A Raimunda Aguinaga se le ocurrió desgraciar a un perro nada más salir de misa. Cogió un chusco y lo aplicó con vigor en la cabeza del animal. Fue un arrebato, una idea que irrumpió sin mayor alharaca y se le quedó incrustada en alguna circunvolución, en el remoto repositorio neuronal del que no tenía noticia y al que no prestó más tarde aprecio relevante. Lo ajustició sin especial saña. Un golpe rápido. No hubo esmero, no miró atrás, no supo si el perro boqueó y luego dio el estertor prescrito o si los ojos bizquearon o si emitió algún ladrido testimonial con el que rubricara su perplejidad o codiciara el auxilio o todas esas peregrinas y extraordinarias cosas a la vez. Fue un perro aleatorio, el perro menos previsto, cualquiera que el azar ajustara a su incivil anhelo. El acto no le reportó a Raimunda otra felicidad que la de cumplir un mandato íntimo, poco pensado, pero intenso como un turbión de agua en una chapa.
Al no haber nadie que sancionara su barbarie, Raimunda concluyó que si Dios hubiese reprobado la ejecución del animal habría dispuesto un público que luego pudiera reprenderla y hacer que la justicia cayese sobre ella inapelablemente. Prefiguró que si ninguna autoridad medió para interrumpir el sacrificio tampoco habría alguna con posterioridad a la que conceder la legitimidad de condenar su furibundia. Habrá más perros, pensó con alborozo, días en que al salir de misa una voz interior conmine a que dé con la piedra y la acoja en la cóncava paciencia de su mano. Con avaricia, con anticipada alegría, la contendría, se ocuparía de que ninguna evidencia suya alertara de su propósito y alguien acabara hilando una cosa con la otra y lo desbaratara.
Procurarse piezas de tamaño menor malograría su logro. La idea de usar alguna otra herramienta tampoco satisfizo su vocación de verdugo. La empresa fue altamente gratificante, aunque, al proponerse dar con un motivo, no alcanzara ninguno plausible. Conforme fue tumbando perros, Raimunda adquirió una confianza inédita. Contrariamente a lo esperado en ella, trabó la amistad de vecinos a los que nunca se dignó acercarse, permitió que algunos intimaran lo suficiente como para confiarles su empresa aniquiladora.
Las piedras se convirtieron en bienes codiciados. Se podía observar a gente haciendo acopio de las idóneas. Que diezmara la población de chuchos callejeros no importó en demasía. Podían censurarse los métodos expeditivos (la piedra póstuma, la brecha entre las cejas o en la coronilla, la estadística de animales que indecorosamente alfombraban las calles). Podía temerse la posibilidad de que a los perros los reemplazaran los gatos. El entusiasmo de Raimunda era acogido con idéntico entusiasmo por quienes comprendieron que el acto de mandar al otro barrio a una criatura (sea perro, gato o gallina) no les incomodaba. Lejos de hacerles perder la limpia adquisición del sueño, sumirlos en una desazón, ganaban en paz, en una especie de armonía espiritual que no precisaba explicarse, pero que los reconfortaba con dulce arrobo.
El gremio de exterminadores de perros creció con asombrosa rapidez. Se alquilaron locales que alojaran las asociaciones surgidas, se votaron coordinadores, se hicieron cuestaciones populares para fletar autocares que llevaran a los más animados a otros pueblos. Un grupo municipal de magra bancada subió al orden del día del pleno la petición de que se castigara severamente a quienes practicaran el atroz ejercicio de descalabrar perros, pero su moción fue derrotada sin paliativos. Se opusieron todos en bloque. El alcalde expresó la desazón que ocupaba su corazón. Por un lado, se dolía de que la comunidad canina de la localidad estuviera amenazada severamente. Por otro, manifestaba con determinativa pompa el contento de los hosteleros del pueblo, que habían visto aumentar inusitadamente los clientes en sus terrazas. Venían de todas partes. Familias enteras ocupaban las mesas y esperaban a que la primera horda de desnucadores campase por las calles para ver de cerca el desquicio y dar asiento íntimo a todas las habladurías.
Los servicios municipales entraron en pánico al comprobar que la estadística fúnebre adquiría cotas inasumibles para las arcas del consistorio. A quienes promovían cavar una fosa en la que arrumbar los cadáveres de los perros o arrojarlos al severo fuego se enfrentaban los que preferían dejarlos en la intemperie para que se marcaran los hitos del exterminio. Otra liza en vigor fue la de hacer un referéndum en el que el pueblo bendijera o censurara el hecho exacto de la erradicación de la población canina de la villa, por lo que improvisaron unas urnas en el casino de la plaza para que la ciudadanía votase si era pertinente instalar otras más adelante, de las que se extrajera la voluntad de la comunidad acerca de la costumbre de matar perros. Ninguna de estas favorables manifestaciones de la concordia humana prosperaron. Los despachadores de perros siguieron despachándolos, los reacios a que se despacharan siguieron enconados en que no se despacharan, de resultas que el censo canino quedó reducido a una magra cantidad que en modo alguno satisfacía a la legión de voluntarios animados a probar la dureza de los chuscos en la cabeza de los animales.
El día en que el último perro acogió el peso de una piedra en su desprevenida mollera Raimunda Aguinaga convocó a sus acólitos y los conminó a que uno de ellos eligiera una de esas piedras y le abriera de parte a parte la cabeza. Argumentó que no las tenía todas consigo si se encomendaba ella misma el recado de abrírsela. No quería verse impedida, acuciada por un dolor extremo, si el golpe no era de la contundencia esperada o si, al aplicarlo, cambiara el ángulo de maniobra o no contara con el benefactor concurso de la suerte. Todos habían malogrado alguna ejecución por carecer de fuerza o por carecer de unos rudimentos mínimos de anatomía. No hubo nadie que acogiera con entusiasmo su anhelo, nadie que se arrogara ese delicado propósito. Raimunda, defraudada, recuerda el perro primero, esa suerte de revelación que la predispuso al mal, porque Dios, razona, no privilegia unas criaturas sobre otras y todas son divina ocurrencia suya. Con pudor, con determinación también, vuelve a la iglesia, se sienta en el mismo banco, asiste al oficio de misa compungida, la atraviesa la certeza de que no podrá volver a matar un perro, la de que no sabría dar con una piedra ni con un perro (no los hay) favorables. Espera Raimunda que la liturgia ilumine su tiniebla, que el párroco, que no deja de mirarla durante su prédica, encuentre en algún pasaje bíblico el perdón y ella se redima y pueda vivir sin la culpa. Nada trajo luz, ninguna hizo de agua que purificara. Dios no intervino, ni la acogió en sus brazos ni la apartó condenatoriamente. A Raimunda Aguinaga no se le ocurrió desgraciar a un perro al salir de misa. Tuvo la epifanía compensatoria de la que le alcanzó la última vez que asistió al templo y la piedra buscó la mano y la mano, resolutiva, al perro. Un ladrido, a lo lejos, la apartó de sus reflexiones teológicas. Anduvo hasta que estuvieron los dos frente a frente. El animal no rehusó el trato. Ella acarició su lomo. Era un perro pequeño, de ninguna raza reconocible, estaba sucio, daba pena. Al cogerlo en sus brazos y arrimárselo al pecho, notó una especie de sensación parecida al amor. Murió Raimunda esa noche. El perro está siempre en la puerta del templo. Esperándola
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