22.4.20
Las librerías en los tiempos del cólera
Nos salvarán la cultura y la belleza. Por más que gastemos las palabras, algunas heridas por el abuso, retirado de su significado el asombro y la eficacia, son ellas las que contienen la vacuna contra el desquicio y contra la maldad. Por eso es bueno que en estos tiempos de oscuridad prenda la luz de los libros, brújulas en mitad de la noche metafórica en la que se nos ha arrumbado. Con limitaciones, con las medidas de precaución aplicadas a todos los ámbitos de lo público, las librerías deberían abrir, ofrecer su inventario de recetas y de bálsamos. Podría aducirse que la compra de libros es factible a través de la venta online, pero es de la librería como templo de la vida de lo que hablo. No hay pueblo que haya sobrevivido ajeno a su influjo. Es más, los países de un progreso más consolidado y justo se han forjado por la cultura de sus ciudadanos. No entro en la discusión sobre si los políticos deberían ser los primeros que se avituallaran de libros para ejercer con más hondura y sensibilidad el cargo que se les otorgó en las urnas. Tenemos una clase dirigente pobre en asuntos librescos. Se advierte a poco que se les escucha, se limitan a difundir las consignas del partido y flaquean cuando se salen de la lección aprendida en las aulas de su ideología. Lo de salir al balcón y ponerse a tocar la guitarra o a vitorear al cuerpo de sanitarios (extendido por lo común a todos los gremios que contribuyen a que los recluidos vivamos más confortablemente en casa) es una evidencia de la solidaridad, nada que objetar a eso, pero todavía no se ha inventado un gesto que premie la sensatez, la cordura y la mesura que da la cultura, que es un término extenso y del que nos interesa la parte que fomenta la inteligencia y la sensibilidad de quienes la persiguen y cuidan. Que el libro es un objeto de primera necesidad es tan evidente como la inclusión en esa lista protectora de mascarillas, guantes o geles hidroalcohólicos. Las garantías sanitarias serían máximas, cómo no, pero dudo mucho que el habituado a comprar libros se ponga brusco y no observe los protocolos recomendados. Se tiene la idea de que la persona culta es, por añadidura, educada. Es la educación la que se expende en las baldas y en las mesas de las librerías. Hay países que han acometido con esperanza esta medida (Bélgica, Italia, que yo sepa) y las ventas se dinamizan, aunque no sólo se esté reflotando el comercio: también se implementa un bien incontestable, manifiestamente terapeútico, que consiste en permitir que leer nos sane. Habrá libros en nuestras casas que requieran tres vidas, de las que el lector obviamente no dispone, pero es otra la cosa encomendada, es la de disfrutar del hecho de elegir qué leer y tener a mano un dispensario que satisfaga esa voluntad privada y preciosa. Sí, las palabras se gastan a medida que se usan y a veces se queman, pierden todo su apresto connotativo, pero yo apelo al símbolo. Vivimos de eso, de símbolos. Seguirán cerradas las salas de conciertos, los cines o los museos, lugares propicios para el desempeño de esa cultura y de la economía de todos los que se ganan su sustento a través suya, pero la librería es la madre de todos ellos, juntamente con las bibliotecas. Le damos conforte y consuelo al cuerpo, ese es la máxima conocida, pero dejamos desguarnecido el espíritu, que no siempre precisa de una despensa llena y un botiquín abastecido. Etérea y sentimental mi ocurrencia, pero lo etéreo y lo sentimental hacen que la vida continúe y lo haga esplendorosamente, ajena al trajín obsceno que la pervierte y hiere.
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