9.12.25

Frenadol blues

 



Andaba enredado en una página seria, qué sabrá uno, en la que se contaba amenamente que unos científicos han descubierto que el tiempo puede fluir hacia atrás. Me iba entusiasmando con la idea de que el trasegar de las horas no fuese una línea continuamente lanzada hacia adelante cuando un anuncio de Frenadol rompió ese idilio mío con la ciencia. Como uno no está suelto en el manejo de la cosa cuántica y cuesta entender el mapa subatómico de la realidad, un anuncio a destiempo puede descolocarte del todo. Torpe como a veces soy, no supe apartar esa intrusión, no hubo manera de que el video de Frenadol desapareciera de mi pantalla, así que decidí cerrar la página, vinculada a un diario bien conocido, y clicar de nuevo, sobre todo por ver si la invasión publicitaria no regresaba. Baldío intento, inútil anhelo. Frenadol volvió por sus fueros, ocupó un trozo apreciable de mi pantalla, me disuadió a las bravas del interés grande que me animaba, me impidió acercarme a la ciencia y entender la filosofía del tiempo. 

 En mis pesquisas matinales, tras ir al súper, poner el árbol navideño y arreglar un poco el cuarto de los libros, donde escribo y escucho a Brahms (el Réquiem inglés, una maravilla, una inyección de paz, y luego a los Madness de nuevo, para contrarrestar), he vuelto a la mecánica cuántica, que va sobre la flecha termodinámica del tiempo, qué sabré yo de nomenclaturas, quién me mandará pisar estos sutiles jardines, y sobre la madre que parió al Big Bang. De verdad que pongo interés, mucho, la mayoría de las veces. Soy un frustrado estudiante de Ciencias que vio la luz en Borges, en Cortázar y en Lovecraft en la edad en que otros despejan incógnitas en ecuaciones muy complejas. Lo del Frenadol me ha dejado perplejo, cuanto menos. Juro que en adelante vuelvo a la poesía romántica inglesa o a la poética del surrealismo francés. En esa epifanía de la realidad no hay temor de que se incruste un anuncio. Coges un libro de alguna balda alta, de los que no están a la vista, de los de uso menor, lo abres y comienzas a entender el flujo y el reflujo, la tragicomedia de las moléculas, la danza de los corpúsculos invisibles. Al menos de momento, quizá sólo por ahora, no tengo confianza en que todo se impregne de comercio, he decidido borrar todas las cookies, no permitir que mis vicios sean de dominio público, pero no habrá nada que podamos salvar de la quema. Ni siquiera la poesía, ni la filosofía, ni la remota esperanza de entender qué coño (permítaseme el exabrupto) hacemos en este mundo.

La velocidad será de los jardines (maravilloso el libro de Eloy Tizón, regálesenlo en estas señaladas fiestas) o de las nubes o de la risa cuando acude y no tiene intención de comedirse, ni de plantar excusas o motivos, pero hay una velocidad bastarda que nos está estrangulando el ánimo, apretando a conciencia, convirtiendo todo lo pacífico en belicoso, y de la que no se tiene siempre el conocimiento suficiente como para refrenarla, hacerle ver que le conviene un receso o que nos conviene a nosotros, empujados a ir y a venir sin prestar atención a lo que la ida y la venida ofrecen. El mundo es de un cuántico que abruma, de verdad. Hoy escuché en la radio que ya no hay anuncios de juguetes en televisión. Las muñecas de Famosa no van al portal. Los niños se engolosinan con estímulos extraños. No sé dónde estarán los niños de antes, los míos, los que jugaban a las canicas y coleccionaban cromos, los ingenuos y los puros de condición. Está la cosa mal y va a peor. Pediremos cookies para que la aventura binaria, la de los ceros y los unos frente a una pantalla, discurra con más placentero desempeño. Ellos saben qué me gusta, yo sé que no sería nada sin que ellos me asistan cuando busco con qué amenizar las tardes. Las de antes, no sé si me estoy poniendo pesado en exceso, eran de otra pasta, tenían otra textura, otra ambición, otro propósito. Las niñas ya no quieren ser princesas, ni los niños se hacen los héroes cuando inventan juegos en las calles. Ni calles hay. Las hemos sustituido por pasadizos digitales. Todo está pensado para que lo reproduzca una pantalla. Ayer vi cien pantallas (ayer vi mil) paseando por las calles de Sevilla. Gente que pasea con el móvil en la mano. Que lo consulta. Que se para y hace pesquisa, indagaciones, incursiones en la materia cibernética del universo. Yo seré tambiénn uno de esos paseantes alguna vez. No hace falta que sancione, yo soy el sancionado. Qué habrá al final, dónde nos llevarán. Me pregunto si cielo será un carrusel o todo tendrá mansedumbre de escarcha y veremos por fin el rostro de la eternidad. Si es el cielo el anhelado cobijo o ni cielo habrá y habría sido tan solo de ida el viaje. El de ayer, a ver las luces navideñas de Sevilla, espléndido. Eso contará, después de todo. 

7.12.25

Delicadeza de caracol caramelizada

 

Fotografia de Marina Sogo

La Judería, en Córdoba, es un zoco, un crisol, una torre horizontal de Babel absoluta en la que gente de buen vivir, parias sin propósito, alucinados químicamente puros, alucinados de farmacia, criaturas angelicales de gesto cándido y sonrisa sin maña y cualquiera otra representación de la casuística humana se arracima y confunde, fatigando calles y placitas, permitiendo que el asombro pasee libre y espontáneamente y regrese, al final, rendido ante la evidencia de que La Judería, el barrio árabe de Córdoba, el que acordona la Mezquita-Catedral y alarga su enjambre de rincones perfectos hacia el saturado centro de la ciudad, comido por las moscas y la fiebre de la Visa Oro, concebido para que el progreso eche panza y dé más que cumplida cuenta de todos los deseos consumistas con los que nos levantamos y los que, en sueños, imaginamos. Y ayer (quizá fue hace treinta años) paseé triunfalmente por La Judería de Córdoba y advertí que el mundo es ancho y ajeno como decía Ciro Alegría, menos indigenista que globalizado, más parecido a un videoclip que a una película iraní de olivos perdidos en la distancia y hombres que meditan y ven cómo les crece la barba. Vi gente convertida en rebaño y vi al pastor. Vi al cofrade con sus vicios en la barra de un bar coquetísimo, uno de esos en los que no te importaría escribir alguna carta de amor o un poema galante con vocabulario subidito de tono y verbos copulativos que cabalgan el verso y se buscan la entrepierna fonética como el que busca aire después de tener la cabeza enterrada en la ignorancia una vida entera. Hay gente extraña. Y ahora pienso en David Lynch, en la oreja de Terciopelo azul, no sé bien por qué.

El mundo se resume en unos cuantos prácticos preceptos. Uno es divertirse a pesar de que el cielo se nos caiga encima. A partir de ese criterio fundacional y del que salen en comandita todos los demás uno puede fortificar su existencia, anular el dolor, consentir que la felicidad sea un paseo por una calle que huele a vino y a bocadillos de calamares y en la que el tiempo, el bicho cabrón ése del que hemos hablado otras veces, se adelgaza, se encoge, se convierte en una hebra de eternidad que atraviesa el aire y lo fecunda. De Lynch a Lorca. Del artista perturbado por la realidad al artista iluminado por el lenguaje que la nombra. Así que el sábado se llena de japoneses mi judería: ayer por la mañana, hace treinta años, en un espléndido hasta el hartazgo día de sol, nos encontramos todos en la Calleja de las Flores, un recinto minúsculo y sobreexplotado, al que se le ha hecho millones de fotografías y por el que han pasado otros tantos millones de espectadores del prodigio de luz y de contención estética, de minúscula evidencia del milagro del arte al que pueden aspirar ciertas calles de Córdoba. Y allí, al fondo, estaba el guitarrista acoplado a su instrumento, y a la vera, emanación de su yo o de alguno de los múltiples individuos con posibilidades de bilocarse que el guitarrista atesora en su alma sensible, estaba el cantaor, que se parecía bien poco al clásico cantaor de las estampas flamencas al uso y tiraba más al concepto de hippie puro, alimentado de anfetas líricas, incendiado de inspiración social, condescendido a transmitir su arte al pueblo allí arremolinado. Lo que vino después fue el mantra semántico del cantaor Hendrix y de su alter ego guitarrero. Los toques (correctos, nada que alarmara al oído avezado en flamenco) acompañaban al recitado o al revés, nunca lo sabremos. Se oían, eso sí, esferas de palabras, triángulos de sílabas, historias hilvanadas al compás andaluz de la bulería o del fandango y ahí, espléndido en su abstracción, único actor de esa argamasa informe (iba a decir infame) de versos satánicos, surrealistas, dadaístas, poliédricos, dodecafónicos, lisérgicos. Uno de ellos, uno que por alguna extraña causa se me quedó, decía: «Delicadeza de caracol caramelizado…». Y en eso estamos hoy, caramelizando la mañana con recuerdos judíos. Ayer estuve prácticamente toda la tarde intentando recordar el resto de la tralla sintáctica, pero me quedé en el caracol dulce y en su orgiástica (multiétnica, pluricultural, globalizada, interdisciplinar, bla bla bla) cantinela de fin de semana nipón.

El tiempo es una extraña circunstancia comúnmente disuasoria. Se tiene y se pierde, se apresa y se desvanece. Tiene la memoria estas ocurrencias, las de traer de vuelta asuntos que nos emocionaron y, por alguna razón no siempre razonable, se pierden, ingresan en el caudaloso olvido. Yo he sido un fiel paseante de todas esas calles cordobesas. Las echo de menos. Me hacen sentir que hubo un yo de sensibilidad promiscua y párvula. Con los años, en su trasegar arcano, esa memoria opera soberanamente: da de sí lo que ni uno espera, recupera instantes, los vierte con asombrosa pulcritud, exhibe su musculatura de animal bravo, heroico. Recuerdo volver a casa (ayer, hace treinta años) por todas esas calles del ayer, sentir el peso de la memoria de todos los que las pasearon con la misma extrañeza que yo. Somos extraños. Tenemos la extrañeza en la comisura del alma. Ella nos hace sentir que estamos vivos.

PosdataSantos estaba impracticable y no pudimos perdernos en el antológico pincho de tortilla y la caña tirada con esmero.

5.12.25

Incertidumbre


Me pregunto qué hará Dios 

en lo más oscuro de la noche. 

Si abrazar la tiniebla es un oficio. 

Si el cielo, cuando irrumpe la luz, 

está limpio y en esa blancura sin tiempo 

se esmera Dios en la voz 

y habla con más afecto a sus hijos. 

Pienso en si tendrán sangre sus manos 

o si la visión de la realidad no lo abruma 

y ni percibe el color ni el olor de la sangre 

ni advierte sus manos. 

Si Dios es un muerto en la noche 

que recita la arenga 

negra de su soledad sin motivo. 

4.12.25

Creer


Fotografía /  Inge Schuster


De quien nada sabe se puede esperar el milagro de la clarividencia absoluta. El que ve un color puro y cree haber encontrado la paleta de colores con el que Dios apartó la locuacidad infinita de la nada. El sensible sin interrupción. El facultado para dar con la esencia de las cosas con tan solo una exposición pequeña a su influjo. El creyente. Porque no es entender de lo que se trata, sino creer. Es la fe la que pulsa las cuerdas del universo para que suene la música de la luz. 

3.12.25

Ska, por favor

 



A Philip Glass lo dejé cuando entré en una etapa optimista de mi vida, así que todo es gratitud, aunque ahora lo escuche menos. Mientras estuve alicaído (me encanta esa palabra), recurrí a Glass. Esos bucles suyos, esas reiteraciones melódicas, que parecen enquistarse y ganar peso y perderlo, hasta que de pronto encuentras matices increíbles, aspectos inéditos, me hacían un paradójico conforte del que podía salir y entrar con extraordinaria facilidad. Glass fue un mantra feliz, por decirlo a la moderna manera. Notaba que cuanto más me gustaba Glass, menos ganas tenía de salir de mi abulia. He vuelto las veces suficientes y siempre he sentido esa punzada, la de la tristeza o, en un ámbito menos introspectivo, la punzada de la melancolía, que es un estado poético. Lo que pasa cuando uno entra en la música de Glass es que, al menor descuido, te absorbe, te abduce, te deja en un lugar en el que has estado antes y en el que no se está mal, pero del que precisas salir. Es tan elemental a veces que desconcierta, es tan hermosa que se tiene la sensación de que te hará más feliz, es tan extraña que no eres capaz de recordar una sola nota. Hace tiempo le grabé a un amigo un CD con música variada (Glass, Mertens, Sakamoto, Cage, que recuerde ahora) al que titulé "Música para desaparecer dentro". Siempre me gustó ponerle título a las cosas, y ése, en su rimbombancia, me pareció el más adecuado. Luego hice una copia para mí. Anda por ahí. Glass sirve para perderse. Ya digo que el regreso no es difícil, yo he ido y he vuelto muchas veces, hace tiempo que no hago el viaje, por cierto. A veces se deja de escuchar cierto tipo de música. No se premedita, no hay un momento en que verbalizas tu censura, sino que sucede sencillamente, sin que intermedie la voluntad a veces. Yo dejé a Glass, todavía no sé las causas. Hoy un amigo me lo ha traído de vuelta, me ha hecho mirar las baldas y buscar discos suyos. Tengo tres (Glassworks, String Quartets y un recopilatorio, quizá haya alguno más, debería hacer un inventario de todos los discos, pero me da pereza) a los que no he dado (por cierto) demasiadas escuchas. Será que estoy en un momento jubiloso o será que la edad me ha hecho recelar de las repeticiones y busque siempre novedades, cosas que empiezan de un modo y, al momento, mutan a otro. La música es una cosa misteriosa, no se puede decir mucho de ella, quizá no se deba. Ayer escuché ska (hacía mucho que no preocupaba por él, ni acordarme) y sentí que el tiempo no le ha pasado factura. A Glass tampoco. Suena igual que hace veinte años (más años) y yo estoy igual que entonces cuando me siento y lo escucho, sólo que siempre me viene ese estado melancólico, tan útil en ocasiones para la creación literaria, diría mi amigo K. En todo caso, moví más los pies con Madness. El minimalismo, en términos musicales, es infinitamente menos lúdico que el ska. Es eso lo que necesitas a veces, mover los pies, hacer brincar al corazón. Mi amigo K. sostiene que la música no es un estado de ánimo, sino uno orgánico. Es el cuerpo entero el que se comba o se agita o cae en un estado de trance molecular del que no se tiene propiedad exacta. Como una especie de ebriedad saludable. Hoy he tenido un rato y he vuelto a escuchar a Philip Glass. Ha sido un rato breve. Me ha hecho pensar en cuándo lo descubrí y he regresado a mi casa de Priego de Córdoba. Acababa de empezar a trabajar y tenía un piso para mí solo. Carecía de televisión. Apenas lo habitaba. Era más de calle entonces. Tenía un radiocassette (un Sony muy decente) que me complacía absolutamente. La cinta de Glass era una recopilación que hice con los discos que tenía en Córdoba, en el domicilio familiar. No existe ya la cinta. Guardo el silencio después del trajín del día, esos momentos de buscar cómo desaparecer dentro de la música. Y vuelvo a Madness en esta mañana de llovizna tímida (permítidme la redundancia) en la que solo tengo ganas de que el corazón brinque de nuevo y haga que el gris del cielo (espléndido, no crean) invite a que el azul lo abrace.


Aquí estoy, prendedme / Una muerte imprevista


                                                                         


Aquí estoy, prendedme 


                                                                Ilustración / Pablo Gallo


En el acto de la maldad está incluido el de la sanción, medra adentro, exige que se aprecie el desempeño de su causa antigua. Lo he sabido siempre, lo he repetido muchas veces. Quien se inficiona de maldad guarda la esperanza de que se le repruebe o ajusticie. Hay un anhelo de que alguien haga que se purgue la atrocidad que se haya podido cometer. El perseguido se alegra de que el perseguidor lo alcance. El pecador respira aliviado cuando descubren su pecado. El ajeno al bien se solaza cuando se le impregna o lo ocupa. El malhechor deja un cabo suelto para que el hilo conduzca a la madeja. Aquí estoy, prendedme, habéis tardado, debo expiar mi culpa, aceptar vuestro fallo. No penséis que fue deliberado, no hubo premeditación, ningún plan fue urdido, tan solo me cegué, fue el corazón el que se arrojó al fuego, la sangre se convidó de sangre y excedió el cauce previsto, todo se embrumó, la luz en su orfandad, el veneno en su vértigo. No tengo excusa, comprendedme. La tentación es mucha; la templanza, tan sensata, poca. Fui concernido al mal como el fuego a ser ceniza. Se me anunció hermoso el mal, ese ángel terrible. Vi sus ojos locos, su lengua sucia, la disciplina del fuego. Y ya no hubo templanza ni sensatez. No tuve piedad, ninguno de sus heraldos habló a mi oído para que la sangre meditase su enferma costumbre de siglos. No hay nada más difícil que ser un hombre bueno. Dostoievski fue tentado por esa trama y la rechazó por inasaquible: el mal pugna, su campo de batalla es infinito. Se duele el alma cuando no sabe cómo encerrar ese mal, pero acaba cediendo, permitiendo que discurra a su antojadizo capricho, abriéndole caminos incluso, cuidando de que no flaquee y haga su oficio con el desparpajo que sabe. El viento invisible de su causa sopla en los confines de su vasto territorio. Un retal de odio se enseñorea a poco que aprecia que se le está observando. Tiene vida el mal. Como si no hubiese otra sino la suya, la florecida de antiguo, la que se sabe contumaz y sabia. El bien comparece con titubeo, no hay con qué animar su coraje y festejar que esté allí, dispuesto a vencer a las sombras. Es de las sombras la luz. Lo vemos a diario, hay veces en que únicamente vemos sombras, impacientes sombras en el anhelo de rubricar su hambre de sombras. Y quien cae en estas mezquindades se sabe mezquino, y quien las recuerda, en un momento de arrebatado arrepentimiento, no se echa atrás, no pronuncia ninguna oración vivífica y salvadora. Habrá alguien que lo pare, alguien signado por el numen de la bondad que sepa cegar al monstruo, confinarlo en el olvido. Yo una vez pisé a una hormiga. Lo hice con entusiasmo, apliqué la suela del zapato con la saña guardada, levanté el pie y observé el cuerpecito roto. Creo que sentí una especie de alivio metafísico al saber que nadie había sido testigo de mi deliberado acto de crueldad. No presumí de él, no tuve la voluntad de airear mi iniquidad. A veces pienso en ella, en la hormiga sacrificada, en su ciega también aventura por la vida. Ignoro si albergaba en sus adentros algún tipo de inmoralidad cometida en su infancia o en el correr de su existencia. Se nos dijo en la escuela que son terribles cuando se mancomunan. Como un ejército asalvajado, cruento, ciego también. Está a las puertas, si no entre nosotros. No alardean casi nunca, apenas exhiben su bastardía. Rompen, hieren, arrasan, queman. Hay malvados que no lo parecen. Su discreción es indistinguible de su perversidad. Conque prendedme, yo la pisé, la hice trizas, sentí el crujido y fue música deliciosa. 

Una muerte imprevista




La hormiga cubrió la distancia que la separaba de mi zapato con lentitud y aplomo. La vi avanzar sin desmayo. Desafiante, heroica, desplazaba una hoja escandalosa en tamaño. Como una catedral para un feligrés en pecado. Tampoco sabría ahora decir si le costó o no. Sé que se plantó allí delante y no se movió en un par de horas. La hoja a su espalda, haciendo planes tal vez del propósito que secretamente le encomendaba. Mientras que ella andaba en sus cosas, yo entretenía mi ocio en las mías. Nunca había sentido una compañía tan insignificante. Ninguna que me causara zozobra tan grande, y ahí la hormiga avanzando, acercándose poco a poco al banco del parque, acarreando su hoja hacia yo estaba muy cómodamente instalado, leyendo. En esa tarde, concluí la novela de S. Era buena, sin ser magnífica. Me encantó la manera en que la trama iba desquiciándose sin desmoronarse la entereza de los protagonistas. Uno de ellos, uno particularmente obcecado en alcanzar su destino, conjurado a esa meta a riesgo de su propia vida, moría fortuitamente nada más conseguirla. Dolía que ahí concluyera la novela, que no hubiese una posibilidad, por pequeña que fuese, de que otras circunstancias de la trama me sacasen de la tristeza enorme que esa muerte imprevista me había causado. Fue entonces quizá cuando la emoción de esa pérdida irrecuperable hizo que se cayese el libro al suelo y un canto aplastase a la hormiga. No fue voluntad mía. Fue el azar, por pensar algo.

30.11.25

De una escalera en Liubliana

 No sé si he hecho muchos o pocos contrapicados en mi modestísima experiencia fotográfica. Ni siquiera que lo fuesen cuando los hacía. Suelo dejarme asombrar cuando atiendo a mis ocupaciones en la calle o las dedico únicamente a pasear. Es cosa de la belleza perturbar y la de mi móvil guardar ese momento que, pese a la perseverancia de la memoria, se acabaría perdiendo si no le da una residencia a la que acudir cuando esa memoria flaquee o deseemos contemplar de nuevo lo que nos aturdió. Esa restitución es débil, por supuesto: no rivaliza con la contemplación exacta del objeto que reclamó nuestra atención, pero cuenta para animar los recuerdos y regresar a ese lugar en el espacio y a ese momento en el tiempo. Con no ser fotógrafo juega uno para envalentonarse y hacer como que lo es y dar al botón del móvil (por desgracia no me manejo como solía con una cámara) para que la realidad, lo que quiera que la realidad sea, permanezca, no sucumba al olvido, cree un instante duradero entre los instantes perdidos.

Esa escalera en espiral está en Liubliana, la capital de Eslovenia. El edificio que la contiene se llama Nebotičnik, que en esloveno significa «rascacielos». En los años treinta, cuando se construyó, fue el edificio más alto de Yugoeslavia y, gran mérito, el noveno de Europa. No fue su imponencia lo que nos fascinó, ni siquiera las vistas, que son espléndidas. Recordamos la terraza del bar que se encuentra en su última planta, la sensación de que no había nadie más arriba en cientos de kilómetros a la redonda. Creo recordar que pensé en mí mismo como rascacielos, en alguien contrapicándome, buscando la imagen que realzara la frágil contundencia de mi altura. Tendría que dar con quien buscara mi centro geométrico y dispusiera el ángulo idóneo. No tendré tal cosa, no sería un buen rascacielos. La altura de la que uno dispone no debería ser tangible, mensurable, sino cerrada, exenta de la rutina de los números y de sus anhelos.

Recuerdo al replicante Roy Batty en la persecución final de Blade Runner. Me vino la escena en la que se vuelve tiernamente metafísico. Quiso reconocerse hombre entre los hombres, memoria de la realidad para que otros la acogiesen cuando él faltase. Esas lágrimas en la lluvia, ese temblor huérfano. También el pensamiento, su zozobra y su danza, tienen su modo de imponerse a la realidad. Lo que se piensa está ubicado en una altura a la que se desea acceder: perseveramos en las palabras, nos conminamos a dar con la expresión justa, la que acerque la idea a su forma lingüística, la que ajuste lo vivido a lo recordado o lo pensado a lo fijado y duradero, pero no siempre damos con el ángulo desde el que ejercer esa tentativa de lenguaje, no miramos el suelo desde la cima, se escabulle el objeto, danza también en la intemperie del aire.

Escribir es facultarse para tener todos los ángulos, para ser el rey de los contrapicados. El escritor es un fotógrafo de esa metafísica. Arguye sin saber qué dará su pesquisa, compone sin la certeza de que lo compuesto responderá al propósito que lo animó. De este mismo texto ni siquiera se sabe desde dónde fue tomado.

27.11.25

En el día de los maestros

 




Una de las cosas a la que no deberíamos volver los maestros es a las tarimas. Tampoco a la costumbre antigua de que los alumnos se levanten cuando entramos. Ambas cosas, la tarima y ponerse en pie, son barreras, obstáculos, indicios de un fracaso como sociedad. La bondad de la tarima no existe, no da autoridad, lo único que impone es una frontera, un lugar del que no se debe pasar, un compartimento estanco. He visto maestros que se han encaramado a ella. No porque precisaran la altura que procura para tener una perspectiva más limpia de la clase y ver quién habla o quién trabaja poco o no lo hace en absoluto, sino por sentirse ellos mismos en una posición preeminente, la que tal vez no posean afuera. En cierto modo, la escuela es una réplica de la vida. La imita hasta en los detalles más inapreciables. Quizá por eso deba cambiar continuamente y no estancarse. Quienes propugnan que no varíe son los mismos que se escandalizan por lo que ven más allá de sus muros. Ser maestro es estar a la última, no enquistarse en un modelo de enseñanza o de comportamiento. Sucede también que la vida arrastra todo a su paso y no hay escuela, por anquilosada y antigua que sea, que aguante la embestida de las modas, los vaivenes de los tiempos. La cuestión es si abrirla del todo o hacerlo con tiento, si permitir que entre cualquier avatar ajeno o cribar y medir y pensar mucho qué conviene y qué no. 


De todos los tipos de maestros que hay me quedo con el que se hace respetar. Luego vendrá la manera en que enseña, los recursos (antiguos o actuales) con los que lo hace, pero el punto de partida es el respeto, ni siquiera la autoridad, que es importante y no debería soslayarse, y ese respeto no incumbe únicamente al maestro, viene de casa, es en casa en donde se va forjando y es la escuela el lugar en donde se debe auspiciar y hacer que no flaquee, sino que se impulse y adquiera su cualidad óptima. Todo lo demás es secundario: siendo importante, todo lo demás es secundario. No creo que los maestros de hace cuarenta años, los que se preparaban las clases  y se esmeraban en que se adquiriese sentido cierto sentido de la cultura, fuesen peores que los actuales, que también se las preparan y, a su modo, también fomentan que la cultura prospere y cunda. No sé si procedían con permisividad, pero tengo muy claro que ejercían con rigor la autoridad, lo cual no es ni bueno ni malo, depende de cada maestro y de cada alumno, no es algo generalizable, ni lo es ahora que todos los docentes estén al día en la tecnología o hagan clases inmersivas o todos acepten trabajar por proyectos o evaluar por competencias. También creo que se les respetaba más que a los de ahora. No sé si será un signo de estos tiempos, que vienen turbulentos. 


En otro orden de cosas, o es el mismo, visto desde otro lado, me quedo con el maestro que mima lo que habla, no menoscabando matices, procurando que en todo momento las palabras escogidas sean las idóneas, las elegidas de entre muchas, las que acaramelan o engolosinan o vampirizan (muy lúdicamente usado ese verbo)  a quien escuchan. Se puede acaramelar o engolosinar o vampirizar, claro que sí. Un buen maestro no es sólo el que enseña su área, no quedándose atrás, actualizándose, adquiriendo nuevas estrategias pedagógicas, siendo paciente y flexible, apasionado y empático, motivando cuanto pueda, creando inquietud: es también el que habla bien. No es una consideración baladí: hablar bien es el modo en que todas esas benditas cosas funcionan. Todos los buenos maestros que he conocido en la escuela y de los que he aprendido  han sido respetuosos con su idioma, lo han cuidado, han hecho de él su instrumento fundamental de trabajo. Todavía hoy aprecio a quien es exigente consigo mismo y procura que su expresión sea siempre la más conveniente. El que se escucha se empapa (voluntariamente o sin ejercicio de su voluntad) de lo que escuchado, lo incorpora a su torrente semántico y sintáctico, y termina entendiendo lo que se le dice (incluso cuando se eleve el registro de la lengua).


La letra no entra con sangre, como tituló Goya a uno de sus cuadros. Entra sin ella, todo cuanto entra dentro de uno debería adolecer de sangre, pero no siempre es así: la vida, en ocasiones, entra con sangre, así que la escuela (que es una extensión de la vida o quizá es al revés) ha adoptado a conveniencia ese slogan terrible y lo ha difundido para que las generaciones sepan el dolor que causa el aprendizaje. Primero se levantó una tarima, después se le dio al maestro una vara y se pidió a los alumnos que memorizaran las reglas, las inexorables, las que debían llevar más allá de la escuela, cuando salieran y se enfrentaran al mundo, que es un lobo malo con la boca abierta.


De algunos de los maestros que tuve guardo un recuerdo borroso, no me atrevería a hablar de ellos, por temor a equivocar mi juicio o por permitir que intervenga la nostalgia y les haga crecer y aparentar ahora lo que no fueron. No pensaré en ellos en esta ocasión, no lo hice antes tampoco. De otros, sin embargo, tengo un recuerdo que no ha sido rebajado por el tiempo, como si acabara de dejarlos hoy mismo y todavía escuchase sus voces en el aula o en los pasillos. Alguno me susurró al oído lecciones que han perdurado siempre. Me hicieron bueno, creo yo. Toda lo malo que después haya podido impregnar mi espíritu no ha borrado del todo esa bondad que me inculcaron. Lo de menos es que aprendiese mucho o poco o que mis calificaciones fuesen espléndidas, no viene al caso que lo fuesen o no. Que en algún momento de mi vida decidiese dedicarme a la docencia es, en parte, por ellos, por esos buenos maestros que cuidaron de mí y me llevaron de la mano y luego, cuando lo consideraron oportuno, me la soltaron. No sé si a quiénes he cogido yo de la mano y si alguno tendrá hacia mí el agradecimiento que yo les profeso a los míos. En esta ocasión es el alumno el que habla, no el maestro sobrevenido más tarde, feliz en su aula, convencido de que la escuela es su segunda casa, a pesar de en ocasiones duela el poco aprecio que se le tiene afuera y el descrédito que uno percibe.

Al final son los niños los que perduran, son ellos los que hacen que merezca la pena este oficio. No tengo muy claro qué se celebra en el Día de los Maestros. Quisiera que alguien me explicara en qué consiste esa festividad y la razón por la que hace falta que se festeje nuestra existencia un día al año. No entiendo algunas cosas, no se me ocurren las razones que las avalan. Me causa malestar que nos zarandeen como lo hacen, me apena que la escuela pública no esté considerada como una de las instituciones más nobles y necesarias. Porque no se pasa por la cabeza que no sea así. Es en la escuela en donde empieza todo. No hay nada que seamos en el futuro que no haya nacido en una escuela y haya sido guiado por un maestro. Está ocurriendo que el maestro no tiene la consideración de antaño, no se le reconoce el peso enorme que lleva a cuestas. Yo, al menos, constato esa desafección. Debe ser la misma que se tiene por las librerías. Se cierran más que nunca y ya nadie se atreve a abrir una nueva. Los libros, que son maestros privados, también nos llevan de la mano y nos educan, a su secreta y firme manera. Que no se cierren escuelas es por una mera circunstancia normativa. No depende de quienes las ocupan, ni de los maestros, ni de los padres, ni de los alumnos. No existe ese escrutinio feroz, no está la escuela al antojadizo capricho de nadie, pero poco a poco se la va cuarteando, se restringe su ámbito de influencia, sólo aparece en los medios de comunicación cuando hay un caso de acoso o cuando roban en ellas o cuando un padre agrede a un maestro. Hoy dirá algún telediario que es el día de los maestros. Mañana ninguno hablará de nosotros. Hoy, hablo yo de mis maestros, de los antiguos que tuve y de todos los que me han acompañado y todavía lo hacen en la escuela en la que trabajo a diario. Aprendí de todos, todos contribuyeron a que yo fuese mejor maestro o mejor persona, eso habría que preguntarlo, no es uno el que debe opinar en eso. Al final se trata de ser buenos y de hacer el bien. Se ve que ando sentimental hoy, no me presten mucha atención. Será uno de esos estados de cansancio. Al final de las escaleras de la fotografía hay una escuela. Baste pensar en eso.

Retomo con poquísima variación este texto (dos son, en realidad) sobre maestros y para el día de los maestros que escribí hace unos años. No ha variado mi forma de pensar. Alguien me hizo recordarlo hoy. Sigue pareciéndome mío. Hay algunos que, releídos, me parecen ajenos. No este. Lo debí escribir con el corazón.

Que tengan buen día, amigos maestros. Va por todos vosotros hoy.,


24.11.25

Hacer la cama, dorar un pollo

 Hay desórdenes alegres que disuaden de la tristeza y de la grisura. El que más he practicado consiste en desprenderme de toda medida del tiempo, pero no creo haber llegado a detentar una pericia mayor que la sobrevenida al hacer la cama correctamente o estar al tanto del horno cuando se dora el pollo de los domingos. Hay una desaconsejable impaciencia cuando uno se envalentona y decide descuidar cuerpo y alma y dejar que las cosas sucedan a su antojadizo capricho. Siempre hay algo que malogra esa épica privada, ese tumulto hueco. No se sabe cómo renunciar a la costumbre. Ni siquiera tenemos la certeza de que podamos hacer los desempeños habituales sin que la rutina nos asesore y corrija cuando de pronto acometemos una empresa inédita y nos da por mirar el cielo hasta que los ojos únicamente entienden de nubes o cuando la música que suena inesperadamente por una ventana de la calle que paseamos nos hace regresar a la infancia y escuchamos los ruidos de los juegos y hasta olemos el pan en la talega que llevábamos a casa para el almuerzo. Lo más formidable de esta intendencia de uno mismo es no saber qué vendrá después. Porque todo lo tenemos medido y en todo aplicamos una tasa y una expectativa. La verdadera felicidad consiste en abandonar cualquier perspectiva razonable y convidarnos a la novedad y al misterio. De todos los caminos que hemos recorrido recordamos el que nos turbó, no el franco y asequible. Es esa confianza en lo clandestino, en lo que no ha sido examinado ni se le ha adjudicado un nombre o un recuerdo. Uno de estos días probaré a desentenderme del tiempo. Por ver qué hay ahí, en esa bruma. Por volver más tarde y hacer la cama y dorar un pollo. 

23.11.25

La mano que mece la cuna

 


I

Ya no está bien visto divagar, dispersarse, irse por las ramas, ni hacer espontáneo festejo de la divergencia para alcanzar cierto tipo de desequilibrio narrativo en el que la periferia de lo contado desbanque a su núcleo, al lexema puro, y las ramas, de puro oro, mecidas por céfiros y alambiques del entusiasmado aire aplacen o anulen hasta la misma razón del mensaje, que no valdrá más que las piezas enfática y caedizamente convocadas al errabundo discurso. Ahora hay que ir al grano, se debe ajustar el propósito y recabar las palabras que lo restituyan, las idóneas, sin dar una puntada a la que falte un hilo, evitando en lo posible despendolarse, desvariar, perder el norte, ir a ciegas o a tontas y a locas, a degüello sintáctico, desmadrarse uno a conciencia, con colmo de empeño. Es esa palabra (desmadrarse) la que anima este texto que, a poco que vaya surgiendo, se desmadrará.

II

Es curioso lo de traer a la madre en la consideración de lo prudente y correcto. Siempre están ahí las madres cuando se las necesita. Acuden sin alharacas o con exceso de ellas o están en segundo plano, afantasmadas, esgrimiendo la voz de la conciencia, una especie de vigilancia invisible y tenaz. Sabemos que nos reprenderán si algo que pensemos hacer o hayamos hecho no cuadre con lo que su gerencia sobre la realidad estime cabal y correcto. Quien las reclama sabe de antemano que si no son ellas no habrá quien enmiende el roto del que queremos salir, que incluso el mismo roto comparece únicamente si ellas lo pronuncian. Sucede que la madre ve donde el hijo no alcanza y que prescinde de la elocuencia en la admonición: cincela la piedra brusca con sabio pulso, sin el adorno de la didáctica, a sabiendas de que la razón que arguye ni razón requiere, sino contundencia en su dictado y obediencia en quien lo escucha. Les asiste el amor supremo, la conciencia de una encomienda ancestral, un recado anterior al tiempo y al espacio. Hay también en este ecosistema moral madres enredadoras, trepadoras, carnívoras, tóxicas, matrioskas infinitas. Su amor no encuentra obstáculo que malogre su desempeño. Ni hablan siquiera. Se expresan con la mirada, con la intendencia del gesto determinativo, militar, esdrújulo, imperativo. Hay hijos que sobreviven a ellas y ni valoran el hecho de que no habrá nada hecho a derechas que no parezca traído por la dañina siniestra: así de bien ha obrado la maternidad en su criterio. Otros, menos felices, de carácter más débil, apocados o temerosos, sucumben, se atrofian, no salen nunca del útero.

III

La entera historia de la humanidad proviene de la idea de madre. Es un arquetipo fiable, un término invariablemente fijado al del progreso de la civilización tal y como la entendemos. Se medra como sociedad cuando se sanciona el desmadre, que es un término adecuado y entendible; se avanza en el momento en que damos por buena la observancia de ciertas reglas. Cuando la madre deja de estar visible, todos los hombres (entiéndase que las mujeres participan en la misma escena) ven venir el desquicio y dejan que los abrace y arruine. Las guerras, incluso las de menor fuste, las más livianas, las domésticas, suceden porque no hubo una madre al tanto de las ocurrencias de sus hijos. No se ocuparía de conducirlos por la senda del bien, permitió que se descarriasen, no encontró el gesto con el que hacerse valer, ni dieron con la elocuencia semántica que malograra la desobediencia filial. Creo que hay gente que tuvo alguna madre que no ejerció su oficio con dedicación y esmero. Una madre ejerce su crianza con desprendimiento emocional, con recio yugo, con absoluta determinación. Si esas convicciones flaquean o no comparecen el hijo crece en orfandad. Es de esa orfandad de donde procede la afonía de la voz del hombre (entiéndase que la mujer es parte de ese elenco actoral) y es por ella por lo que en ocasiones nos zaherimos, nos insultamos, nos predisponemos a ir a la defensiva, con ceño adusto, con razones bastardas. Hasta el insulto, el zafio, el que se pronuncia cuando deseamos herir con la palabra, recurre a la madre y se la coloca en el centro de la manifestación de ese insulto: eres un hijo de mala madre o, más dañinamente, la recurrida mención de la meretriz o puta, tan extendida esa construcción, tan a mano siempre. Habiendo malas madres, todas las que coartan, castran y arriman a su ancho embudo la personalidad de sus hijos, también las hay espléndidas. Se las dibuja en continua renuncia de su ser para que prospere el de su progenie. La tragedia de no haber tenido una que nos haya confortado, asistido, abrazado y, en definitiva, bienamado, es la tragedia del mundo. El buen hijo es, en esencia, una extensión suya. También hay hijos que han salido a flote (permítaseme esa imagen simbólica) sin que ninguna de esas madres precursoras los haya llevado de la mano, hijos hechos a sí mismos, héroes íntimos.

IV

Dios, a poco que se piense, es una madre. El mundo es femenino. La misma fertilidad, tan denostada en estos tiempos de zozobra espiritual, es la única brújula que de verdad marca el norte al que se nos dice que deberíamos dirigir nuestra existencia. Las musas helénicas eran mujeres (Calíope, Euterpe, Érato, Clío, Melpómene, Terpsícore, Talía, Urania y Polimnia) y fueron paridas por Mnemosine, tía de Zeus, leo ahora, que personificaba la bondad de la memoria y del recuerdo. Parejamente, ese nombre de madre de musas es también el nombre que recibe un río antagónico al Leteo, del que sabemos que bebían los muertos para olvidar antes de reencarnarse. Platón recoge esta leyenda en La República. Los que festejaban la vida bebían del Mnemosine: preferían recordar, alcanzar cierta revelación. De ahí viene la mnemotecnia, añado ahora. La excepcionalidad en el inventario de recuerdos que se atesoran (ahora veo que desbarro, que me voy por las ramas, que divago, que escapo del asunto que anima este texto, pero persevero) me hace pensar en un personaje de un cuento que nunca olvidaré. Como si hubiese bebido el agua del río mitológico. Borges usaría esta hermosa metáfora para crear a su Funés, pobre hombre. Lo recordaba todo. No había suceso que hubiera vivido o que se le hubiera contado o leído que no custodiara en su memoria. Las madres son la memoria del mundo. La neurociencia dice que debemos olvidar para sobrevivir. Que el olvido es un mecanismo de supervivencia, pero nunca olvidamos a una madre: sabemos cómo éramos cuando se nos arrojó a este mundo porque ella nos lo contó. Son esa memoria, ese río de luz. Son dopamina pura. Son la mano que mece la cuna, la que gobierna el mundo. Se me ocurre ahora que Hitler, Pol Pot, Leopoldo II de Bélgica, Stalin, Netanyahu o Putin tendrían que haber dicho algo sobre las madres que los hicieron sátrapas. Si alguna de ellas reprobaría la mezquindad de sus vástagos. Si echarían la vista hacia otro lado o aplaudirían sus terribles actos. Hasta de Trump podríamos traer aquí un análisis psicológico que tomase a su madre como inductora de su descerebrada maquinaria de las emociones. Quien quiere o ha querido a la suya no puede ser mala persona y, sin embargo, cuántas encontramos a las que la madre aplicó su corazón sin fortuna. Hoy besaré a la mía cuando la vea. No le contaré todo esto que he escrito, no me entendería, no haría falta. Echaremos un parchís. Siempre gana.

Frenadol blues

  Andaba enredado en una página seria, qué sabrá uno, en la que se contaba amenamente que unos científicos han descubierto que el tiempo pue...