20.4.20
Pasear
En cuanto tenga un hueco, nada más contenerlo y saber que me pertenece, hago recuento de todo lo que he aprendido en estos días. No debe ser un escrutinio ligero, en el que se privilegie lo accesorio, sino uno de más arrimo espiritual. Si algo hay que puja como espuma en una fuente que fluye, es el espíritu. Es el alma la que fluye. No ha tenido nunca más presencia, a pesar de que uno la tenga en consideración y la permita irrumpir a su antojo. Somos espíritu, aunque el cuerpo cobre sus peajes. Hoy me duele una pierna, una incomodidad pasajera, achacable a la inactividad. Una de las primeras cosas que haga cuando se nos desconfine será pasear. Lo haré rápido o lento, según piense con rapidez o con lentitud. He apreciado que uno pasea con más brío y determinación cuanto mayor es
la perturbación que padezca. He tenido paseos de una liviandad primorosa. Otros se vistieron de tumulto, enredados en un paso brusco, sin que se invitara a la vista a que se recrease en el trayecto. En estos momentos, huérfano de caminatas, anhelo ese privilegio. Quizá más que ningún otro. Hago acto de enmienda y me comprometo con sincera voluntad a circunvalar el pueblo al menos una vez al día, no hace falta excederse, no creo que me creyese esa nueva faceta mía de aventurero pedestre. Tengo amigos que pasean con vocación infatigable, sé quiénes son. Les he visto y envidiado. Lo que nos ha traído este sindiós de la reclusión es, en parte, admirable, como si hubiese hecho falta una tragedia para que se reconstruyesen nuestros hábitos y surgieran (cada uno a su antojadizo capricho) otros nuevos, considerados fundamentales en adelante. Somos así los seres humanos. Sólo es nuestro lo que perdimos, no es la primera vez que apunto esa frase, no hay otra que fije mejor ese deseo de propiedad de lo que amamos, aunque carezcamos de ello. Entre tanto de lo que hablar y sobre lo que preocuparse, hoy he tenido esta ocurrencia privada, este anhelo íntimo, el de pasear. Creo que hasta tengo claro por dónde iría, qué calles torcería, cuáles me parecen imprescindibles. De poder elegir, pasearía Córdoba, no Lucena. No porque mi pueblo no me satisfaga, vivo feliz aquí, es mi pueblo, sino porque hay lugares de mi ciudad natal que ahora me parecen irreales, como si en lugar de haberlas vivido y paseado y sentido, fuesen obra de ficción, invención de alguna novela que se ha quedado más en la memoria. Al final, será verdad que somos literatura. Ella nos alimenta. El espíritu se abastece de ella, sin que percibamos esa injerencia fantasma, un poco irreal también, pero en ocasiones más hermosa y más perdurable que la propia realidad. Somos las historias que nos cuentan, somos infatigablemente todo lo que hemos escuchado, todo lo que hemos visto, todo lo que hemos fabulado.
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