de fuego. El mismo fuego que aplicaba a los pianos después de sudar sobre ellos un par de enfebrecidas horas de rock.

X
JOHNNY CASH



Johnny Cash cantó a los reclusos en Folson o en San Quintín. Otro al que le gustaba entrar en presidios y entretener a los convictos fue B.B. King. No dudo que todavía lo haga. Cash era un tipo en la cuerda floja, un cronista al que se le deben crónicas a pie de calle, relatos sanguíneos sobre el perdón y sobre la fe, salmos inyectados de alcohol, compuestos en trance. Creo que hay un invisible hilo que ocupa el aire y enlaza a gente como Cash o como Hendrix o como Neil Young, músicos iluminados, carne de presidio en muchos casos. Cantar en Folson como uno canta en casa.

XI
JANE FONDA

Activista en la América obtusa de Nixon, en la creencia de que su agenda podía esconder números, domicilios o indicios del comunismo más extremo, la policía la arrestó con la invención de que en su bolso había narcóticos. Jane Fonda mostró esta guisa en la comisaría de Cleveland. No había fármacos ni había agenda, pero esta actriz formidable, inteligente y comprometido en un Hollywood donde las mujeres bonitas raramente se involucraban en otro compromiso que no fuese actuar y hacer caja, disfrutó (imagino) con la prueba irrefutable de la incivil maquinaria de censura de la Administración. Disfrutó al punto de que todavía hoy se la ve exhibir en camisetas la fotografía que ilustra este comentario. Está mayor, está seria, está alejada de casi todo, pero hizo lo que se le antojó y abanderó causas que entonces eran casi exclusivamente viriles.

XII
FRANK SINATRA


A Frank Sinatra se le perdona todo. El arresto data de 1.938. Todavía no era La Voz. Luego vinieron los flirteos con la Mafia y los apaños en la política. Vinieron los discos en la Columbia y los espectáculos en Las Vegas. Nadie pensó en un joven Sinatra entre rejas. De hecho no hay noticias sobre los motivos de la acusación. Debió caramelarse a los guardias cantando algo. Ya lo he dicho: yo a Frank Sinatra se lo perdono absolutamente todo. Podía ser un psicópata, un Hyde, un crooner que en horas libres desvalijaba las arcas de los casinos. Es Frank. Todo el mundo tiene debilidades. Una de las mías más queridas es ésta.

XIII
DENNIS HOPPER



Debieron pillarle en alguno de sus muchos malos días. Contento de bourbon. Subido de coca. Fue, a lo leído, en un tasca de mala muerte en una comarcal de Texas. Se dejó aturdir y se dejó llevar. Hopper, en esencia, era un rebelde, uno de esos tipos de bar en apariencia pendencieros, que se embravucan a la míniman. Aparte de ese perfil simplificado, Dennis Hopper fue un alma en continuo tormento, un superviviente que hizo casi lo que quiso y terminó comido por un cáncer y por las deudas. Esta fotografía es irrelevante.

XIV
DAVID CROSBY



Una lengua mala y viperina escribió en un foro sobre estrellas del rock que arrestaron a David Crosby por tener cara de cerdo, pero la verdad es que le pillaron con drogas y armas, pero sólo cayó una condena levísima por conducción peligroso: estaba ebrio. Años más tarde, amplió el perfil carcelario cuando fue arrestado por tener en casa una cantidad escandalosa de cocaína. Consumo interno. Nada de trapicheos de barrio. Pero cinco kilos son muchos kilos para aliviar el stress del circo de la fama y ponerse contento para cantar como los ángeles con sus amigos de la banda. En total fueron cinco años de trullo a pesar de que el bueno de Crosby lloriqueó durante el juicio y pidió clemencia por servicios prestados a la comunidad del rock and roll. Su voz cristalina, meliflua y candorosa me acompaña justo ahora, al tiempo que tecleo esta entrada de mañana de julio. Those were the times...

XV
BILL GATES


Se han perdido los detalles del arresto, pero aquí está Dios Gates. Se saltó un par de semáforos y rebasó en unas pocas millas el límite de velocidad del estado de California. Hoy, caso de ser pillado, el procedimiento de la causa sería procesado por maquinaria de su entera responsabilidad. Todo queda en casa. Bill Gates está feliz, se le ve pletórico, como si estuviese por encima de esa nimiedades. Su destino sería otro. Su contribución al bienestar del planeta hace posible que ahora mismo usted y yo estemos entablando esta conversación en el limbo de la Red. Es el padre del Limbo. Loado sea. También se le excusa todo.


23.4.20

Elogio del paisaje

Fotografía: Fernando Oliva

Tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado. Lo dejó escrito Eliot. Era nuestra la luz, esa posesión del primor de la realidad, fueron nuestros los paisajes, que continúan a su antojadizo capricho, plenos de color y de vida. No hemos dejado de tener propiedad sobre esa evidencia de la realidad, tangible a lo lejos, confinada tal vez ella también. No somos únicamente nosotros los apartados. Hay quien sostiene que la naturaleza ha respirado con alivio al ser despojada de nuestra intromisión, pero no es verdad. Estamos en la espera, que es dulce y promisoria, como un salmo en mitad de la noche del alma. Tendremos que celebrar el regreso, imponerle la cualidad primaria del festejo. Será un a celebración íntima, no habrá necesidad de que se difunda ni de la que se alardee. Bastará un paseo bajo el cielo azul. Serán de nuevo únicos los árboles. Le daremos a la mirada una ocupación nueva. Hemos aprendido a mirar en esta clausura de las casas. Lo bueno que se extrae de este encierro profiláctico (no es otro el motivo, es una rendición de las costumbres, es un receso en la rutina de las cosas, es que la vida irrumpirá otra vez. La de ahora es una vida impostada, no la acostumbrada. Vemos a diario los objetos a los que hemos confiado la vestimenta de nuestros hogares, pero son otros a los que aspiramos. El objeto nube. El objeto tierra. El objeto libertad.

22.4.20

Las librerías en los tiempos del cólera

Nos salvarán la cultura y la belleza. Por más que gastemos las palabras, algunas heridas por el abuso, retirado de su significado el asombro y la eficacia, son ellas las que contienen la vacuna contra el desquicio y contra la maldad. Por eso es bueno que en estos tiempos de oscuridad prenda la luz de los libros, brújulas en mitad de la noche metafórica en la que se nos ha arrumbado. Con limitaciones, con las medidas de precaución aplicadas a todos los ámbitos de lo público, las librerías deberían abrir, ofrecer su inventario de recetas y de bálsamos. Podría aducirse que la compra de libros es factible a través de la venta online, pero es de la librería como templo de la vida de lo que hablo. No hay pueblo que haya sobrevivido ajeno a su influjo. Es más, los países de un progreso más consolidado y justo se han forjado por la cultura de sus ciudadanos. No entro en la discusión sobre si los políticos deberían ser los primeros que se avituallaran de libros para ejercer con más hondura y sensibilidad el cargo que se les otorgó en las urnas. Tenemos una clase dirigente pobre en asuntos librescos. Se advierte a poco que se les escucha, se limitan a difundir las consignas del partido y flaquean cuando se salen de la lección aprendida en las aulas de su ideología. Lo de salir al balcón y ponerse a tocar la guitarra o a vitorear al cuerpo de sanitarios (extendido por lo común a todos los gremios que contribuyen a que los recluidos vivamos más confortablemente en casa) es una evidencia de la solidaridad, nada que objetar a eso, pero todavía no se ha inventado un gesto que premie la sensatez, la cordura y la mesura que da la cultura, que es un término extenso y del que nos interesa la parte que fomenta la inteligencia y la sensibilidad de quienes la persiguen y cuidan. Que el libro es un objeto de primera necesidad es tan evidente como la inclusión en esa lista protectora de mascarillas, guantes o geles hidroalcohólicos. Las garantías sanitarias serían máximas, cómo no, pero dudo mucho que el habituado a comprar libros se ponga brusco y no observe los protocolos recomendados. Se tiene la idea de que la persona culta es, por añadidura, educada. Es la educación la que se expende en las baldas y en las mesas de las librerías. Hay países que han acometido con esperanza esta medida (Bélgica, Italia, que yo sepa) y las ventas se dinamizan, aunque no sólo se esté reflotando el comercio: también se implementa un bien incontestable, manifiestamente terapeútico, que consiste en permitir que leer nos sane. Habrá libros en nuestras casas que requieran tres vidas, de las que el lector obviamente no dispone, pero es otra la cosa encomendada, es la de disfrutar del hecho de elegir qué leer y tener a mano un dispensario que satisfaga esa voluntad privada y preciosa. Sí, las palabras se gastan a medida que se usan y a veces se queman, pierden todo su apresto connotativo, pero yo apelo al símbolo. Vivimos de eso, de símbolos. Seguirán cerradas las salas de conciertos, los cines o los museos, lugares propicios para el desempeño de esa cultura y de la economía de todos los que se ganan su sustento a través suya, pero la librería es la madre de todos ellos, juntamente con las bibliotecas. Le damos conforte y consuelo al cuerpo, ese es la máxima conocida, pero dejamos desguarnecido el espíritu, que no siempre precisa de una despensa llena y un botiquín abastecido. Etérea y sentimental mi ocurrencia, pero lo etéreo y lo sentimental hacen que la vida continúe y lo haga esplendorosamente, ajena al trajín obsceno que la pervierte y hiere.

21.4.20

Nube



Tener la vocación pasajera de la nube, 
de la que apenas tenemos idea de si avanza 
con lento apremio o está distraída
en la alta bóveda del cielo que la cobija.

Si la entenebrece el aliento de la lluvia
o una inminencia de tormenta la desquicia
y hace volutas en el aire, desencajando
su volumen de caballo sin jinete ni brida.

Insensata nube, aliento promiscuo, 
no tienes pudor, no conoces la prudencia.
Eres hermosa como cuerpo recién amado.
Consiste en huir tu belleza no repetida.

Creces en tu alta melancolía exiliada,
Asciendes a un cielo del tamaño de tu fuga.
Nube con pedacitos de pan, nube hecha ancla,
concédeme el milagro de tu danza.

Temblorosa, tu jadeo presagia semilla.
Por la gracia absoluta de tu entrega,
el mundo es un ansia en el paisaje,
una honda plenitud, un pulso sagrado.

Oficio de nube en la urgencia del azul.
Catedral en el aire ancho y ajeno.
Frágil fiebre de espuma, acto de pura luz.
Elocuente y huidiza, trama sin propósito.

A diario te miro y te interrogo.
Ah, nube en el mapa de mis ojos.
Pronuncio tu nombre, lo proclamo.
Es tan pequeña mi voz, tan alta tu cumbre.

El día se demora en tu danza como pájaro.
Las horas ebrias de ti festejan el vuelo.
Mi alma es un fasto invisible, un recado secreto.
Blanda nube, sola y perfecta, hazme tu vigía. 


20.4.20

Pasear




En cuanto tenga un hueco, nada más contenerlo y saber que me pertenece, hago recuento de todo lo que he aprendido en estos días. No debe ser un escrutinio ligero, en el que se privilegie lo accesorio, sino uno de más arrimo espiritual. Si algo hay que puja como espuma en una fuente que fluye, es el espíritu. Es el alma la que fluye. No ha tenido nunca más presencia, a pesar de que uno la tenga en consideración y la permita irrumpir a su antojo. Somos espíritu, aunque el cuerpo cobre sus peajes. Hoy me duele una pierna, una incomodidad pasajera, achacable a la inactividad. Una de las primeras cosas que haga cuando se nos desconfine será pasear. Lo haré rápido o lento, según piense con rapidez o con lentitud. He apreciado que uno pasea con más brío y determinación cuanto mayor es
 la perturbación que padezca. He tenido paseos de una liviandad primorosa. Otros se vistieron de tumulto, enredados en un paso brusco, sin que se invitara a la vista a que se recrease en el trayecto. En estos momentos, huérfano de caminatas, anhelo ese privilegio. Quizá más que ningún otro. Hago acto de enmienda y me comprometo con sincera voluntad a circunvalar el pueblo al menos una vez al día, no hace falta excederse, no creo que me creyese esa nueva faceta mía de aventurero pedestre. Tengo amigos que pasean con vocación infatigable, sé quiénes son. Les he visto y envidiado. Lo que nos ha traído este sindiós de la reclusión es, en parte, admirable, como si hubiese hecho falta una tragedia para que se reconstruyesen nuestros hábitos y surgieran (cada uno a su antojadizo capricho) otros nuevos, considerados fundamentales en adelante. Somos así los seres humanos. Sólo es nuestro lo que perdimos, no es la primera vez que apunto esa frase, no hay otra que fije mejor ese deseo de propiedad de lo que amamos, aunque carezcamos de ello. Entre tanto de lo que hablar y sobre lo que preocuparse, hoy he tenido esta ocurrencia privada, este anhelo íntimo, el de pasear. Creo que hasta tengo claro por dónde iría, qué calles torcería, cuáles me parecen imprescindibles. De poder elegir, pasearía Córdoba, no Lucena. No porque mi pueblo no me satisfaga, vivo feliz aquí, es mi pueblo, sino porque hay lugares de mi ciudad natal que ahora me parecen irreales, como si en lugar de haberlas vivido y paseado y sentido, fuesen obra de ficción, invención de alguna novela que se ha quedado más en la memoria. Al final, será verdad que somos literatura. Ella nos alimenta. El espíritu se abastece de ella, sin que percibamos esa injerencia fantasma, un poco irreal también, pero en ocasiones más hermosa y más perdurable que la propia realidad. Somos las historias que nos cuentan, somos infatigablemente todo lo que hemos escuchado, todo lo que hemos visto, todo lo que hemos fabulado.

18.4.20

En memoria de mi padre




En ocasiones, cuando se ponía sentimental, mi padre me concedía una parte suya que no era la acostumbrada. Abría el corazón, mostraba su parte frágil y más íntima. No siendo un hombre dado a estas intimidades, hacía que su hijo se sintiera feliz y me sentía esplendorosamente halagado, elegido en la recepción de un secreto, como si aquello que decía sólo tuviese ese momento para ser expresado y a mí se me encomendara la tarea de registrarlo. En una de esas debilidades tímidamente ofrecidas, me pidió que escribiera algo sobre él. Lamento que eso que me solicitó no tuviese respuesta, no accediese (no sé ahora las causas) a brindarle ese regalo que me requería . No había recordado esa conversación hasta este pasado miércoles, cuando lo enterrábamos. Fue un sepelio corto, también abreviado el velatorio, extremedamente aligerados de peso, convertidos en un acto privado en exceso. Mi madre, mi mujer y yo como únicos invitados a la ceremonia de su despedida. No son tiempos de celebraciones, ni las luctuosas y trágicas pueden extenderse, hacerlas a la manera conocida, la única y la más consoladora, la de la familia y los amigos (muchas veces los amigos son familia, qué placer eso, qué felicidad tener eso) alrededor del fallecido, confortando a su hijo y a su esposa, a su nuera, que lo quería mucho y era correspondido ese amor, y a sus nietos, de los que jamás se separó, aunque lo devastara la enfermedad y su cabeza se convirtiese en un marasmo de recuerdos que no podía expresar, porque perdió el habla y se comunicaba mal y a duras penas nos hacía comprender lo que pensaba. No he llegado a tiempo, se puede decir. He caído en la cuenta de que debo pagar esa deuda con él y conmigo también, aunque sea tarde, quién sabe si en realidad no lo es.
Tuve de mi padre la herencia más duradera, la que va por dentro, la mejor, confirmado por quienes nos conocieron a ambos y sostienen que yo soy una extensión suya. Suele pasar que los hijos se parecen a sus padres. Así nos dan la primera satisfacción, cantaba Serrat. Yo tengo su apresto físico (eso no lo confirmo, es opinión que escucho con frecuencia) y también atesoro la convicción de que una parte de él continúa en mí, eso no es privilegio únicamente nuestro, pero me consuela poseer esa certeza, entender que no se ha ido del todo mientras yo esté en este mundo. De él aprendí muchas cosas, algunas las he entendido tarde. Me contagió (mal verbo para estos tiempos) la devoción por el cine. No había actor o actriz del Hollywood rutilante de los años 50 o 60 que él no conociera, todos pronunciados a su antojadiza y andaluza forma, pero cabales en nombre y en apellido. Me hizo amar el cine. Una vez, como el que traspasa un objeto mágico, me dio una libreta de anillas en la que estaban anotadas cientos de películas que había visto en el cine. Nada de televisión aquellos años, el cine se disfrutaba en una sala grande. Escribía el día, el título y el cine en que la vio. 17 de enero. Mogambo. Palacio del Cine. Por eso abrí yo otra libreta hace 28 años, pudo haber sido antes. En ella hago lo que él hizo. No he dejado de ir apuntando ahí todas las películas y no voy a dejar de hacerlo. Que pasen de 3.000 en esos años es achacable a su desmedida memoria cinematográfico, confiada a la libreta de anillas que, por cierto, acabó lamentablemente perdida en una de tantas mudanzas. Me hizo amar el trabajo. Como tantos de los de su difícil generación, a falta de estudios, se tiró a la calle a echarse horas a las espaldas para traer el sueldo a casa. De ahí que yo respete el trabajo como un privilegio y cumpla en lo que buenamente pueda en su desempeño.
Hubo un tiempo en que se soltaba por Lorca. Recitaba de memoria cancioncillas y poemas cortos. "Me lo contaron anoche las lenguas de doble filo..." Jamás hubo en casa, a pesar de no andar sobrados de dinero, censura en el hecho de que el único hijo comprase libros. Eran una bendición en la casa y él, años después, cuando busqué vida y casa propia, se apostaba frente a nuestra biblioteca y admiraba su faraónico tamaño. Que yo escribiera y tuviera mi columna en el diario Córdoba, hace de eso un siglo, era su motivo de orgullo. Cuando la Diputación de Córdoba me publicó un libro de poesía, estalló en júbilo. A los demás libros que se me han editado acudía a las presentaciones henchido de noble satisfacción. Su hijo, el escritor. Eso de que yo escriba es herencia suya también. Entraba a diario a mi blog. No todo era de su agrado. Hay cosas que escribes que entenderás tú, me decía, despachándonos una caña en Curro, a la puerta de casa.
Luego enfermó. Cayó en la tristeza de no poder hablar. Son malos los ictus. El suyo le privó de las palabras, las que tanto amó. En adelante, tras esa desgracia, vinieron otras. Le amputaron la pierna. Le confinaron (otro verbo doloroso) en una residencia, Nueva Aurora, que fue su segunda casa y en la que fue querido y tratado como Dios trata a sus hijos. No tengo palabras (yo, que me precio de tener tantas) para expresar la gratitud hacia ese hogar sobrevenido y feliz, a pesar del rigor de no estar en el suyo, junto a mi madre, junto a su amada esposa. Mi mujer y yo le visitábamos a diario, salvo cuando alguna ocupación nos lo impedía. Hemos sufrido y hemos disfrutado esas visitas, las hicimos una extensión de nuestra existencia. Ya no será posible sacarlo a tomar café, escuchar sus parlamentos sin elocuencia, sus frases largas y perdidas de alambicada traducción, a veces imposible. No hay mucho más que añadir; de hecho, no sé si he añadido algo que de verdad explica lo que sentimos en casa (su nuera era una hija, no es una frase hecha). Fue muy duro despedirlo. Uno espera que en esos trances haya consuelo en los que lo querían, los que de corazón acuden y presentan su condolencia y su pesar, pero nada de eso fue posible. Mi madre, mi mujer y yo le dimos el adiós más íntimo que pudimos, ninguno parecido al que cualquiera deseara, en el que se constatase el amor y el dolor juntamente, el respeto y la condolencia. Ni sus amados nietos, Sara y Emilio, pudieron. Todo lo bueno que tenía ha venido devuelto con creces cuando ha dejado este mundo. Nos hemos sentido arropados, confortados en estos momentos durísimos. Se hacía querer el buen hombre. Era, machadianemente, una buena persona. Ni el rigor de la enfermedad, esa dureza de hierro perverso que lo devastó y le sentó en una silla de ruedas, robándole la voz y apartándolo de su casa, mermaron esa bondad suya que se le veía en los ojos y en los gestos. Descansa en paz, Pepe, papá, tu mujer, tus hijos (tuviste dos, aunque conste sólo uno), tus nietos y toda tu familia te tendrá en la memoria. Ese es el sitio en el que están las personas que se van. Ojalá tú estés con tu Virgen de los Dolores que tanto amabas. Ella te consolará y te tendrá bajo su abrigo. No me permito hoy tener ninguna duda sobre eso.

Uno de estos días, cuando amaine la tormenta cruel que tenemos encima, iré a la parte trasera de la estación de tren de Lucena, a la vera de la residencia bendita en la que estuviste. Me sentaré, echaré un cigarrillo y haré una foto del cielo y pensaré que me estás mirando.



14.4.20

Los otros



I
Da miedo pensar que se acaba muriendo uno sin haber sido
el coronel Kurtz en el Mekong,
Paul enjabonando a Jeanne en un apartamento
sin muebles en el París nihilista de los setenta,
Borges en las ruinas circulares,
Pedro Páramo en su pueblo de muertos,
Peter Parker besando a Gwen,
Sam Spade mirando al halcón maltés,
Paul McCartney cantando Yesterday,
T.S. Eliot cerrando un cuarteto,
Bill Evans componiendo una pieza para su sobrina,
Poe declarando su amor a la dulce Annabel Lee,
Miles Davis al arrancar So what,
George Bailey en Bedford Falls,
Freddie Mercury invocando a Belcebú en la rapsodia bohemia,
Dorothy en el camino de las baldosas amarillas,
B.B. King hablando a Lucille por primera vez,
Kubrick eligiendo a Strauss para ponerle música al cosmos,
Samsa despertándose en un apartamento en Praga,
Jimmy Page en el solo de Stairway to heaven,
Alicia cuando vio en el fondo de un sombrero a Lewis Carroll.


II
No habiendo sido ninguno de ellos, ser en cambio uno mismo a diario, no poder ejercer de otro, no ya los de antes, los de la época y los de las mitologías, sino los ofrecidos por el azar, los transeúntes, los que te miran en el parque, los que se ponen detrás tuya en una cola del supermercado, los que ponen la gorra en la avenida, los que detentan las responsabilidades, los que sostienen el mundo sin percatarse; ser ellos el tiempo suficiente como para prever lo que hacen y pasear las calles y dormir por saber qué sueñan. Quizá seamos iguales ahí, en los sueños. Iguales de un modo prosaico. Y caigamos en los mismos agujeros y elevemos idénticas cumbres. Pero de pronto anoche, a poco de caer vencido por el bendito sueño, pensé en qué pasaría si me levantase siendo otro. Si me sentiría a gusto en la piel bajo la que me aloje y si ese pensar opuesto - pongamos que no sea mío y difiera e incluso difiera mucho - me gustara y no desease volver al lugar inicial, al yo habitual, al que escribe casi todas las mañanas cuando se despierta o el que escucha jazz en los cascos blancos del móvil cuando pasea las calles (esa costumbre cercenada, la de pasear las calles) o el que entretiene su vigilia pensando en cómo hacerla más rica. Será que la veo pobre. Será que no sé vivir sin contarme el mundo que me ofrecen, aunque hoy esté de nuevo bajo estrictas condiciones de vigilancia. 

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...