IV/ Fundación de la religión
VI/ Fundación del después
De una novela espera uno la restitución íntegra de un mundo. A poco que se involucran los sentidos en su lento desprecintado, lo que se espera de ella es la rendición mágica de un secreto, de algo que está protegido, a resguardo de las inclemencias de las estaciones, del bregar del tiempo, ocupando un sitio al que únicamente se accede si se enarbolan ciertos estandartes y se pasan ciertas pruebas. Una de ellas es la que hace que perdamos por completo la credulidad.
Para leer una novela, hace falta fe, la que se dispensa en otros asuntos, la espiritual, la que concierne a lo que trasciende. En una novela, en una en donde uno penetre y en donde elija residir durante la travesía que ofrece, suceden cosas que no se olvidan jamás. En la memoria, al modo en que se procesan, miman y finalmente se aman los recuerdos, alojamos las partes que más nos afectan.
En ese hilo de las cosas, uno es a veces lo que ha leído. O más extensamente contado: lo que uno ha leído a lo largo de su vida se imbrica con lo que ha vivido de manera que llega un momento en que no discierne qué es real y qué fabulado, qué empresa fue franqueada por la voluntad propia y cuál lo fue por la del autor que nos persuadió de que nos la creyésemos.
Leer es una forma velada de escribir, una que no se ejerce, una invisible. El que escribe, lee; quien lee, a su modo secreto, escribe. No hay escritor que no se convierte en su lector más exigente. Por eso a veces la criba no pasa: porque pesa más el lector. Se crea una insatisfacción.
La literatura es una especie de refugio para insatisfechos. Podemos inferir que el escritor y el lector son, en realidad, la misma cosa. El que escribe se hace lector de sí mismo. El que lee se convierte en el escritor que no ha sido. Pienso ahora en Borges y en su Pierre Menard, un poco estrambóticamente, cuando escribió El Quijote, que ya había sido vertido por Cervantes.
Pienso en la creencia sostenida de que cada libro está hecho para quien lo lee. Como si una lectura compartida, que suscite el diálogo, invadiera un territorio sensible al que uno ha accedido mágicamente y que no consiente (no es cierto, solo es un supuesto útil a esta reflexión) que sea democratizado. El amor no se democratiza. Le pertenece a uno. El objeto amado no es un paraíso para todos sino un búnker onanista, un país para un único habitante.
Dije que daría la tabarra, la matraca. Mala fe estará el 19 en su librería favorita y pueden acudir a Mahalta Ediciones y amablemente se os servirá en casa.
Sigo leyendo…
Cuento aquí con entusiasmo que en pocos días estará en librerías Mala fe, mi primera novela, que generosamente me publica Mahalta. Seré un martillo pilón en los días venideros, os daré la tabarra, la matraca, habrá fuegos de artificio, grandes masas orquestales, hablaré de mi novela, seré una máquina de propaganda, un niño festejando el mejor de los juguetes. De momento, a falta de que llegue a casa la caja con algunos ejemplares, de que se lea, dejo aquí la primera fotografía del neonato. Ha venido lustrosa la criatura. La portada es una maravilla que me ha regalado Fernando Oliva. Será presentada en Madrid el 14 de marzo y tendrá dos inmejorables presentadores. Me permitiréis que hoy en mi cabeza solo haya novela. No creo que la desocupe en algún tiempo.
En desocuparse tarda uno más que en dar en lo que aplicarse y extenderse. No hacer nada es difícil. Hay quien ha logrado altas cotas de eficiencia en esa disciplina, pero se advierten descuidos, gestos que hacen pensar en que esa circunstancia insólita está a poco de desvanecerse y regresar la actividad, al ejercicio, a la comisión de algo que requiera una voluntad o una obligación. Los más fajados se ven a veces inquietados por la inminencia de algo inevitable, que pugna y se enseñorea. Mi abuela decía que yo no paraba quieto. Decía te comen los nervios. Ella era contenida, determinada a no acometer ninguna empresa, por pequeña que fuese, que malograra aquella virtud suya, la de estar consigo misma, la de la hospitalidad privada, supongo, la de no importunarse por casi nada, la de la mansedumbre. Ignoro qué bullía en su cabeza. Igual era un hervidero de moscas zumbando a su secreto modo. Ninguna de esas hipotéticas moscas alteraban su rostro granítico, esa disposición corporal en la que no faltaba ni sobraba nada. Las veces en que he probado a manejarme en no pensar o en entretenerme con la pura nada he fracasado estrepitosamente. Acuden caballos, veo amaneceres, caigo en la cuenta de que no hay leche o mermelada de ciruelas en casa, me da por recordar a un amigo al que presté un disco de Weather Report, escucho la voz de mi madre diciéndome por la ventana sube, ya es hora, te dije que a las siete arriba, planeo el viaje que haremos en julio, pienso en una novela que me está dando bocados y pide que la transcriba y, sin embargo, presiento el atisbo (tenue, no crean) de cierto arrullo de lo hueco, esa bonanza de la absoluta inacción. Cuando logro o creo estar a punto de lograr mi propósito, sanciono el motivo que lo animó y me da por escribir o por poner en orden la casa o me vence con su titánico empeño el sueño. La cosa es no estar contento con nada y ni siquiera, ya arropados por la nada, considerar que se está bien y no se echa en falta la tralla, la jarana, la danza loca de la cabeza cuando se ve sola y no se gusta. Tal vez se precise saber estar solo y no siempre se sabe.
He aquí la oveja que al abandonar el aprisco se vio de pronto en el descuido de la noche, sola y desvalida, temerosa de que el lobo rondara, pero el lobo se hace cargo de la res y se conmueve como nunca antes y hace reparos al hambre y se queda mirándola como si fuese la primera oveja que viese y una ternura novicia lo reconcome por dentro. Ah, lobo, le dice los otros lobos, qué haces, por qué no tienes manchada la boca en sangre, qué hizo la oveja para ablandar ese corazón de piedra. Lobo calla, otorga, está contemplando a la oveja que ha abandonado el aprisco y se ha visto de pronto en el descuido de la noche, sola, desvalida, temerosa de que él rondara, pero él ha comprendido algo que no estaba antes a su alcance de lobo. Quizá la oveja también entendió algo que no estaba a su alcance de oveja cuando abandonó el aprisco y probó la intemperie, el ruido del miedo, la velocidad de las lágrimas. Ni las demás ovejas se percatan del extravío. Alguna caerá en la cuenta, dónde está la que falta, éramos la disciplina y la mansedumbre, se ha abierto una brecha, algo terrible está a punto de suceder. También los otros lobos se percatan del extravío. Alguno caerá en la cuenta, qué le ha pasado al lobo, éramos disciplina, éramos jauría, algo terrible, etcétera. Quizá el lobo piadoso entendió algo que no estaba a su alcance de lobo cuando el hambre lo arrojó a la intemperie y quiso hacer sonar el miedo, su música fúnebre, la velocidad de las lágrimas. La escena se queda fija. No pasa el tiempo. La oveja contemplando al lobo, el lobo sin perder ojo en la oveja. Todavía sucede. Las ovejas antiguas, las doctas, rumian el desenlace que no termina por llegar. Los lobos, los antiguos, los doctos, codician que ese de lo suyos que ha interpuesto un armisticio entre en razones, piense en la obediencia, en el hambre, en la mecánica de la dentellada en el cuello, en el correr de la sangre, en el sabor de la carne, en ese apaciguarse el alma y saber que todo está bien en el mundo. Las ovejas vaticinan el horror. La aniquilación. Alguna se ha envalentonado. Ha dado un paso al frente. Otra. Ha abandonado el aprisco. Ha entrado en el descuido de la noche. Ha mirado a la oveja precursora. Estoy aquí, no estás sola, somos dos, somos todas. Ahora hay dos ovejas, ahora hay dos lobos. Dos que serán tres o serán cinco. Cien. El redil está vacío. El dulce verdor del pasto hace que las ovejas hinquen la testuz. Ha podido la fragancia de la hierba glauca. Luego el lobo se extasía en el delirio de la carne. Es el hambre la que deshace la quietud, el milagro imposible de la reconciliación.
Hoy todo el mundo se queja por cualquier cosa. No hay nada más que observar las advertencias con las que los creadores de contenidos (o los que los difunden) creen poder zafarse de las reclamaciones del público. El paternalismo no obedece a causas morales sino judiciales. El hecho de prevenir sobre lo que se va a ver o leer contiene un desvalimiento del mismo hecho creativo y un proteccionismo ilegítimo del que se encomienda la experiencia de ver o de leer. Las cajetillas de tabaco lanzan el aviso de que nos vamos a morir si encendemos el cigarrillo e inhalamos el cáncer que venden. Ya no se publicitan bebidas alcohólicas, ya no se ve a casi nadie fumar en las películas, aunque no hayan entrado seriamente al trapo en la comisión de la miseria de las guerras y se lucren con las alharacas de las bombas y de los cuerpos rotos en los escombros. No hay manera de que prescindamos de los textos aleccionadores con los que abren las series que vemos en televisión: se esmeran en contarnos con interesado anticipo que habrá sexo explícito, suicidios, violencia física o verbal y presencia de sustancias tóxicas. Son malos estos tiempos, no se ve indicio de que se corrijan, se desdigan y pidan perdón por darnos la información que no requeríamos. Más que personas que nacen, crecen, se reproducen (los que lo hagan) y mueren, somos espectadores, somos consumidores. La consigna es la anuencia del comprador, el arbitrio al desprenderse de las monedas y otorgar su valor a otros. El futuro es estremecedor. Alguien pensará por cualquiera que no se atreva a pensar en demasía y prefiera que se lo den todo troceado y mascado. La trazabilidad del producto comienza cuando el que lo fabrica se precave de sus posibles inconveniencias y dedica tiempo y esmero a que ningún observador malintencionado lo repruebe. De ahí aquellos dos rombos
La pértiga es un objeto extraño. No tiene más función que hacernos creer que podemos volar. Y, sin embargo, sucede el vuelo. Dura lo que el aire tarda en traernos de nuevo al prescrito suelo. Así a veces un poema.
He visto llover las veces suficientes como para saber que no es la lluvia lo que se nombra cuando decimos que llueve. Es otra cosa, algo que la lluvia incorpora a su decantarse manso o de hierro que no puede ser percibido si no llueve. Como la poesía. Dice cuando comparece lo que no podría ser dicho de otra manera y, sin embargo, no se puede contar, no es posible contar la lluvia. Escribir es a veces transcribir el agua, darle cuerpo de palabra y confiarse a que en ella concurra la elocuencia de lo inefable.
Anoche mi amigo J. me trajo esta fotografía que encontró en su móvil. No recuerdo cuándo se la envié. No importará. El tiempo es una cosa ...