2.4.20

Barcos y escuelas

Es imposible hacer un recuento de todo lo que hemos perdido en la escuela. De lo que estoy seguro es de que a pesar de todo es la mejor escuela que yo he conocido. Lo es porque son más los frentes contra los que hay que batallar para sacarla adelante y más preocupación en solventarlos. Antes, en el no siempre glorioso pasado, la escuela era una nave que se mantenía a flote a pesar de las embestidas del mar, que la zarandeaba y amenazaba con volcarla. Hay muchos buenos barcos en el fondo de los mares. Basta con que la tormenta malogre la estabilidad. En los años en que llevo ejerciendo de maestro, pronto harán treinta, jamás he visto que se hunda un colegio. Hay quien lo iza, quien lo hace emerger y navegar de nuevo. El símil marítimo explica la vocación de singladura de la enseñanza. Vamos avanzando, soportando tempestades, atracando en puertos que no conocemos, sorteando la mar gruesa y los cielos estrictos. De lo que hablamos es de la imagen que el colegio proyecta fuera, de lo que se percibe en la calle y en los medios de comunicación, en la realidad allende las paredes de los centros escolares. Lo que te desmorona, lo que hace que te sientas desesperanzado y triste, desencantado las más de las veces, es que el mar, ese mar bravío, encabritado, hostil a veces, esté dentro, esté en casa, y no pueda uno hacer que los que organizan la ruta y perfilan en sus despachos los trayectos, los itinerarios y los indicadores de garantía de que el viaje sea idílico - por qué no va a serlo - razonen lo errático de sus normas, lo muy alejadas que están de lo que es una escuela y de cómo funciona. 

Hemos perdido la inocencia, aunque quizá nunca la tuvimos. Ahora estamos más cercanos a la indignación. Se nos indigna continuamente, nos obligan a mirar con desconfianza, a pensar que los que administran la cosa educativa pública saben poco o no saben dejarse aconsejar por los que pueden saber algo más o saben, bueno, vale, sí saben, pero no se arriesgan a usar el sentido común, el que a veces no coincide con los programas de los partidos y con el hipotético beneficio de las urnas. Vendidos estamos. Siempre lo estuvimos, a mi entender, pero lo de ahora es más evidente, se manifiesta con más crudeza, se percibe con una más honda impotencia. Porque no podemos hacer otra cosa que acatar y cumplir.  Porque no podemos hacer otra cosa que acatar y cumplir. Se acata y se cumple con la misma entereza profesional incluso entendiendo lo ineficaz o lo absurdo de lo mandado. Somos un gremio obediente los maestros. De tan acostumbrados a lidiar con problemas, hemos llegado al infeliz punto en que las cosas bien hechas merecen el elogio que no debería hacerse. Lo normal, lo ajustado a la lógica, se está convirtiendo en un anomalía. De ahí viene que uno festeje las briznas de sentido común y desee que duren y no sean flor de un alegre día. Los de ahora son terribles. Se ve en la escuela, aunque esté cerrada. Las escuelas son las casas. Hemos movido el escenario. 

La honradez, el deseo de que la escuela, por mucho que se la desprestigie o ignore, no acabe volcada en tiempos de mar picada, hace que sea ésta de ahora la mejor escuela de siempre, la que está mejor formada, la que ofrece una formación más integral, en la que se crean mejores personas, personas más sensibles, con mayor preparación cultural. Creo que acabo de dar con la palabra a la que no hemos prestado atención o a la que no se ha querido dar la atención debido: cultura. Esa es la clave para que no se acabe desmadrando un país y cada uno campe a sus anchas y mire sólo el ombligo que le ocupa el centro de la panza. Si la cultura se dignifica y se le concede el puesto de preeminencia que merece, el mundo giraría mejor, lo haría con más elegancia, no ofrecería la triste evidencia de girar a saltos, a lo loco, de que no han servido todos estos milenios de convivencia para encontrar un modo de aceptarnos y de querernos. Será que no nos aceptamos o que no hay motivo alguno, ninguno razonable, útil y práctico, para que nos queramos los unos a los otros. 

A falta de esa falta de amor, la que sale perdiendo siempre es la escuela, que es el fundación primera del hambre de vida. Es en la escuela en donde aprendemos a amarnos, a considerar la belleza del mundo. Los maestros tenemos la encomienda de hacer que el mundo que está por venir sea mejor del que transcurre y, por supuesto, infinitamente mejor que el ya transcurrido. Se nos pone esa dura empresa entre las manos, pero luego se nos desatiende. Incluso en el peor de los casos, no es que no caigan en que existimos y tenemos voz y alma y corazón y profesionalidad a espuertas: lo terrible es que se nos zancadillea, se esmeran en colocar obstáculos en el camino, en hacer que el tiempo del que disponemos se reparta en registrar más que en enseñar, en rendir cuentas más que en enseñar a contar, en formalizar papeles más que en hacer alumnos formales, en convertir la escuela en una máquina de hacer estadísticas; estadísticas que casi nunca son verdaderamente útiles o estadísticas que nosotros conocemos sin necesidad de gastar más tiempo del necesario en hacer que consten. 

La escuela es un milagro cotidiano. Parece mentira que salga adelante, sorprende que no haya desánimo en los obreros que la abren y la cierran, las piezas canjeables de maestros que van y vienen y se dejan la vida - literalmente - en hacer las cosas lo mejor que pueden. Y pueden mucho y saben mucho y de ellos es la responsabilidad de que el futuro sea mejor que el presente e infinitamente más feliz que el pasado. Luego están los registros, las urgencias de los políticos, la incapacidad que en ocasiones demuestran para gestionar la escuela, en la que no entran, de la que saben cosas de oídas, sobre la que recae, al cabo, tanto y tan delicado. No has habido mejor escuela que la de ahora. Ninguna. Ojalá sea ésta la peor que se recuerde. Ojalá la tormenta amaine y cunda entre los que mandan la idea de que no se toca (no sin cabeza al menos) la educación. Ni en tiempos de cólera (lo son los de ahora), ni en los de bonanza (ya llegarán). Parece la educación un trozo de pastel al que de pronto todos los invitados que van llegando a la fiesta quisieran cogerle un trozo. 

No sé el porqué de esta preocupación mía reciente por la escuela. Tal vez el desencanto diario de no poder ir. Se la echa en falta, se tiene la idea de que es más nuestra cuanto más lejos la tenemos. Añora uno mucho de ella. Es más nuestro lo que perdimos, escribió Borges. Pues es mía la escuela, no de un modo diferente a cualquiera que sienta la misma extrañeza que yo, pero cada uno transcribe esa extrañeza de una manera particular y la traduce a su antojo. Cuando volvamos, espero que no se alargue en demasía el regreso, parecerá que todo fue una especie de desvarío, un delirio. No es solo la escuela, es el mundo el que habrá cambiado. Por mucho que en apariencia parezca el mismo será un mundo distinto. Ojalá este mala experiencia cumpla una función: la de hacer que amemos más la escuela, que la sintamos nuestra y la prestigiemos más. Los que la vivimos a diario en el confín de sus clases y de sus pasillos y los de afuera, los que la legislan. Se me ocurre pensar en ellos, en si habrán tomado nota de que los maestros trabajamos también en casa, mucho más de lo que se cree, pero tal vez no haya que insistir más por ahí, por el camino del elogio interno, aunque visto lo poco que cunde afuera ese elogio bien vale que de vez en cuando nos lo demos nosotros. 

Todo esto no son nada más que ideas sueltas, voluntos de un maestro desubicado. Que vaya bien el día en casa. A ver si pronto nos desconfinan. 

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