Todas las veces en que he comenzado un diario, en la edad en que uno confía a un diario el vértigo de vivir y todas esas zumbadas cosas y en la que la edad te anima a que ni se te ocurra arrancar uno, lo he abandonado con idéntico entusiasmo al que tuve al iniciarlo. De hecho, lo estoy haciendo ahora, aunque me envalentone y continúe haciendo anotaciones, dejando constancia de algo, imponiendo a la nada un atisbo de algo que, de no ser escrito, no se recordaría o no haría que alguien lo creyese también suyo. No recuerdo si el que empecé hace una vida (cuarenta años, más quizá) lo impregné de tristeza enteramente o entre las ruinas de mi desencanto (la edad de los diarios propende al gris, se hermana con todas las orfandades del mundo y finalmente se convierte en un alegato contra uno mismo) se apreciaba (izándose, viril) un punto de febril lirismo, de alegre coyunda con las palabras. Submarine es, más que otra cosa, una revelación de uno de esos amasijo de papeles reveladores. Lo escribe a beneficio óptico nuestro un muy peculiar adolescente inglés, sumergido en un mundo que lo aparta, uno que entiende a trozos, del que no acepta ciertas reglas (nada nuevo, por otra parte) y al que se ha propuesto vencer a base de convicciones sentimentales muy fuertes y arrebatos de melancolía.
Submarine es también la epifanía de un héroe. Se comprende que su ingreso en el mundo adulto es una batalla dura de la que no se sale indemne, con la que trasegamos el resto de nuestra vida, por la que razonamos que algo no nos vaya bien o vaya inconsolablemente mal, solo la que la suya, caligrafiada con limpio esmero por Ayoade, seduce por lo frágil y por lo poético. Hay poesía de andar por casa, subrayada por unas imágenes de un lirismo de una sencillez prodigiosa (paisajes fotografiados cálidamente, paseos fondeados en el romanticismo más naïf que pueda uno imaginar, alguna concesión videoclipera también) y hay también un comprensible banco de referentes cinéfilos, desde la Nouvelle Vague de Los 400 golpes (son historias de un mismo aliento iniciático) a todo el Free Cinema inglés, que era un cine de lo real, de la clase media, mirando la vida con una mirada radicalmente distinta a la de Hollywood. A Ayoade no le interesa el aire desabrido, la ira. La perfección no es un objetivo. A lo que se afana es al privilegio, un poco voyeurista, de contarnos las pulsiones morales, sentimentales o sexuales de un personaje absolutamente brillante, escrito con garra y filmado con delicadeza, Oliver Tate, protagonizado con moroso ardor por un hipnótico Craig Roberts, que transmite con absoluto rigor el desvalimiento del adolescente, su fe en sí mismo y cómo esa confianza lo salva del caos, le encuentra una novia y hasta le encomienda la salvación del matrimonio de sus (extraños, cuanto menos) padres.
De la felicidad o de la tristeza o del fardo de ambas, que pesa y que nos hace mudar el paso, es de lo que trata Submarine. La de un joven que vive en su cabeza al modo en que muchos lo hacen, en esa edad, en las feroces siguientes, aunque la forma en que Oliver se protege es la que arma enteramente el film: esa moderada voz en off, que no distrae del discurso de las imágenes, informa de lo que no se ve, pero omite redundar lo evidente, toda esa portentosa (insisto en la untuosa calidez de los fotogramas, en el cuidadísimo modo en que se ha fotografiado Gales, la gris Gales) galería de postales, de retratos canjeables por los que cualquier espectador pueda tener. Yo he sido Oliver en algún momento de mi vida, quién no. He sentido lo que Oliver ha sentido y he crecido (por dentro se tarda mucho en crecer) como él lo hace en este trozo de su biografía. Conmovedoramente, con humor también, sin el estrago que por debajo parece anunciarse a cada momento, Ayoade hace que sus protagonistas, al final del film, miren al mar y concentra en él toda la fragilidad de sus criaturas. Son adorables. Son tristes. Están abocadas a que la realidad se las trague. Ya saben, el futuro es así de cabrón. Todas las historias de amor que lo cruzan no se pueden comparar jamás a la primera. Podrán adquirir una trascendencia mayor, pero no agitan el pecho como lo hizo la primera. Ninguna que se le parezca. De eso, de filmar el amor (o la felicidad o lo que al amable lector se le ocurra) trata esta extraña (y delicada y deliciosa) cinta.
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