De una novela espera uno la restitución íntegra de un mundo. De sus tramas, a poco que se involucran los sentidos en su lento desprecintado, lo que se espera es la rendición mágica de un secreto, de algo que está protegido, a resguardo de las inclemencias de las estaciones, ocupando un sitio al que únicamente se accede si se enarbolan ciertos estandartes y se pasan ciertas pruebas. Una de ellas es la que hace que perdamos por completo la credulidad. Para leer una novela, hace falta fe, la que se dispensa en otros asuntos del espíritu, la que concierne a lo que trasciende. En una novela, en una en donde uno penetre y en donde elija residir durante la travesía que ofrece, suceden cosas que no se olvidan jamás, aunque no las tengamos de continuo a mano, ni sepamos en conciencia que tenemos propiedad sobre ellas. En la memoria, al modo en que se procesan, estabulan, miman y finalmente se aman los recuerdos, alojamos las partes que más nos afectan. En ese hilo de las cosas, uno es a veces lo que ha leído. O más extensamente contado: lo que uno ha leído a lo largo de su vida se imbrica con lo que ha vivido de manera que llega un momento en que no discierne qué es real y qué fabulado, qué empresa fue franqueada por la voluntad propia y cuál lo fue por la del autor que nos persuadió de que nos la creyésemos.
Leer es una forma velada de escribir, una que no se ejerce, una invisible. El que escribe, lee; quien lee, a su modo secreto, escribe. No hay escritor que no se convierte en su lector más exigente. Por eso a veces la criba no pasa: porque pesa más el lector. Se crea una insatisfacción. Anoche, no muy tarde, comencé un cuento que no pasó la prueba. Lo abandoné a poco de arrancarlo. No me sentí dueño de lo leído. No tenía esa propiedad maravillosa de algo que va creciendo. La literatura es una especie de refugio para insatisfechos. Podemos inferir que el escritor y el lector son, en realidad, la misma cosa. El que escribe se hace lector de sí mismo. El que lee se convierte en el escritor que no ha sido. Pienso ahora en Borges y en su Pierre Menard, un poco estrambóticamente, cuando escribió El Quijote, que ya había sido vertido siglos antes por Miguel de Cervantes. Pienso en la creencia sostenida de que cada libro está hecho para quien lo lee. Como si una lectura compartida, que suscite el diálogo, invadiera un territorio sensible al que uno ha accedido mágicamente y que no consiente (no es cierto, solo es un supuesto útil a esta reflexión) que sea democratizado. El amor no se democratiza. Le pertenece a uno. El objeto amado no es un paraíso para todos sino un búnker onanista, un país para un único habitante.
La novela que acabo de empezar (que no nombraré, para no desalentar a quien desee acometerla) me ha durado ochenta páginas. No he sido el lector que la esperaba. No se trata de fustigarla, tendrá sus lectores, los que no leen lo que yo, todos los que pensarían que mi peor cuento (el que yo considero mi peor cuento) es bueno y merece ser contado. Leer, añadidamente, no es una obligación. Cuántas novelas he dejado de leer, cuántas no me intrigaron, ni me dejaron lenta huella mientras las desmenuzaba. Por las otras, por esa literatura amatoria, es por lo que leer sigue siendo uno de los mayores placeres que podamos tener. No sé si ahora, confinados, leemos más. Yo leo lo de siempre, soy constante en eso, desde hace muchos años, pero trasnocho más, me pierdo en el horario y pierdo la brújula de las horas.
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