23.2.25

La página en blanco





 Tengo un respeto absoluto a la página en blanco. Lo único que temo es no dar con qué ocuparla. Las veces en que he franqueado ese temor (no es temor en sí, es inquietud, también sobrecogimiento) he adquirido uno de los más placeres mayores que conozco: el de vaciarme en la escritura o el de, paradójicamente, llenarme mientras me voy desvaneciendo en ella. Al final del texto, cuando la última palabra ha sido alojada en el lugar que se le ha asignado, me encuentro en armonía con el cosmos y el aire danza en mis pulmones y la sangre brinca (loca) en mi corazón. Suelo escribir atropelladamente, no consiento que la idea a la que debo hacer salir se demore en demasía, preciso que surja. Más que nada, lo que anhelo es deshacerme de ella. La orfandad del que escribe se parece a la de ese mismo aire o a la de esa misma sangre. Los pulmones ejercen su trabajo estajanovista: los músculos intercostales y el diafragma se contraen, el aire entra en ellos. Escribir vendría a ser expirar, relajar esos músculos, permitir que el aire salga. El corazón es también un órgano perseverante, demos gracias a Dios por esa costumbre: cada flujo de sangre que ocupa las válvulas maniobra con ciega obediencia hasta que la arteria aorta la precipita al resto del cuerpo. Escribir vendría a ser bombear, cada palabra podría ser un latido. Nunca me ha intimidado una página en blanco. Bien al contrario, me ha conmovido su ofrecimiento. Quien no la ha cortejado, no tiene ni idea de lo promiscua que puede llegar a ser. Es insaciable, puede extenuarte, tiene la virtud de no tener virtud alguna o, si se prefiere, se deja hacer lo que te plazca, es la lascivia pura, no sabe contentarse, querría que únicamente existieses para que te volcases sobre ella y la agasajaras sin interrupción. No es de adular a quien se arroga el papel de amante y la cubre con la entera extensión de su alma. Aquí el cuerpo es irrelevante, es un estorbo, no cuenta nunca. Entre tener algo que decir y decir algo está la clave para que el amante esté siempre atento a sus requerimientos. Yo creo que soy de tener algo que decir, pero a veces me he visto diciendo algo, no pensando más de la cuenta en el propósito de lo dicho. De hecho, más que decir, prefiero recurrir al verbo contar. Si el amable lector se para a pensar un momento, advertirá que esto que lee tiene un sentido, avanza hacia un lugar, deja atrás otros, hace que parezca que al autor (hola, aquí estoy) le sobrevino algo que lo urgió a escribir. Ya saben: el aire bendito en el fuelle del pecho, la sangre gloriosa yendo y viniendo por su aprendida casa. Puedo asegurar que no es así en absoluto. No hay nada a lo que aferrarme para que la escritura fluya, yo me vacíe y usted se llene. Puedo asegurar también que nada de lo que yo aquí consigne debe ser apreciado, tenido en cuenta, considerado con seriedad, admitido a compartir una estancia con otros asuntos que en alguna ocasión hayan sido relevantes y dignos de recordarse y apreciarse, tenerse en cuenta, considerarse seriamente, en fin, ustedes ya saben. A veces sucede esto que estoy contando (o diciendo, no lo tengo claro del todo): es la escritura la que impone su criterio, no algo mío que la haga comparecer y sugerirme la posibilidad de que es completa propiedad mía. Qué va a ser. En el momento en que el texto concluye, dejo de pensar en él. Si me da por concederle una lectura, es de otro de quien pienso que procede. Mi responsabilidad es casi nula. Mi labor es una intermediación entre la nada y lo que quiera que haya cuando la nada se desdice y fluye. Creo que es la segunda vez que uso el verbo fluir. De no haber flujo, no habría escritura. De no haber ciega obediencia (como la del corazón, como la del pulmón) escribir sería un acto parecido a cualquier otro, pero es un acto único, no hay otro que se le parezca.

La primera vez que alguien escribe algo (a Borges le gustaba decir: lo impone a la realidad) siente una epifanía singularísima. De ser yo alguien creyente, diría que es Dios quien ha confiado su elocuencia en nosotros y ha hecho que los dedos se muevan sobre el teclado. Ahora iba a escribir algo sobre la benefactora costumbre de manuscribir, pero temo que abriría un melón nuevo, cuando todavía estoy calando éste. Como no creo, albergo la esperanza de creer algún día y recibir la noticia de los porqués de la escritura de primera mano, nunca mejor dicho (o contado o escrito, las palabras pugnan, algunas acaban logrando cierta preminencia). Vendría Dios y me susurraría al oído: «Hola, escritor, he venido a aclararte algunas cosas, déjame que empiece por el principio». Y el principio no es la página en blanco, me diría. Ni siquiera la necesidad de expresar algo (he omitido contar, decir, escribir adrede, no sé por qué de pronto esa preferencia léxica) o de vaciarte o de llenarte. No podemos saber nada de los motivos. Cualquier conclusión fiable se desvanece cuando otra más ardorosamente la reemplaza. Porque es el fuego el que dirá cuándo apremiarnos a escribir a los que escribimos. Yo mismo he sentido esta tarde su calor. Como un dios, como en un sueño, el fuego me ha hablado: «Hola, escritor, haz lo que debes, no salgas a pasear, no hables con tu mujer, no veas más televisión, abre el ordenador, busca el procesador de textos, mira la página en blanco, escribe». Antes de que nos invadieran las máquinas, el fuego pediría que se escribiese en la pared de la cueva o en la arena de la playa o en la piel. En el glorioso momento en que un cortesano chino llamado Ts’ai Lun pensó en abandonar el bambú y la seda y encontrar un soporte más duradero para escribir (gloria al papel, gloria eterna) el hombre intimó con los dioses, los tuteó, vio que podía crear, convidarse de lo real para transcribir lo real, empaparse de verdad para mentir con desempeño. Yo llevo años escribiendo a diario y sigo sintiendo una punzada novicia cada vez que afronto la página en blanco. No me creo un dios, pero lo soy, en cierto sentido. Cualquiera que imponga a la realidad lo que no estaba en ella lo es. Cualquiera que se arrogue esa empresa, la de escribir, es alguien que se ha desentendido de sí mismo para entenderse mejor. Se va del dolor a su alivio, escribí una vez. El pecho henchido, la voz tremolando en el aire o en la sangre, el corazón y los pulmones en el compromiso de cubrir su cuota de asombro. Escribir salvará de algo, supongo. Patricia Esteban Arles (estupenda escritora, léanla) imaginó que escribir es nadar a solas. Que el agua y la hoja en blanco te llevan en brazos. En volandas, añado yo, o ya lo hice, no recuerdo. Escribir es también una forma de hablar sin que te interrumpan. Alguien lo habrá dicho (o contado o escrito, permitidme el rizo semántico), pero cuadra ahora. Vila-Matas constata que los escritores “acaban solos y acaban mal”. quién no. Bolaño decidió ser escritor “en un instante de locura total. Escribir no es normal, no creo demasiado en la escritura. La literatura es un ejercicio aburrido y antinatural. Los escritores no sirven para nada. La literatura no sirve para nada. La literatura, sobre todo en la medida en que se trata de un ejercicio de cortesanos, de cualquier especie y de cualquier credo político, siempre ha estado cerca de la ignominia, de lo vil, y también de la tortura. La literatura se instala en el territorio de las colisiones y los desastres, en aquello que Pascal llamaba, si mal no recuerdo, el paréntesis, que es la existencia de cada individuo, rodeado antes de nada, antes del principio, rodeado de nada después del final”. El texto (sacado de Bolaño por sí mismo) añade que “en la literatura es casi imposible mantenerse a salvo. Todo mancha”. Y lleva razón. Claro que mancha, claro que escribir no es normal, claro que sí a casi todo, pero discrepo en lo de que la literatura no tiene utilidad alguna. A mí me sirve. Con fortuna o sin ella, apreciando únicamente la estadística, esto es, el número de palabras que escribo al cabo del día y que me hacen declararme escritor, yo escribo para ser feliz. Me salva, me hace mejor persona, me ayuda a elevar la cumbre penosa (a veces) de los días. Todo lo que hay alrededor mío y más aprecio (mi mujer, mis hijos, mi biblioteca, mis amigos, mis discos, mis películas, mi colegio, mi cerveza) cobra sentido cuando me lo cuento en un texto. No sabría vivir si no escribiera. En el fondo, es penoso eso. Creo que se vive mejor sin que esa voluntad exista. Bastaría leer. Ni leer, si me apuran, garantiza una vida mejor, pero yo amo una página en blanco. La he amado siempre. Este texto ya no es mío. Ni el aire es mío, ni la sangre.

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