18.2.25

Novelarse

 De una novela espera uno la restitución íntegra de un mundo. A poco que se involucran los sentidos en su lento desprecintado, lo que se espera de ella es la rendición mágica de un secreto, de algo que está protegido, a resguardo de las inclemencias de las estaciones, del bregar del tiempo, ocupando un sitio al que únicamente se accede si se enarbolan ciertos estandartes y se pasan ciertas pruebas. Una de ellas es la que hace que perdamos por completo la credulidad. 


Para leer una novela, hace falta fe, la que se dispensa en otros asuntos, la espiritual, la que concierne a lo que trasciende.  En una novela, en una en donde uno penetre y en donde elija residir durante la travesía que ofrece, suceden cosas que no se olvidan jamás. En la memoria, al modo en que se procesan, miman y finalmente se aman los recuerdos, alojamos las partes que más nos afectan. 


En ese hilo de las cosas, uno es a veces lo que ha leído. O más extensamente contado: lo que uno ha leído a lo largo de su vida se imbrica con lo que ha vivido de manera que llega un momento en que no discierne qué es real y qué fabulado, qué empresa fue franqueada por la voluntad propia y cuál lo fue por la del autor que nos persuadió de que nos la creyésemos. 


Leer es una forma velada de escribir, una que no se ejerce, una invisible. El que escribe, lee; quien lee, a su modo secreto, escribe. No hay escritor que no se convierte en su lector más exigente. Por eso a veces la criba no pasa: porque pesa más el lector. Se crea una insatisfacción. 


La literatura es una especie de refugio para insatisfechos. Podemos inferir que el escritor y el lector son, en realidad, la misma cosa. El que escribe se hace lector de sí mismo. El que lee se convierte en el escritor que no ha sido. Pienso ahora en Borges y en su Pierre Menard, un poco estrambóticamente, cuando escribió El Quijote, que ya había sido vertido por Cervantes. 


Pienso en la creencia sostenida de que cada libro está hecho para quien lo lee. Como si una lectura compartida, que suscite el diálogo, invadiera un territorio sensible al que uno ha accedido mágicamente y que no consiente (no es cierto, solo es un supuesto útil a esta reflexión) que sea democratizado. El amor no se democratiza. Le pertenece a uno. El objeto amado no es un paraíso para todos sino un búnker onanista, un país para un único habitante. 

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