Hoy todo el mundo se queja por cualquier cosa. No hay nada más que observar las advertencias con las que los creadores de contenidos (o los que los difunden) creen poder zafarse de las reclamaciones del público. El paternalismo no obedece a causas morales sino judiciales. El hecho de prevenir sobre lo que se va a ver o leer contiene un desvalimiento del mismo hecho creativo y un proteccionismo ilegítimo del que se encomienda la experiencia de ver o de leer. Las cajetillas de tabaco lanzan el aviso de que nos vamos a morir si encendemos el cigarrillo e inhalamos el cáncer que venden. Ya no se publicitan bebidas alcohólicas, ya no se ve a casi nadie fumar en las películas, aunque no hayan entrado seriamente al trapo en la comisión de la miseria de las guerras y se lucren con las alharacas de las bombas y de los cuerpos rotos en los escombros. No hay manera de que prescindamos de los textos aleccionadores con los que abren las series que vemos en televisión: se esmeran en contarnos con interesado anticipo que habrá sexo explícito, suicidios, violencia física o verbal y presencia de sustancias tóxicas. Son malos estos tiempos, no se ve indicio de que se corrijan, se desdigan y pidan perdón por darnos la información que no requeríamos. Más que personas que nacen, crecen, se reproducen (los que lo hagan) y mueren, somos espectadores, somos consumidores. La consigna es la anuencia del comprador, el arbitrio al desprenderse de las monedas y otorgar su valor a otros. El futuro es estremecedor. Alguien pensará por cualquiera que no se atreva a pensar en demasía y prefiera que se lo den todo troceado y mascado. La trazabilidad del producto comienza cuando el que lo fabrica se precave de sus posibles inconveniencias y dedica tiempo y esmero a que ningún observador malintencionado lo repruebe. De ahí aquellos dos rombos
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