21.2.25

Wonderful town, 2007

 



Hay ciertas películas que se desarrollan  enteramente en ciudades imaginarias, aunque se llamen Londres o Bombay o Madrid. Importa muy escasamente que los protagonistas sean arquitectos o boxeadores o corredores de seguros porque, a pesar de que se desplacen, hablen, escupan, lloren, forniquen o fumen, están muertos. Películas de gente muerta que transcurren en ciudades mentidas. No sabemos manejarnos cómodamente en ellas. Tampoco nos molesta esa turbación que provocan: el territorio frágil, cenagoso y triste que muestran nos es conocido y pisamos con curiosidad a la búsqueda de algo que nos reconforta. La aldea a la que devasta un tsunami en Tailandia es un lugar en donde sólo existe el paisaje. Nadie parece que la recorra y la urja a que se ice de nuevo. Hay películas que se emperran en hablar del amor en donde no debiera haberlo. Son melancólicas, etéreas, casi inconsistentes, de puro vacío. La ocupan unas manos que buscan otras manos o miradas que expresan lo que no podría un texto con diez oraciones subordinadas. La tristeza se prefiere sola, sin que nadie observe su decaimiento, esa intimidad completa. Hay películas de una sencillez conmovedora: es ese su amarre a la realidad. La reconstrucción de lo que quiera que la realidad abandonó cuando la comprometió el monstruo del agua es morosa, invita a pensar que no prosperará. Lo que la sencilla historia explica es cómo en un lugar tan estragado por el puro desastre puede surgir el amor y hasta qué infame punto esa pasión amorosa está condicionada por la amargura y el vaciamiento afectivo de los que sobreviven. Aditya Assarat filma una extraña parábola que narra los efectos morales de un cataclismo. No hay un registro fehaciente del desastre: no importa la violencia de la naturaleza caprichosa y bastarda, la que asoló las costas de Tailandia en 2.004. La mirada de la cámara se empecina en captar el sufrimiento, escucha el lamento del paisaje, conciencia al espectador (tímidamente, sin estrépito que desequilibre la poética de las imágenes) de la inmoralidad de que algún dios rudimentario y juguetón no hubiese intervenido a tiempo. Y aborda esa orfebre labor de reconstrucción de la vida en el pueblo con un interés lacónico, vagamente interesado en un guion que lo sustente, más cómplice de la sutileza, tal vez el instrumento más convincente y práctico para mostrar al espectador la épica de la rutina, cómo las frustraciones de un pueblo de un pudor extraordinario, que sobrevive al drama sin fatalismos, se transforman en una abrasadora y aséptica (en el fondo) anuencia. No lejos de estas visiones de la realidad está el temor al forastero, el miedo a que la realidad que existe afuera termine por restañar las heridas, a las que de alguna forma se rinde tributo. Las religiones erigen su prontuario de mitos y de metáforas desde el dolor y desde la riqueza moral de ese dolor. Los supervivientes no son felices, pero casi parece que eso no revirtiera mayor importancia: importa vivir, sin matices, sin las aristas ni los pliegues emocionales que la vida nos ofrece como un atlas en tres dimensiones. Por eso la historia de amor entre Ton y Na está premeditadamente simplificada, rebajada a pinceladas más o menos relevantes: lo que conforma el discurrir de ese encuentro amoroso es el propio atrezo, el lenguaje de los objetos a los que el tsunami ha reconvertido en otra cosa, en algo macabro, perverso, como si la cámara (de nuevo, inquisidora) escudriñara (desapasionadamente) la topografía del horror y rescatara vida en donde sólo respiraba el polvo que el tiempo abandona como único registro de su paso. Como esa tristeza que a veces vemos en los naufragios y en el inventario herrumbroso de los objetos que quedan en los camarotes o en la cubierta y en los que el tiempo ha situado una nueva y perturbada franquicia. Los amantes espontáneos (quiénes no lo son) no los bendice la comunidad vigilante, que es pacata y reprueba esa felicidad carnal que ellos no comprenden. Los recriminan con gestos, con indicios fiables de que sólo pueden ser felices en la desidia, en la mansedumbre colorista de un paisaje que se afana por recobrar el vigor y la lozanía, pero no así los protagonistas, los damnificados, los que vivían antes de que el pánico los reventara a golpe de ola. Tal vez murieron entonces y lo que se nos ofrece es una mentira fabulosa, un sueño de alguno de los moribundos. Espectros, al cabo, que fornican y miran el cielo torpe del paraíso. Y el pueblo renace de la muerte y alcanza, a golpe de rutina, la reconciliación con la naturaleza y con ellos mismos. De eso trata esta hermosa y triste película, de cómo siempre logramos levantar la cabeza y otear, entusiasmados, intrigados, expectantes, el horizonte alfombrado de la felicidad. 


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