20.2.25

Ser John Wayne


 



Anoche mi amigo J. me trajo esta fotografía que encontró en su móvil. No recuerdo cuándo se la envié. No importará. El tiempo es una cosa extraña. Y me acordé de mis años en la calle Jaén y vinieron José Ignacio, José Luis y Pepe. Ahí debemos andar los tres. 

Y sí, yo sigo siendo John Wayne. 

I/ Fundación de la épica

Al principio no fue el verbo ni tampoco la palabra izada en el cielo como un gran sombrero con un conejo dentro. Al principio, en el instante en el que la tierra bramó árboles y montañas, ríos y criaturas, ya estaba John Wayne. Ahí le ven, interrogándose sobre la naturaleza caótica del cosmos, contemplando el triunfo de la luz sobre las tinieblas, esgrimiendo su Colt como único discurso frente al desquicio de las horas. Un John Wayne imberbe, un John Wayne sin curtir todavía, un John Wayne miope y sin montura, fantaseando con la posibilidad de que la calle Jaén sea en realidad Monument Valley y esté John Ford detrás de la cámara registrando el prodigio. Yo era John Wayne en 1.970. Para que alguien sea John Wayne no se precisa conocerlo, ni haber visto un sólo western, ni montado a caballo, ni enfundado un Colt. Luego fui Peter Parker y fui Spiderman. Durante años los tres (Peter, Spidey y yo)  compartimos madre, padre y abuela. Un buen día (no sé si realmente fue bueno, pensado ahora) les dije adiós y no fui nadie en adelante, salvo Emilio Calvo de Mora Villar. Ni mi padre, ni mi madre, ni mi abuela advirtieron mi renuncia, ni apreciaron que yo hubiese decidido sentar cabeza. Más tarde la cabeza se levantó como a veces lo hacen las cabezas. Tampoco se percataron, suele pasar que la familia no está pendiente de las cogitaciones heroicas o superheroicas de sus vástagos. 

II/ Fundación del caos

Si no hubiese conocido a John Wayne o al trepamuros probablemente no habría entrado Kafka en mi vida. Sin Kafka no habría conocido a Musil. Sin Musil jamás hubiese tenido ocasión de penetrar en Benjamin. Ni en Kirkegaard. Tampoco Pessoa o Bukowski. Vestido de John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, hacia 1.970, mi cabeza era una cabeza mansa y protegida de perturbaciones, convencida de estar en el mejor de todos los mundos posibles, ajena al vértigo y a la fiebre del mundo verdadero que bullía (colérico) por ahí afuera. Mi niñez fue siempre fábula de fuentes. Fui el niño miope sin hermanos que recorría el Volga con los ojos cerrados y visitaba los mares del Sur en el rutilante blanco y negro de Raoul Walsh. Ninguno de las cosas que me hicieron vivir después de ser John Wayne guardan relación con ser John Wayne y salir a la calle sin que Kafka te haga caer en la cuenta de que poco a poco, en silencio, inadvertida y fluidamente, el caos va ocupando tu cerebro y el miedo a no volver a ser John Wayne se instala en tu corazón y ya nunca sale. 

III/ Fundación de la rutina

Buscaba ser feliz y me cobijé en un libro. A cierta edad los libros son bálsamos, soluciones farmacológicas, pócimas de una magia antiquísima. No recuerdo haber leído nada en la época en que yo era John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, en 1.970. Faltaban muchos años para que yo encontrase calor en un libro. No sentía frío o lo sentía y no advertía el daño que el frío me estaba produciendo. Cuando uno es feliz y lo es sin dobleces ni oraciones subordinadas, no hace falta engañar al reloj y buscar consuelo en las historias que forjan los otros. Eres tú el que las inventa, tú el que se aventura por el miedo y vuelve lleno de barro y con un cardenal en la rodilla, pero ufano y feliz, convicto de intriga y de asombro, esclavo felicísimo del juguete que es uno mismo. 

IV/ Fundación de la religión

Detrás del disfraz de John Wayne, allá donde uno deja la pistola, la placa del sheriff y el sombrero clásico, ahí, en ese lugar mágico, está Dios. Un Dios al acecho, uno atento a las mareas y a las cosechas, que aturde sólo con nombrarlo y que tutela nuestro lento y ceremonioso ingreso en la sombra. En 1.970, cuando yo era John Wayne, un John Wayne bizco y manso, noble y generoso como casi ningún Wayne de ninguna otra infancia, yo no creía en Dios. Yo creo que nacemos laicos. Los dioses nos los van metiendo como la tabla de multiplicar y la costumbre de saludar cuando se entra en un sitio. Al poco, conforme fui abandonando el paisaje (me lo quité sin saber el precio que habría de pagar por ese sencillo gesto) se me instaló una conciencia macabra de la divinidad. Me fue devorando por dentro, me fue iluminando por dentro, me fue creciendo hacia afuera, cuidando de que mi yo heroico, el yo épico de 1.970, no muriese del todo. Ahí anda quizá todavía. Agazapado. Sale a veces. Tímidamente sale. Se enseña. Dice: mirad, ya no soy John Wayne, soy Emilio Calvo de Mora Villar, soy Bill Evans en el Carnegie Hall, soy Humphrey Bogart con su halcón maltés, soy torpemente Funés el memorioso, soy el niño escondido en un barril lleno de manzanas a salvo de todos los piratas de las librerías. En el fondo, he aquí la biografía de quien siempre quiso quedarse en las páginas de la Marvel, en las historias del Jabato y del Capitán Trueno, en las películas de Errol Flynn en los bosques de Sherwood y en el patio del colegio Fray Albino con Raúl, José Luis, Segura y Lendines. Pero me quité el disfraz de John Wayne y Dios me alistó en su nómina de perplejos y de alucinados.

V/ Fundación de la mística

Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente las cosas, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura.

VI/ Fundación del después

La fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras. El que enfermó de metáforas y sanó en las metáforas. El que se aprendió la historia del mundo debajo de las barbas del león de la Metro. El que se prendó de la música del idioma de Milton y de la voz de Sinatra en sus discos de la Capitol. Ninguno de esos que luego se presentaron estaba en ése que apunta con su Colt al fotógrafo (mi padre, supongo) sin interés alguno en dañarlo. Como diciendo: te puedo matar, pero la pistola es de juguete. Como aligerando la gravedad del gesto con un mohín parvulario, con una evidencia de lo frágil que en ese edad puede llegar a ser uno. Más tarde la edad hace sus estragos, se cobra sus peajes, nos cuenta: te puedo matar, pero las palabras con las que te amenazo son de juguete. Como aligerando también la gravedad del texto con una posdata frívola, con una de esas golosinas que con frecuencia nos pone en los labios para que, al mordisquearla, al sentir cómo se funde con la saliva y explota en la garganta, apreciemos el gozo de las pequeñas cosas. Se registra lo pequeño. Se guardan las cosas que apenas molestaron. Más tarde es cuando las entendemos. Produce zozobra que seamos el mismo que hace cuarenta y cinco años. Zozobra y perplejidad. No entra en cabeza sensata que algo de aquel yo persista en el yo de ahora. Se deben haber perdido cosas, las que se ganaron debieron ocupar el sitio de las que sobraban. Piensa uno que fue John Wayne y hasta puede que no sea cierto. Cree uno haber sido muchas cosas, pero la realidad es que no fuimos tantas. Quedaron los deseos de ser otros, fueron esos deseos los que persistieron e hicieron que ahora (el ayer no existe, el ahora es leve, el mañana es falso) nos dé por ocupar el tiempo con estas frivolidades de quiénes pudimos ser y durante cuánto tiempo, pero sobre todo, con qué motivo, cuál fue la razón que nos empujó a fascinarnos por los demás y fantasear con la posibilidad de convertirnos en otros, en héroes y en dioses,  El Emilio que vino después siguió siendo hijo y luego fue padre. No se cree nadie que el de la fotografía llegase tan lejos, hiciese todo lo que hizo, escribiese algunos libros, y leyese cientos y cientos de ellos,  viajara a sitios muy lejanos, mantuviese amigos de esa infancia y nos los perdiese (como se suele) por el camino, encontrase el amor y el amor lo encontrase a él o como quiera que pasara o como todavía sigue pasando. No soy yo el de la fotografía, cómo habría de serlo, de qué manera podría entenderse que ese muchacho delgaducho (yo fui muy delgado, yo fui muy delgado, de verdad) viviese todos esos días y durmiese todas esas noches para estar ahora, sábado por la tarde, sentado frente a una pantalla escribiendo como suele, sin saber bien los motivos de la escritura, pero tampoco entiende los motivos para no escribir, de modo que pesa más el deseo de hacerme oír, de contarme las cosas por ver si a fuerza de pensar en ellas acabo por comprenderlas, aunque no tengo confianza en que nada de lo que haya hecho o nada de lo que haga en el futuro zanjará esa incertidumbre que lo mueve todo. Hoy me hizo nuevamente feliz ver la fotografía de 1970 en la que soy John Wayne, y sin tener ni idea de quién era el tal John Wayne, qué cosas. 

18.2.25

Comparecencia de la primera lagartija


 En un acto aleatorio de generosidad, el camaleón decidió no cambiar de color y así permitir que cualquier depredador desaprensivo tuviera la grosería de zampárselo. Esa disfunción cromática promueve el argumento del suicidio animal como el contrario, hacer surgir el milagro del color, el de la perseverancia en el ser, a pesar del rigor de la vida y de sus avatares y miserias. Hay criaturas que se desgracian solas. No las mueve ninguna tragedia, ni piensan siquiera en el futuro cercenado por una decisión desafortunada. No sabemos nada de lo que ocurre dentro de la cabeza de un camaleón o en la de nuestro vecino del bajo izquierda. Es probable que no ocurra nada en ninguna o que todo lo que sucede esté bien pensado y ambos procedan con absoluta convicción. 

Ayer vi la primera lagartija en el patio de mi casa a la caída de la tarde. Era diminuta, no como algunas que amedrentan por el tamaño y hacen pensar en terribles animales intimidatorios. La encontré timorata, parca en genio, un poco embobada en su porción de cal, no maniobraba con el desempeño y la determinación que suele cuando el buen sol la acaricia con su cálido abrazo y el horizonte es una utopía asequible. Se ausentaría al personarse el frío, se apremiaría a dar con un refugio en el que no verse importunada y pasar la noche a salvo de la grosera intemperie. Pensé en si su cabecita reptil urdió una rendición o sencillamente se guareció en alguna rendija de la pared o en el recreo del tejado. No sabe uno si las lagartijas que habitan su patio son legión o tan solo unas pocas han hecho en él su residencia. Temo que sea de una de esas lagartijas que maquinan desenlaces expeditivos a la trama de su existencia y se haya dejado comer por otra de su especie o un pájaro la haya alojado en su boca. Me acostaré con esa preocupación. Me felicitaré si es la única. 

Novelarse

 De una novela espera uno la restitución íntegra de un mundo. A poco que se involucran los sentidos en su lento desprecintado, lo que se espera de ella es la rendición mágica de un secreto, de algo que está protegido, a resguardo de las inclemencias de las estaciones, del bregar del tiempo, ocupando un sitio al que únicamente se accede si se enarbolan ciertos estandartes y se pasan ciertas pruebas. Una de ellas es la que hace que perdamos por completo la credulidad. 


Para leer una novela, hace falta fe, la que se dispensa en otros asuntos, la espiritual, la que concierne a lo que trasciende.  En una novela, en una en donde uno penetre y en donde elija residir durante la travesía que ofrece, suceden cosas que no se olvidan jamás. En la memoria, al modo en que se procesan, miman y finalmente se aman los recuerdos, alojamos las partes que más nos afectan. 


En ese hilo de las cosas, uno es a veces lo que ha leído. O más extensamente contado: lo que uno ha leído a lo largo de su vida se imbrica con lo que ha vivido de manera que llega un momento en que no discierne qué es real y qué fabulado, qué empresa fue franqueada por la voluntad propia y cuál lo fue por la del autor que nos persuadió de que nos la creyésemos. 


Leer es una forma velada de escribir, una que no se ejerce, una invisible. El que escribe, lee; quien lee, a su modo secreto, escribe. No hay escritor que no se convierte en su lector más exigente. Por eso a veces la criba no pasa: porque pesa más el lector. Se crea una insatisfacción. 


La literatura es una especie de refugio para insatisfechos. Podemos inferir que el escritor y el lector son, en realidad, la misma cosa. El que escribe se hace lector de sí mismo. El que lee se convierte en el escritor que no ha sido. Pienso ahora en Borges y en su Pierre Menard, un poco estrambóticamente, cuando escribió El Quijote, que ya había sido vertido por Cervantes. 


Pienso en la creencia sostenida de que cada libro está hecho para quien lo lee. Como si una lectura compartida, que suscite el diálogo, invadiera un territorio sensible al que uno ha accedido mágicamente y que no consiente (no es cierto, solo es un supuesto útil a esta reflexión) que sea democratizado. El amor no se democratiza. Le pertenece a uno. El objeto amado no es un paraíso para todos sino un búnker onanista, un país para un único habitante. 

16.2.25

Más Mala fe


 No hay mal sitio para un leer un buen libro. Ni para el amor propio. Ni para el humor bienintencionado. 

Dije que daría la tabarra, la matraca. Mala fe estará el 19 en su librería favorita y pueden acudir a Mahalta Ediciones y amablemente se os servirá en casa. 

Sigo leyendo…

13.2.25

Mala fe

 



Cuento aquí con entusiasmo que en pocos días estará en librerías Mala fe, mi primera novela, que generosamente me publica Mahalta. Seré un martillo pilón en los días venideros, os daré la tabarra, la matraca, habrá fuegos de artificio, grandes masas orquestales, hablaré de mi novela, seré una máquina de propaganda, un niño festejando el mejor de los juguetes. De momento, a falta de que llegue a casa la caja con algunos ejemplares, de que se lea, dejo aquí  la primera fotografía del neonato. Ha venido lustrosa la criatura. La portada es una maravilla que me ha regalado Fernando Oliva. Será presentada en Madrid el 14 de marzo y tendrá dos inmejorables presentadores. Me permitiréis que hoy en mi cabeza solo haya novela. No creo que la desocupe en algún tiempo. 

10.2.25

Dietario 30 / Desocuparse

 En desocuparse tarda uno más que en dar en lo que aplicarse y extenderse. No hacer nada es difícil. Hay quien ha logrado altas cotas de eficiencia en esa disciplina, pero se advierten descuidos, gestos que hacen pensar en que esa circunstancia insólita está a poco de desvanecerse y regresar la actividad, al ejercicio, a la comisión de algo que requiera una voluntad o una obligación. Los más fajados se ven a veces inquietados por la inminencia de algo inevitable, que pugna y se enseñorea. Mi abuela decía que yo no paraba quieto. Decía te comen los nervios. Ella era contenida, determinada a no acometer ninguna empresa, por pequeña que fuese, que malograra aquella virtud suya, la de estar consigo misma, la de la hospitalidad privada, supongo, la de no importunarse por casi nada, la de la mansedumbre. Ignoro qué bullía en su cabeza. Igual era un hervidero de moscas zumbando a su secreto modo. Ninguna de esas hipotéticas moscas alteraban su rostro granítico, esa disposición corporal en la que no faltaba  ni sobraba nada. Las veces en que he probado a manejarme en no pensar o en entretenerme con la pura nada he fracasado estrepitosamente. Acuden caballos, veo amaneceres, caigo en la cuenta de que no hay leche o mermelada de ciruelas en casa, me da por recordar a un amigo al que presté un disco de Weather Report, escucho la voz de mi madre diciéndome por la ventana sube, ya es hora, te dije que a las siete arriba, planeo el viaje que haremos en julio, pienso en una novela que me está dando bocados y pide que la transcriba y, sin embargo, presiento el atisbo (tenue, no crean) de cierto arrullo de lo hueco, esa bonanza de la absoluta inacción. Cuando logro o creo estar a punto de lograr mi propósito, sanciono el motivo que lo animó y me da por escribir o por poner en orden la casa o me vence con su titánico empeño el sueño. La cosa es no estar contento con nada y ni siquiera, ya arropados por la nada, considerar que se está bien y no se echa en falta la tralla, la jarana, la danza loca de la cabeza cuando se ve sola y no se gusta. Tal vez se precise saber estar solo y no siempre se sabe. 

Recitativo del hambre

 He aquí la oveja que al abandonar el aprisco se vio de pronto en el descuido de la noche, sola y desvalida, temerosa de que el lobo rondara, pero el lobo se hace cargo de la res y se conmueve como nunca antes y hace reparos al hambre y se queda mirándola como si fuese la primera oveja que viese y una ternura novicia lo reconcome por dentro. Ah, lobo, le dice los otros lobos, qué haces, por qué no tienes manchada la boca en sangre, qué hizo la oveja para ablandar ese corazón de piedra. Lobo calla, otorga, está contemplando a la oveja que ha abandonado el aprisco y se ha visto de pronto en el descuido de la noche, sola, desvalida, temerosa de que él rondara, pero él ha comprendido algo que no estaba antes a su alcance de lobo. Quizá la oveja también entendió algo que no estaba a su alcance de oveja cuando abandonó el aprisco y probó la intemperie, el ruido del miedo, la velocidad de las lágrimas. Ni las demás ovejas se percatan del extravío. Alguna caerá en la cuenta, dónde está la que falta, éramos la disciplina y la mansedumbre, se ha abierto una brecha, algo terrible está a punto de suceder. También los otros lobos se percatan del extravío. Alguno caerá en la cuenta, qué le ha pasado al lobo, éramos disciplina, éramos jauría, algo terrible, etcétera. Quizá el lobo piadoso entendió algo que no estaba a su alcance de lobo cuando el hambre lo arrojó a la intemperie y quiso hacer sonar el miedo, su música fúnebre, la velocidad de las lágrimas. La escena se queda fija. No pasa el tiempo. La oveja contemplando al lobo, el lobo sin perder ojo en la oveja. Todavía sucede. Las ovejas antiguas, las doctas, rumian el desenlace que no termina por llegar. Los lobos, los antiguos, los doctos, codician que ese de lo suyos que ha interpuesto un armisticio entre en razones, piense en la obediencia, en el hambre, en la mecánica de la dentellada en el cuello, en el correr de la sangre, en el sabor de la carne, en ese apaciguarse el alma y saber que todo está bien en el mundo. Las ovejas vaticinan el horror. La aniquilación. Alguna se ha envalentonado. Ha dado un paso al frente. Otra. Ha abandonado el aprisco. Ha entrado en el descuido de la noche. Ha mirado a la oveja precursora. Estoy aquí, no estás sola, somos dos, somos todas. Ahora hay dos ovejas, ahora hay dos lobos. Dos que serán tres o serán cinco. Cien. El redil está vacío. El dulce verdor del pasto hace que las ovejas hinquen la testuz. Ha podido la fragancia de la hierba glauca. Luego el lobo se extasía en el delirio de la carne. Es el hambre la que deshace la quietud, el milagro imposible de la reconciliación. 



9.2.25

El siguiente texto podrá herir su sensibilidad

 Hoy todo el mundo se queja por cualquier cosa. No hay nada más que observar las advertencias con las que los creadores de contenidos (o los que los difunden) creen poder zafarse de las reclamaciones del público. El paternalismo no obedece a causas morales sino judiciales. El hecho de prevenir sobre lo que se va a ver o leer contiene un desvalimiento del mismo hecho creativo y un proteccionismo ilegítimo del que se encomienda la experiencia de ver o de leer. Las cajetillas de tabaco lanzan el aviso de que nos vamos a morir si encendemos el cigarrillo e inhalamos el cáncer que venden. Ya no se publicitan bebidas alcohólicas, ya no se ve a casi nadie fumar en las películas, aunque no hayan entrado seriamente al trapo en la comisión de la miseria de las guerras y se lucren con las alharacas de las bombas y de los cuerpos rotos en los escombros. No hay manera de que prescindamos de los textos aleccionadores con los que abren las series que vemos en televisión: se esmeran en contarnos con interesado anticipo que habrá sexo explícito, suicidios, violencia física o verbal y presencia de sustancias tóxicas. Son malos estos tiempos, no se ve indicio de que se corrijan, se desdigan y pidan perdón por darnos la información que no requeríamos. Más que personas que nacen, crecen, se reproducen (los que lo hagan) y mueren, somos espectadores, somos consumidores. La consigna es la anuencia del comprador, el arbitrio al desprenderse de las monedas y otorgar su valor a otros. El futuro es estremecedor. Alguien pensará por cualquiera que no se atreva a pensar en demasía y prefiera que se lo den todo troceado y mascado. La trazabilidad del producto comienza cuando el que lo fabrica se precave de sus posibles inconveniencias y dedica tiempo y esmero a que ningún observador malintencionado lo repruebe. De ahí aquellos dos rombos 

exhibidos en la esquina derecha de la pantalla del televisor para contener a los espíritus castos y encandilar a los desaprensivos. Todo por cuidar de nuestra sensibilidad, decían: lo siguen haciendo. Sucede que ahora debiera haberse retraído ese afán de orden y cautela, pero el reloj del progreso ha decidido marchar hacia atrás, no conmoverse con todo lo que se ha construido y crear una civilización menos crítica, manejable, de fácil conducción por los pastos donde la hierba crece bajo estrictas condiciones mercantiles. Y uno querría que no le quisieran tanto, que lo dejaran equivocarse, escandalizarse, ver todo lo inconveniente, escuchar todo lo impertinente. Están evitando que pensemos. Tendrán un redil ágrafo y anestesiado. Evitarán que padezcamos, reconducirán nuestras redes neuronales para que el salto sináptico (con su épica violenta y su loca danza de electrones) no sea vertiginoso, ni siquiera entrañe un peligro, sino que fluya con mansedumbre y no nos haga perder el equilibrio, ese tener los pies en el suelo que tan favorablemente aprecian los que han censurado el aire. Lo que habremos perdido es la posibilidad del fracaso. No permitirán ni que decidamos qué hacer con nuestra vida. No temblará el corazón cuando algo hermoso suceda sin que se espere. Porque el asombro habrá sido sacrificado. La sensibilidad de la que nos valíamos para sentirnos vivos se habrá entenebrecido, convertido en otra cosa, en algo medible y canjeable por algún tipo de rédito financiero. El arte será el primer damnificado. Ya lo está siendo. No nos quejamos en balde. La maquinaria de la asepsia ha sido testada y echada a andar. La enfermedad será una utopía

8.2.25

Dietario 29 / Volar

 La pértiga es un objeto extraño. No tiene más función que hacernos creer que podemos volar. Y, sin embargo, sucede el vuelo. Dura lo que el aire tarda en traernos de nuevo al prescrito suelo. Así a veces un poema. 

Dietario 28 / Llover

 He visto llover las veces suficientes como para saber que no es la lluvia lo que se nombra cuando decimos que llueve. Es otra cosa, algo que la lluvia incorpora a su decantarse manso o de hierro que no puede ser percibido si no llueve. Como la poesía. Dice cuando comparece lo que no podría ser dicho de otra manera y, sin embargo, no se puede contar, no es posible contar la lluvia. Escribir es a veces transcribir el agua, darle cuerpo de palabra y confiarse a que en ella concurra la elocuencia de lo inefable. 

Ser John Wayne

  Anoche mi amigo J. me trajo esta fotografía que encontró en su móvil. No recuerdo cuándo se la envié. No importará. El tiempo es una cosa ...