Hay narraciones que penden de un hilo tan fino que cualquier arrimo de aire las hace caer y desgraciarse. No sé cuál hilo malogra que “Adolescencia” sea una serie televisiva excelente. La historia, que puede verse en Netflix, se despacha en cuatro episodios de factura cinematográfica soberbia. Se queda uno prendado de que se haya encomendado su filmación al plano secuencia, tan delicado, tan huérfano a veces de la hondura de un montaje.
Hay más consideraciones que hacen de esta miniserie (cuatro episodios de poco menos de una hora) algo recomendable. La cámara es la madre de la trama, hace que se extienda con sobrecogedora naturalidad, imbuye al espectador en un escenario de un realismo al que no estamos acostumbrados. La vida no deja de ser un enorme plano secuencia. La cámara que llevamos incorporada se parece a un corazón que late infatigablemente y no se arredra ante nada. Lo que hace Philip Barantini, del que no conocía nada y al que seguiré en adelante, es verdaderamente loable. Mira asépticamente, no se involucra, se limita a filmar, lo cual es de agradecer, aunque sentí algo que me desconcertó milos: en ese primor de serie, de verdad que es recomendable, eché en falta una autoría narrativa, lamenté que la ficción que se me entregaba careciera del pulso de la creatividad, limitada (no poco eso) al endiablado trajín del objetivo como una lapa cotilla.
Todo sucede con pasmosa limpieza en “Adolescencia “. Y no es que la pulcritud sea una anomalía o una falta, pero yo hubiese deseado un descarrilamiento de la verdad, una especie de construcción más controvertida, en la que se subraye lo singular, la diferencia, esa contundencia que en algunos autores podría resultar grosera al volcar un material tan sensible como este, pero que puede conducirse con mayor desempeño metafórico o simbólico o simplemente, excusad mi incertidumbre semántica, en un tratamiento menos formalista, que airee no la verdad, tan cartesiana y gris, sino su periferia, la posibilidad de que lo que no se dice cuente tanto como lo explicitado.
Podría exasperar a quien desee que la acción lo ocupe todo, no es mi caso, pero admito que hay minutos huecos, estáticos, hechos para que tengamos una más sólida convicción de que se nos está invitando a que únicamente miremos, sin la más mínima incitación a que mirar contraiga algo más. La sobriedad hace de argamasa.
Ha habido pocas series de televisión que me hayan afectado más que esta: no solo por la terrible historia del adolescente acusado del asesinato de otra adolescente, ni por la indagación psicológica de las causas que pueden inducir a que un chico normal (cuál lo es, quién de nosotros es normal) se convierta en un monstruo, sino también por la orfandad de todos los intervinientes en la trama. La familia normal (no rota ni inductora de un desquicio) es la de cualquiera. La serie hace recaer la culpa en la sociedad, y probablemente parte de esa culpa provenga de ella, pero qué hará que otros adolescentes no permitan que el veneno del mal los embrutezca y los arroje a la perdición absoluta, más allá de la absurda retirada de la vida que arrebatan.
Contiene, no obstante, interpretaciones colosales: hay un depósito de contención que impide que algo tan frágil se descarríe. Incluso los tramos en los que se exige una sobredotación de rabia (la del padre, tan perdido) se explicitan con una mesura que se agradece, si se me permite el oxímoron. Con todo, es serie de ver, de hacer que su ración de espanto haga que reflexionemos sobre el mundo que estamos creando, sobre la juventud (también precipitada a algún abismo que no conocemos) y sobre los arquetipos de la masculinidad y de las relaciones sociales que ser trenzan y destrenzan en las fantasmagóricas redes sociales.