8.2.25

Nieve negra / Las ovejas y los lobos


                                           Retorno al pasado, Jacques Tourneur, 1947





Lo que uno querría es una vida que no dependiera de que los malos recuerdos la torciesen. Del pasado, salvo que nada extraordinario lo impregnase, hay que precaverse. Suele irrumpir con mala fe, dar la estocada a quien ni el presente conforta. Lo del futuro es una prospección inasible, un especular confiado al azar, un querer lo que no se pudo, una hipótesis manuscrita con torpe caligrafía. Al cine o a las novelas de género negro, tan pulcro en su resucitación del pasado, en su propósito de cartografiar un estado injusto de las cosas, una turbiedad en la sociedad, le agrada toda esa zozobra del tiempo, que es un juez severo y también un verdugo paciente. En Retorno al pasado, que vi anoche embargado por la emoción, el detective Jeff Markham se prenda de las bondades de la mujer de un mafioso que le ha encomendado encontrar por unos dólares que la fugada le birló y por las malas maneras en que lo hizo. La película de Jacques Tourneur es la quintaesencia del género por muchas causas, pero la que más seduce es la orfandad de todos sus protagonistas. El pasado los persigue y saben que los atrapará. Mitchum no tiene rival en la contención dramática. Lo expresa todo sin tener que recurrir a los aspavientos, a cualquier alharaca gestual que reduciría algo que es innegociable en las buenas interpretaciones: la credibilidad. Hay vidas creíbles y las hay impostadas, pensé cuando la película terminó (era tarde, la empecé en una hora maravillosamente imprudente) y no se me ha ido de la cabeza la vulnerabilidad de cualquier personaje, incluso de los más recios y heroicos, los habituales en los protagonistas de la épica noir. La escena que representa toda la trama es la del detective en la barra de un bar. Ahí mide el estrago al que arroja su vida, que no es la más deseable, imaginamos, pero a la que no sabe renunciar y en la que se curte a golpe de fatalidad. Quiso mi voluntad que la cara de Mitchum se acoplara a la de Roberto Esteban, el ex-campeón de Europa de los pesos medios metido a portero de discoteca, el desencantado, el hombre abstemio y menos pendenciero de lo que la selva en la que malvive le exigiría, el perdedor, el antihéroe, medio sordo, medio cojo, fajado en dar palizas por encargo.  Roberto Esteban es el narrador de Nieve negra, la estupenda novela (negra), editada con primor (como todo lo que hace) por Reino de Cordelia, es el pilar absoluto sobre el que se construye la casa del dolor, la de las venganzas, la de la amistad también.

No sabemos qué hay de Roberto Esteban en David Torres, el entusiasta muñidor de la trama. No se debe esperar que el autor esté en lo que escoge narrar. Yo creo que es la sociedad la que escribe, ella provee la contienda a la que asistiremos y David Torres se deja llevar y trae lo que le han confiado. La entera restitución de la gran literatura (esta lo es primorosamente) no codicia que haya autores y que sobre ellos se articule un modo de leer o de entender lo leído. Podríamos prescindir del nomenclátor de todos los escritores y entregarnos únicamente a la obra que entregaron. Puede entenderse que David Torres esté tangible y cabalmente o que no haya nada suyo en las invenciones de su imaginación, que tampoco será suya: será un palimpsesto, una gran cebolla a la que le vamos retirando las lascas combadas que anticipan algún centro que justifique todas las lágrimas. Estas consideraciones son innecesarias, todas lo serán, pero a mí me agrada leer sin tener nada a lo que aferrarme, adentrándome a ciegas, pero iluminado, en el fondo. Al cabo, leer es un fuego, cada libro es un ave fénix, cada lector es el único lector.

Nieve negra es una falsa novela negra en la que los acontecimientos contienen algunos de los patrones de la novela negra, pero se deshace de cualquier filiación (podría ser un apéndice suyo, un fruto extraño, una criatura emancipada) y se prefiere libertaria, desprovista de los arquetipos del género (el sexo no cuenta, ni la sangre abunda, ni el alcohol marca las causas y los azares, ni el tabaco llena de humo las escenas) y abonada con pulcro fervor a un tipo de novela que avanza con precisión  y permite que la intriga (la hay, Nieve negra atrapa y no te suelta, se lee de un tirón, se desea que prosiga) no perturbe la elocuencia de las palabras que la vierten, que son sórdidas o luminosas, que se encrespan o dulcifican según lo que se exija. A esta novela se le abriría algún roto si el lenguaje no fuese tan hermoso. ¿Cabe la lírica en el noir? Dígase aquí un sí rotundo. Torres hace literatura, se las compone para que el texto vertido sea un disfrute narrativo del tipo en el que podría prevalecer la forma al fondo mismo, que es (dígase también, afírmese con idéntico empeño) absolutamente fluido. La novela avanza con firmeza, lo que se cuenta (un declive moral y físico, un dibujo de una ciudad, una hagiografía de la noble disciplina del boxeo, una resonancia de las partes dañadas de una sociedad, un asesinato, un bodegón de jarrones rotos) se adhiere a la piel, la impregna, hasta se aprecia que cala y permanece. Este lector entusiasta la leyó en dos sentadas, y volvió más tarde (semanas después) a prendarse por segunda vez para que lo sabido (lo recordado) se convidara de novedad y surgieran (lo hacen) matices nuevos, una voz distinta a la que nos habló noviciamente. Debe el lector afincar su sensibilidad en las buenas maneras en que la historia se va precipitando como un líquido moroso, dulce a ratos, perturbado por la intemperie gris de la maldad humana. 

Es la figura de Roberto Esteban la que hace que todo funcione como un reloj suizo. Hay en lo que encomienda contar un metrónomo calibrado para que el pulso narrativo, se advierte un tempo regular, un fluir medido, una robusta maquinaria, engrasada con oficio, que no ambiciona arabescos, ni composturas sofisticadas, sino que se limita (he aquí el mérito, es esta la principal virtud de Torres) a dar un testimonio. La misma novela negra, en su canon, elude fijar en la resolución del misterio (un crimen, por lo general, muchos a veces) el motivo de su desempeño expositivo. Importa saber qué paso en la medida en que importa saber el porqué y las consecuencias de que pasara. Se le asigna un carácter prospectivo, ajustado a la posibilidad de que lo narrado sucedió antes, sucede mientras el lector lo observa y sucederá cuando se cierre la trama. Porque en todas las historias convergen otras historias o porque no hay nada que no se haya dicho o escrito, aunque el escritor (o el que dice) se faje en habilitar un paisaje nuevo o un discurrir distinto. 

En Nieve negra hay escenas que hemos visto antes (también las hemos leído), pero no debe buscarse la originalidad, que la hay a espuertas si se escudriña a conciencia la sustancia del texto, sino el respeto imaginativo a un patrón y, al aplicarlo a la narración, la convocatoria feliz de la disidencia, a la que el autor concede espacio y nos hace creer que es todo verdad y que no comparece en la restitución de los acontecimientos ninguno del que tengamos noticia. Qué placer leer así, pensé mientras leía. Qué bien tener un libro que se sorbe, que vale por lo que cuenta, por el cómo es contado y, sobre todo, por la creación de un personaje inolvidable, del que (admito mi falta, la compensaré) no sabía nada, aunque ya venía de dos entregas anteriores (El gran silencio  en 2003 y Niños de tiza en 2008) y que ahora Torres ha traído de nuevo, quién sabe si en el deseo de cerrar una trilogía o darle una paz, un refugio, una barra en un bar en la que beber zumo de naranja con el alma tranquila y el cuerpo descansado. Esteban es el antihéroe, es el personaje crepuscular, es el tocado por la gracia de la perseverancia. Su constancia duele. Podemos advertir un poco de su dolor en el nuestro. Su pesquisa detectivesca es también de naturaleza moral. El propósito no es meramente policial, no se arroga la revelación de una verdad: es él mismo el arrojado a la rendición de una especie de milagro íntimo, que consistirá (sucedió, sucede, sucederá) en dar con algún tipo de redención y encontrarse. Quién no hace eso, quién no hurga en la realidad para adquirir la propiedad de sí mismo. 

Torres debió dejarse llevar, permitidme el atrevimiento, el decir sin sustento. La novela se iría fraguando conforme la propia novela fuese creciendo. Los personajes son los que la escriben, no el amanuense, aunque su intermediación la imponga a la realidad y haga que funcione. Hasta la propia nieve que cubre Madrid en los últimos pasajes de la historia debió hablarle: mira, David, yo también puedo ayudar, sé de la debilidad del hombre, lo he visto las veces suficientes en la derrota, en la renuncia, tú lo que debes hacer es darme carta blanca o roja o negra, haré que los pies se hundan en el suelo y el frío desangele la luz de la sangre, yo expiaré las culpas, yo seré un vara de medir, un salmo o un libro con ilustraciones atroces.. Y la ciudad (Madrid como un campo de batalla, Benidorm como un pista de circo) también contribuirá a que las piezas ensamblen y la recorramos con paso firme, entenebrecidos a veces, súbitamente iluminados otras.

No hay personajes secundarios en Nieve negra. Algunos que más inclinados a serlo comparecen con sólida vocación de argamasa. De algunos se querría saber más, sabe a poco lo que se nos cuenta, anhelamos un spin-off, un ofertorio de las prendas místicas y de las mundanas con las que todos ellos han llegado a ser lo que son (el Sebas en su Oso Panda, donde siempre son las tres de la madrugada, la Viuda en su negociado del lumpen, la hondureña Gabriela con su bagaje de tragedia), pero ellos se bastan, dan de sí lo que deben para que el inicio, el nudo y el desenlace (ayer hablamos de eso en mi clase de lengua) lleven en volandas a un lector agradecido por la pulcritud del relato, por el respeto a su inteligencia, por la brillantez estilística, por la difícil decisión de dar al protagonista la voz que hará que hablen todas las demás voces, que huroneen y callen, que tropiecen y se levanten, que vivan, al cabo. Todo para que al final el señor Esteban, démosle ese atributo, se lo merece, meta en el microondas una taza de leche (no le gusta, es para calentarse las manos) . "Dicen que no se debe beber leche después de aprender  a andar, pero tampoco tiene mucho sentido seguir vivo después de la infancia". Uno querría, al menos, vivir sin que los malos recuerdos desgracien el presente o arruinen la bondad invisible del futuro, que es una puerta hacia no sabemos qué en una noche fría y de nieve en la que los zapatos se hunden y el tres cuartos (cada uno llevará uno cuando se precise) es la única casa disponible. Afuera estará la locura del hombre, el desquicio alimentado por las causas más peregrinas y habrá perdón y también silencio para que irrumpan los recuerdos y no lastimen  










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