28.2.25

Dietario 34 / Volar




A los pájaros les tengo la envidia de las alas. No me los imagino en la quietud de la tierra, apaciguados en la rama de un árbol o en un cable de un tendido eléctrico, como el que vi ayer por la mañana y que me explicó más del mundo que muchos de los escritores que me han cogido de la mano y conducido por la intemperie de los días. Lo vi tan satisfecho y digno que me desentendí de mi condición de hombre y anhelé haber sido pájaro, aunque ese avenate inverosímil durara poco en mi cabeza y no tuviese más remedio que regresar a mi condición enteramente pedestre. El resto del día fue de una sobrecogedora rutina. No hubo nada que me hiciese pensar que pudiera izar el vuelo. 


Dietario 33 / Poetas

 Es difícil saber a quién le asiste la razón o si le asiste a tiempo completo y no hay materia a la que no le aplique la intendencia más alta y sobre la que no se permita vacilación o zozobra. He conocido yo gente muy preparada, gente de resoluciones expeditivas, gente que no se vienen abajo en la adversidad y a todo saben encontrarle una vía o un acceso limpio. Tienen la madera de la que uno carece y se prestigian más si no la airean, si no caen en presumir de ella y en hacer que a todo acuda y a todo le dé su pequeña o grande versión de los hechos. Son gente que admiro sinceramente. No porque sepa que no tengo los recursos que manejan -aunque alguno tendré y útil en labores que ellos ni alcanzan - sino porque entiendo que el mundo depende en parte de que existan y de que se involucren en las cosas y las gobiernen y no escatimen nada para que ese gobierno luzca, sea útil. 


No creo que se tenga razón a tiempo completo, como decía, algo debe salirse del tablero en la administración de un asunto tan enorme como un país, algo que afecte a un bloque de vecinos o a un pueblo entero. Lo que a unos resulta ventajoso es a ojos de otro un dislate, un metedura de pata descomunal o una tragedia. En lo privado, en el ámbito estrictamente personal, aplicamos la misma voluble ley: lo que a mis ojos es un proceder recto es en ojos ajenos un error o un delito o un pecado. Quizá la razón sea la que no sirva, digo el medir con ella, el pasar por su criterio las obras y los gestos, las palabras y las acciones. Pero si no es la razón, ¿qué? A K. le incomoda que todo se impregne de ella o deba impregnarse: prefiere la poesía que es el hacer, en su deriva etimológica, en su griego nativo. 


Hacer poesía, decir justamente lo que no se espera decir, obrar sin que se vea venir lo obrado, hacer que el camino más hermoso entre dos puntos no sea jamás la línea recta. Claro, que no podemos permitir un mundo en el que solo habiten poetas. Sería un modo insoportable. Tanta lírica debe malograrlo todo. He conocido gente con un sentido poético altísimo, sensibles hasta el desmayo, a los que se les ha puesto muy cuesta arriba sobrellevar las cosas mundanas, los trabajos domésticos, todo ese trasegar con la rutina que consiste en hacer la cama, fregar unos platos y llevar al día las cuentas de la casa. Asuntos etéreos, ésos son los más míos, me confesó un poeta, K. Me lo dijo como si estuviese liberado de esas diligencias laborales y otros, menos líricos, se encargasen de hacerlas por él, manumitido por alguna extraña conjunción estelar, cáscara de huevo aristocrático casi. 


Los poetas somos gente extraña, sin duda. Me he metido por alguna poesía de la que me haya sentido particularmente orgulloso. Al menos justo después de escribirla. No sé si se puede ser poeta a tiempo completo. Tal vez sí y el mundo gire por esa dedicación absoluta. Si Dios existiera debería separar a los poetas del resto de los mortales, se les debería conceder el paraíso y la salvación y la revelación de los secretos que siempre persiguieron. Si no es la razón, si no lo es de verdad, tendrá que ser la poesía. Ojalá sea ella. Es difícil saber nada. Igual no sabemos nada y todo son aproximaciones, incursiones muy cortas en un asunto que nos viene muy grande. 

27.2.25

Dietario/ 32 / Mapas

 


 Somos mapas que los demás cruzan, libros que los demás leen. Hay que festejar ese caudal de zozobra y de calma. Hay que ejercer el oficio de cartógrafo del alma.

26.2.25

Dietario 31 / La escritura libre


La idea de escribir sin pensar en lo que se escribe me fascina. Hay una falta de voluntad, una especie de pereza, una firmeza inquebrantable en no dar respuesta a todo, en no caer en la seguridad de que el texto está limado o de que un modelo de escritura es la única posible, tras haber fatigado muchas. No sabe uno bien qué es la literatura. Se tienen ideas y las ideas se escriben. Quizá no haya más.  Lo que me interesa en estos días es la ausencia de ideas, el volcado elemental de lo que se vaya dejando caer, al modo en que el pianista improvisa en su instrumento para soltar dedos. No tener ideas es tener algunas, en cierto modo. Una es la que afloja esa tensión en la escritura de la que uno a veces no sabe o no quiere deshacerse. Escribir sin que haya arrimo alguno de coherencia, aunque eso (en la práctica) sea enteramente falso y propicie la concurrencia de una manera precisa de contar la realidad, aunque sea una restitución (en apariencia) de menor trascendencia. La conciencia es la que avanza: se la ve fluir, adquirir consistencia, dejar un signo al que aplicar un método de revelación más hondo. Breton escribía deprisa, dejaba que una frase atropellara a la que se cruzaba en ese instante o que ninguna prosperara y se instalase otra, que acudía más morosamente, sin que se advirtiera que estaba pujando y cogiendo volumen. Se crea una realidad ajena a quien la impone: no le obedece, no se deja acariciar, ni siquiera es hostil. En clase, en ocasiones, suelo pedir que los alumnos foguen a capricho, se liberen sin que nada los frene: no les doy un patio grande en el que dar saltos o correr. Les pido que corran en el folio en blanco. A veces les dejo unas consignas; otras, según la experiencia que tengan, no hay obediencia alguna. Al acabar, leen, entre perplejos y alborozados, el texto que les ha ocupado esos cinco o diez minutos de creatividad primitiva y pura. No tardan en comprender que la inspiración les visitó. Entonces leemos en voz alta y sonríen, satisfechos, al reparar en una frase ocurrente o en una combinación de sustantivo y adjetivo insólita y hermosa y todo tiene sentido. 

23.2.25

La página en blanco





 Tengo un respeto absoluto a la página en blanco. Lo único que temo es no dar con qué ocuparla. Las veces en que he franqueado ese temor (no es temor en sí, es inquietud, también sobrecogimiento) he adquirido uno de los más placeres mayores que conozco: el de vaciarme en la escritura o el de, paradójicamente, llenarme mientras me voy desvaneciendo en ella. Al final del texto, cuando la última palabra ha sido alojada en el lugar que se le ha asignado, me encuentro en armonía con el cosmos y el aire danza en mis pulmones y la sangre brinca (loca) en mi corazón. Suelo escribir atropelladamente, no consiento que la idea a la que debo hacer salir se demore en demasía, preciso que surja. Más que nada, lo que anhelo es deshacerme de ella. La orfandad del que escribe se parece a la de ese mismo aire o a la de esa misma sangre. Los pulmones ejercen su trabajo estajanovista: los músculos intercostales y el diafragma se contraen, el aire entra en ellos. Escribir vendría a ser expirar, relajar esos músculos, permitir que el aire salga. El corazón es también un órgano perseverante, demos gracias a Dios por esa costumbre: cada flujo de sangre que ocupa las válvulas maniobra con ciega obediencia hasta que la arteria aorta la precipita al resto del cuerpo. Escribir vendría a ser bombear, cada palabra podría ser un latido. Nunca me ha intimidado una página en blanco. Bien al contrario, me ha conmovido su ofrecimiento. Quien no la ha cortejado, no tiene ni idea de lo promiscua que puede llegar a ser. Es insaciable, puede extenuarte, tiene la virtud de no tener virtud alguna o, si se prefiere, se deja hacer lo que te plazca, es la lascivia pura, no sabe contentarse, querría que únicamente existieses para que te volcases sobre ella y la agasajaras sin interrupción. No es de adular a quien se arroga el papel de amante y la cubre con la entera extensión de su alma. Aquí el cuerpo es irrelevante, es un estorbo, no cuenta nunca. Entre tener algo que decir y decir algo está la clave para que el amante esté siempre atento a sus requerimientos. Yo creo que soy de tener algo que decir, pero a veces me he visto diciendo algo, no pensando más de la cuenta en el propósito de lo dicho. De hecho, más que decir, prefiero recurrir al verbo contar. Si el amable lector se para a pensar un momento, advertirá que esto que lee tiene un sentido, avanza hacia un lugar, deja atrás otros, hace que parezca que al autor (hola, aquí estoy) le sobrevino algo que lo urgió a escribir. Ya saben: el aire bendito en el fuelle del pecho, la sangre gloriosa yendo y viniendo por su aprendida casa. Puedo asegurar que no es así en absoluto. No hay nada a lo que aferrarme para que la escritura fluya, yo me vacíe y usted se llene. Puedo asegurar también que nada de lo que yo aquí consigne debe ser apreciado, tenido en cuenta, considerado con seriedad, admitido a compartir una estancia con otros asuntos que en alguna ocasión hayan sido relevantes y dignos de recordarse y apreciarse, tenerse en cuenta, considerarse seriamente, en fin, ustedes ya saben. A veces sucede esto que estoy contando (o diciendo, no lo tengo claro del todo): es la escritura la que impone su criterio, no algo mío que la haga comparecer y sugerirme la posibilidad de que es completa propiedad mía. Qué va a ser. En el momento en que el texto concluye, dejo de pensar en él. Si me da por concederle una lectura, es de otro de quien pienso que procede. Mi responsabilidad es casi nula. Mi labor es una intermediación entre la nada y lo que quiera que haya cuando la nada se desdice y fluye. Creo que es la segunda vez que uso el verbo fluir. De no haber flujo, no habría escritura. De no haber ciega obediencia (como la del corazón, como la del pulmón) escribir sería un acto parecido a cualquier otro, pero es un acto único, no hay otro que se le parezca.

La primera vez que alguien escribe algo (a Borges le gustaba decir: lo impone a la realidad) siente una epifanía singularísima. De ser yo alguien creyente, diría que es Dios quien ha confiado su elocuencia en nosotros y ha hecho que los dedos se muevan sobre el teclado. Ahora iba a escribir algo sobre la benefactora costumbre de manuscribir, pero temo que abriría un melón nuevo, cuando todavía estoy calando éste. Como no creo, albergo la esperanza de creer algún día y recibir la noticia de los porqués de la escritura de primera mano, nunca mejor dicho (o contado o escrito, las palabras pugnan, algunas acaban logrando cierta preminencia). Vendría Dios y me susurraría al oído: «Hola, escritor, he venido a aclararte algunas cosas, déjame que empiece por el principio». Y el principio no es la página en blanco, me diría. Ni siquiera la necesidad de expresar algo (he omitido contar, decir, escribir adrede, no sé por qué de pronto esa preferencia léxica) o de vaciarte o de llenarte. No podemos saber nada de los motivos. Cualquier conclusión fiable se desvanece cuando otra más ardorosamente la reemplaza. Porque es el fuego el que dirá cuándo apremiarnos a escribir a los que escribimos. Yo mismo he sentido esta tarde su calor. Como un dios, como en un sueño, el fuego me ha hablado: «Hola, escritor, haz lo que debes, no salgas a pasear, no hables con tu mujer, no veas más televisión, abre el ordenador, busca el procesador de textos, mira la página en blanco, escribe». Antes de que nos invadieran las máquinas, el fuego pediría que se escribiese en la pared de la cueva o en la arena de la playa o en la piel. En el glorioso momento en que un cortesano chino llamado Ts’ai Lun pensó en abandonar el bambú y la seda y encontrar un soporte más duradero para escribir (gloria al papel, gloria eterna) el hombre intimó con los dioses, los tuteó, vio que podía crear, convidarse de lo real para transcribir lo real, empaparse de verdad para mentir con desempeño. Yo llevo años escribiendo a diario y sigo sintiendo una punzada novicia cada vez que afronto la página en blanco. No me creo un dios, pero lo soy, en cierto sentido. Cualquiera que imponga a la realidad lo que no estaba en ella lo es. Cualquiera que se arrogue esa empresa, la de escribir, es alguien que se ha desentendido de sí mismo para entenderse mejor. Se va del dolor a su alivio, escribí una vez. El pecho henchido, la voz tremolando en el aire o en la sangre, el corazón y los pulmones en el compromiso de cubrir su cuota de asombro. Escribir salvará de algo, supongo. Patricia Esteban Arles (estupenda escritora, léanla) imaginó que escribir es nadar a solas. Que el agua y la hoja en blanco te llevan en brazos. En volandas, añado yo, o ya lo hice, no recuerdo. Escribir es también una forma de hablar sin que te interrumpan. Alguien lo habrá dicho (o contado o escrito, permitidme el rizo semántico), pero cuadra ahora. Vila-Matas constata que los escritores “acaban solos y acaban mal”. quién no. Bolaño decidió ser escritor “en un instante de locura total. Escribir no es normal, no creo demasiado en la escritura. La literatura es un ejercicio aburrido y antinatural. Los escritores no sirven para nada. La literatura no sirve para nada. La literatura, sobre todo en la medida en que se trata de un ejercicio de cortesanos, de cualquier especie y de cualquier credo político, siempre ha estado cerca de la ignominia, de lo vil, y también de la tortura. La literatura se instala en el territorio de las colisiones y los desastres, en aquello que Pascal llamaba, si mal no recuerdo, el paréntesis, que es la existencia de cada individuo, rodeado antes de nada, antes del principio, rodeado de nada después del final”. El texto (sacado de Bolaño por sí mismo) añade que “en la literatura es casi imposible mantenerse a salvo. Todo mancha”. Y lleva razón. Claro que mancha, claro que escribir no es normal, claro que sí a casi todo, pero discrepo en lo de que la literatura no tiene utilidad alguna. A mí me sirve. Con fortuna o sin ella, apreciando únicamente la estadística, esto es, el número de palabras que escribo al cabo del día y que me hacen declararme escritor, yo escribo para ser feliz. Me salva, me hace mejor persona, me ayuda a elevar la cumbre penosa (a veces) de los días. Todo lo que hay alrededor mío y más aprecio (mi mujer, mis hijos, mi biblioteca, mis amigos, mis discos, mis películas, mi colegio, mi cerveza) cobra sentido cuando me lo cuento en un texto. No sabría vivir si no escribiera. En el fondo, es penoso eso. Creo que se vive mejor sin que esa voluntad exista. Bastaría leer. Ni leer, si me apuran, garantiza una vida mejor, pero yo amo una página en blanco. La he amado siempre. Este texto ya no es mío. Ni el aire es mío, ni la sangre.

La intemperie

 


    Ilustración: Slowek Gruca


No he leído nunca bajo el mar, pero no me han faltado ganas. No imagino otro refugio más placentero. Uso placentero en el sentido de placenta y de placer, de lugar en el que aplazarlo todo. Lecturas anfibias, textos submarinos. No he encontrado ninguna imagen en la que un astronauta, izado bien arriba, lea en la oscuridad primordial del espacio exterior. Lecturas siderales, textos celestes. Como ninguna de estas figuraciones de mi extravagancia libresca cae en lo razonable, leo en la intemperie, que puede ser la propia casa, a salvo de las inclemencias meteorológicas, o precisamente confiado a ellas, expuesto adrede. Porque la intemperie no es la ausencia de una techumbre. La intemperie lo ocupa todo. Incluso puede advertirse su presencia en el interior de la cabeza del que lee o del que escribe o del que sueña, que es una mixtura caótica entre lo fabulado y lo tangible, no habiendo en esa liza quién se arrogue la propiedad del paisaje. Dentro de la mía están el capitán Nemo en su Nautilus, Kurtz en el corazón de las tinieblas, Erizo con su ídolo Serio, Alex con sus drugos, Robinson Crusoe curtiendo en maldades a Viernes, Jekyll intimando con Hyde, Alonso Quijano desfaciendo entuertos o Emma Zunz buscando en el despacho del patrón un revólver. Se lee para exponerse a la intemperie, para que el cuerpo dolido sane o para que el sano, por coherencia narrativa, busque el dolor y se zafe más tarde de él y lo crea ficción. Todos los libros que compramos deberían venir con una escafandra. El hecho de que la logística editorial no la provea hace que cada lector dé con la suya. Habrá una para cada libro. No cabrían en casa. Ni en la intemperie cabrían. 



22.2.25

Breviario de vidas excéntricas / 56 / Raimunda Aguinaga

 A Raimunda Aguinaga se le ocurrió desgraciar a un perro nada más salir de misa. Cogió un chusco y lo aplicó con vigor en la cabeza del animal. Fue un arrebato, una idea que irrumpió sin mayor alharaca y se le quedó incrustada en alguna circunvolución, en el remoto repositorio neuronal del que no tenía noticia y al que no prestó más tarde aprecio relevante. Lo ajustició sin especial saña. Un golpe rápido. No hubo esmero, no miró atrás, no supo si el perro boqueó y luego dio el estertor prescrito o si los ojos bizquearon o si emitió algún ladrido testimonial con el que rubricara su perplejidad o codiciara el auxilio o todas esas peregrinas y extraordinarias cosas a la vez. Fue un perro aleatorio, el perro menos previsto, cualquiera que el azar ajustara a su incivil anhelo. El acto no le reportó a Raimunda otra felicidad que la de cumplir un mandato íntimo, poco pensado, pero intenso como un turbión de agua en una chapa. 

Al no haber nadie que sancionara su barbarie, Raimunda concluyó que si Dios hubiese reprobado la ejecución del animal habría dispuesto un público que luego pudiera reprenderla y hacer que la justicia cayese sobre ella inapelablemente. Prefiguró que si ninguna autoridad medió para interrumpir el sacrificio tampoco habría alguna con posterioridad a la que conceder la legitimidad de condenar su furibundia. Habrá más perros, pensó con alborozo, días en que al salir de misa una voz interior conmine a que dé con la piedra y la acoja en la cóncava paciencia de su mano. Con avaricia, con anticipada alegría, la contendría, se ocuparía de que ninguna evidencia suya alertara de su propósito y alguien acabara hilando una cosa con la otra y lo desbaratara. 

 Procurarse piezas de tamaño menor malograría su logro. La idea de usar alguna otra herramienta tampoco satisfizo su vocación de verdugo. La empresa fue altamente gratificante, aunque, al proponerse dar con un motivo, no alcanzara ninguno plausible. Conforme fue tumbando perros, Raimunda adquirió una confianza inédita. Contrariamente a lo esperado en ella, trabó la amistad de vecinos a los que nunca se dignó acercarse, permitió que algunos intimaran lo suficiente como para confiarles su empresa aniquiladora.

 Las piedras se convirtieron en bienes codiciados. Se podía observar a gente haciendo acopio de las idóneas. Que diezmara la población de chuchos callejeros no importó en demasía. Podían censurarse los métodos expeditivos (la piedra póstuma, la brecha entre las cejas o en la coronilla, la estadística de animales que indecorosamente alfombraban las calles). Podía temerse la posibilidad de que a los perros los reemplazaran los gatos. El entusiasmo de Raimunda era acogido con idéntico entusiasmo por quienes comprendieron que el acto de mandar al otro barrio a una criatura (sea perro, gato o gallina) no les incomodaba. Lejos de hacerles perder la limpia adquisición del sueño, sumirlos en una desazón,  ganaban en paz, en una especie de armonía espiritual que no precisaba explicarse, pero que los reconfortaba con dulce arrobo. 

El gremio de exterminadores de perros creció con asombrosa rapidez. Se alquilaron locales que alojaran las asociaciones surgidas, se votaron coordinadores, se hicieron cuestaciones populares para fletar autocares que llevaran a los más animados a otros pueblos. Un grupo municipal de magra bancada subió al orden del día del pleno la petición de que se castigara severamente a quienes practicaran el atroz ejercicio de descalabrar perros, pero su moción fue derrotada sin paliativos. Se opusieron todos en bloque. El alcalde expresó la desazón que ocupaba su corazón. Por un lado, se dolía de que la comunidad canina de la localidad estuviera amenazada severamente. Por otro, manifestaba con determinativa pompa el contento de los hosteleros del pueblo, que habían visto aumentar inusitadamente los clientes en sus terrazas. Venían de todas partes. Familias enteras ocupaban las mesas y esperaban a que la primera horda de desnucadores campase por las calles para ver de cerca el desquicio y dar asiento íntimo a todas las habladurías. 

Los servicios municipales entraron en pánico al comprobar que la estadística fúnebre adquiría cotas inasumibles para las arcas del consistorio. A quienes promovían cavar una fosa en la que arrumbar los cadáveres de los perros o arrojarlos al severo fuego se enfrentaban los que preferían dejarlos en la intemperie para que se marcaran los hitos del exterminio. Otra liza en vigor fue la de hacer un referéndum en el que el pueblo bendijera o censurara el hecho exacto de la erradicación de la población canina de la villa, por lo que improvisaron unas urnas en el casino de la plaza para que la ciudadanía votase si era pertinente instalar otras más adelante, de las que se extrajera la voluntad de la comunidad acerca de la costumbre de matar perros. Ninguna de estas favorables manifestaciones de la concordia humana prosperaron. Los despachadores de perros siguieron despachándolos, los reacios a que se despacharan siguieron enconados en que no se despacharan, de resultas que el censo canino quedó reducido a una magra cantidad que en modo alguno satisfacía a la legión de voluntarios animados a probar la dureza de los chuscos en la cabeza de los animales. 

El día en que el último perro acogió el peso de una piedra en su desprevenida mollera Raimunda Aguinaga convocó a sus acólitos y los conminó a que uno de ellos eligiera una de esas piedras y le abriera de parte a parte la cabeza. Argumentó que no las tenía todas consigo si se encomendaba ella misma el recado de abrírsela. No quería verse impedida, acuciada por un dolor extremo, si el golpe no era de la contundencia esperada o si, al aplicarlo, cambiara el ángulo de maniobra o no contara con el benefactor concurso de la suerte. Todos habían malogrado alguna ejecución por carecer de fuerza o por carecer de unos rudimentos mínimos de anatomía. No hubo nadie que acogiera con entusiasmo su anhelo, nadie que se arrogara ese delicado propósito. Raimunda, defraudada, recuerda el perro primero, esa suerte de revelación que la predispuso al mal, porque Dios, razona, no privilegia unas criaturas sobre otras y todas son divina ocurrencia suya. Con pudor, con determinación también, vuelve a la iglesia, se sienta en el mismo banco, asiste al oficio de misa compungida, la atraviesa la certeza de que no podrá volver a matar un perro, la de que no sabría dar con una piedra ni con un perro (no los hay) favorables. Espera Raimunda que la liturgia ilumine su tiniebla, que el párroco, que no deja de mirarla durante su prédica, encuentre en algún pasaje bíblico el perdón y ella se redima y pueda vivir sin la culpa. Nada trajo luz, ninguna hizo de agua que purificara. Dios no intervino, ni la acogió en sus brazos ni la apartó condenatoriamente. A Raimunda Aguinaga no se le ocurrió desgraciar a un perro al salir de misa. Tuvo la epifanía compensatoria de la que le alcanzó la última vez que asistió al templo y la piedra buscó la mano y la mano, resolutiva, al perro. Un ladrido, a lo lejos, la apartó de sus reflexiones teológicas. Anduvo hasta que estuvieron los dos frente a frente. El animal no rehusó el trato. Ella acarició su lomo. Era un perro pequeño, de ninguna raza reconocible, estaba sucio, daba pena. Al cogerlo en sus brazos y arrimárselo al pecho, notó una especie de sensación parecida al amor. Murió Raimunda esa noche. El perro está siempre en la puerta del templo. Esperándola  


21.2.25

Wonderful town, 2007

 



Hay ciertas películas que se desarrollan  enteramente en ciudades imaginarias, aunque se llamen Londres o Bombay o Madrid. Importa muy escasamente que los protagonistas sean arquitectos o boxeadores o corredores de seguros porque, a pesar de que se desplacen, hablen, escupan, lloren, forniquen o fumen, están muertos. Películas de gente muerta que transcurren en ciudades mentidas. No sabemos manejarnos cómodamente en ellas. Tampoco nos molesta esa turbación que provocan: el territorio frágil, cenagoso y triste que muestran nos es conocido y pisamos con curiosidad a la búsqueda de algo que nos reconforta. La aldea a la que devasta un tsunami en Tailandia es un lugar en donde sólo existe el paisaje. Nadie parece que la recorra y la urja a que se ice de nuevo. Hay películas que se emperran en hablar del amor en donde no debiera haberlo. Son melancólicas, etéreas, casi inconsistentes, de puro vacío. La ocupan unas manos que buscan otras manos o miradas que expresan lo que no podría un texto con diez oraciones subordinadas. La tristeza se prefiere sola, sin que nadie observe su decaimiento, esa intimidad completa. Hay películas de una sencillez conmovedora: es ese su amarre a la realidad. La reconstrucción de lo que quiera que la realidad abandonó cuando la comprometió el monstruo del agua es morosa, invita a pensar que no prosperará. Lo que la sencilla historia explica es cómo en un lugar tan estragado por el puro desastre puede surgir el amor y hasta qué infame punto esa pasión amorosa está condicionada por la amargura y el vaciamiento afectivo de los que sobreviven. Aditya Assarat filma una extraña parábola que narra los efectos morales de un cataclismo. No hay un registro fehaciente del desastre: no importa la violencia de la naturaleza caprichosa y bastarda, la que asoló las costas de Tailandia en 2.004. La mirada de la cámara se empecina en captar el sufrimiento, escucha el lamento del paisaje, conciencia al espectador (tímidamente, sin estrépito que desequilibre la poética de las imágenes) de la inmoralidad de que algún dios rudimentario y juguetón no hubiese intervenido a tiempo. Y aborda esa orfebre labor de reconstrucción de la vida en el pueblo con un interés lacónico, vagamente interesado en un guion que lo sustente, más cómplice de la sutileza, tal vez el instrumento más convincente y práctico para mostrar al espectador la épica de la rutina, cómo las frustraciones de un pueblo de un pudor extraordinario, que sobrevive al drama sin fatalismos, se transforman en una abrasadora y aséptica (en el fondo) anuencia. No lejos de estas visiones de la realidad está el temor al forastero, el miedo a que la realidad que existe afuera termine por restañar las heridas, a las que de alguna forma se rinde tributo. Las religiones erigen su prontuario de mitos y de metáforas desde el dolor y desde la riqueza moral de ese dolor. Los supervivientes no son felices, pero casi parece que eso no revirtiera mayor importancia: importa vivir, sin matices, sin las aristas ni los pliegues emocionales que la vida nos ofrece como un atlas en tres dimensiones. Por eso la historia de amor entre Ton y Na está premeditadamente simplificada, rebajada a pinceladas más o menos relevantes: lo que conforma el discurrir de ese encuentro amoroso es el propio atrezo, el lenguaje de los objetos a los que el tsunami ha reconvertido en otra cosa, en algo macabro, perverso, como si la cámara (de nuevo, inquisidora) escudriñara (desapasionadamente) la topografía del horror y rescatara vida en donde sólo respiraba el polvo que el tiempo abandona como único registro de su paso. Como esa tristeza que a veces vemos en los naufragios y en el inventario herrumbroso de los objetos que quedan en los camarotes o en la cubierta y en los que el tiempo ha situado una nueva y perturbada franquicia. Los amantes espontáneos (quiénes no lo son) no los bendice la comunidad vigilante, que es pacata y reprueba esa felicidad carnal que ellos no comprenden. Los recriminan con gestos, con indicios fiables de que sólo pueden ser felices en la desidia, en la mansedumbre colorista de un paisaje que se afana por recobrar el vigor y la lozanía, pero no así los protagonistas, los damnificados, los que vivían antes de que el pánico los reventara a golpe de ola. Tal vez murieron entonces y lo que se nos ofrece es una mentira fabulosa, un sueño de alguno de los moribundos. Espectros, al cabo, que fornican y miran el cielo torpe del paraíso. Y el pueblo renace de la muerte y alcanza, a golpe de rutina, la reconciliación con la naturaleza y con ellos mismos. De eso trata esta hermosa y triste película, de cómo siempre logramos levantar la cabeza y otear, entusiasmados, intrigados, expectantes, el horizonte alfombrado de la felicidad. 


20.2.25

Ser John Wayne



 



Anoche mi amigo J. me trajo esta fotografía que encontró en su móvil. No recuerdo cuándo se la envié. No importará. El tiempo es una cosa extraña. Y me acordé de mis años en la calle Jaén y vinieron José Ignacio, José Luis y Pepe. Ahí debemos andar los tres. 

Y sí, yo sigo siendo John Wayne. 

I/ Fundación de la épica

Al principio no fue el verbo ni tampoco la palabra izada en el cielo como un gran sombrero con un conejo dentro. Al principio, en el instante en el que la tierra bramó árboles y montañas, ríos y criaturas, ya estaba John Wayne. Ahí le ven, interrogándose sobre la naturaleza caótica del cosmos, contemplando el triunfo de la luz sobre las tinieblas, esgrimiendo su Colt como único discurso frente al desquicio de las horas. Un John Wayne imberbe, un John Wayne sin curtir todavía, un John Wayne miope y sin montura, fantaseando con la posibilidad de que la calle Jaén sea en realidad Monument Valley y esté John Ford detrás de la cámara registrando el prodigio. Yo era John Wayne en 1.970. Para que alguien sea John Wayne no se precisa conocerlo, ni haber visto un sólo western, ni montado a caballo, ni enfundado un Colt. Luego fui Peter Parker y fui Spiderman. Durante años los tres (Peter, Spidey y yo)  compartimos madre, padre y abuela. Un buen día (no sé si realmente fue bueno, pensado ahora) les dije adiós y no fui nadie en adelante, salvo Emilio Calvo de Mora Villar. Ni mi padre, ni mi madre, ni mi abuela advirtieron mi renuncia, ni apreciaron que yo hubiese decidido sentar cabeza. Más tarde la cabeza se levantó como a veces lo hacen las cabezas. Tampoco se percataron, suele pasar que la familia no está pendiente de las cogitaciones heroicas o superheroicas de sus vástagos. 

II/ Fundación del caos

Si no hubiese conocido a John Wayne o al trepamuros probablemente no habría entrado Kafka en mi vida. Sin Kafka no habría conocido a Musil. Sin Musil jamás hubiese tenido ocasión de penetrar en Benjamin. Ni en Kirkegaard. Tampoco Pessoa o Bukowski. Vestido de John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, hacia 1.970, mi cabeza era una cabeza mansa y protegida de perturbaciones, convencida de estar en el mejor de todos los mundos posibles, ajena al vértigo y a la fiebre del mundo verdadero que bullía (colérico) por ahí afuera. Mi niñez fue siempre fábula de fuentes. Fui el niño miope sin hermanos que recorría el Volga con los ojos cerrados y visitaba los mares del Sur en el rutilante blanco y negro de Raoul Walsh. Ninguno de las cosas que me hicieron vivir después de ser John Wayne guardan relación con ser John Wayne y salir a la calle sin que Kafka te haga caer en la cuenta de que poco a poco, en silencio, inadvertida y fluidamente, el caos va ocupando tu cerebro y el miedo a no volver a ser John Wayne se instala en tu corazón y ya nunca sale. 

III/ Fundación de la rutina

Buscaba ser feliz y me cobijé en un libro. A cierta edad los libros son bálsamos, soluciones farmacológicas, pócimas de una magia antiquísima. No recuerdo haber leído nada en la época en que yo era John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, en 1.970. Faltaban muchos años para que yo encontrase calor en un libro. No sentía frío o lo sentía y no advertía el daño que el frío me estaba produciendo. Cuando uno es feliz y lo es sin dobleces ni oraciones subordinadas, no hace falta engañar al reloj y buscar consuelo en las historias que forjan los otros. Eres tú el que las inventa, tú el que se aventura por el miedo y vuelve lleno de barro y con un cardenal en la rodilla, pero ufano y feliz, convicto de intriga y de asombro, esclavo felicísimo del juguete que es uno mismo. 

IV/ Fundación de la religión

Detrás del disfraz de John Wayne, allá donde uno deja la pistola, la placa del sheriff y el sombrero clásico, ahí, en ese lugar mágico, está Dios. Un Dios al acecho, uno atento a las mareas y a las cosechas, que aturde sólo con nombrarlo y que tutela nuestro lento y ceremonioso ingreso en la sombra. En 1.970, cuando yo era John Wayne, un John Wayne bizco y manso, noble y generoso como casi ningún Wayne de ninguna otra infancia, yo no creía en Dios. Yo creo que nacemos laicos. Los dioses nos los van metiendo como la tabla de multiplicar y la costumbre de saludar cuando se entra en un sitio. Al poco, conforme fui abandonando el paisaje (me lo quité sin saber el precio que habría de pagar por ese sencillo gesto) se me instaló una conciencia macabra de la divinidad. Me fue devorando por dentro, me fue iluminando por dentro, me fue creciendo hacia afuera, cuidando de que mi yo heroico, el yo épico de 1.970, no muriese del todo. Ahí anda quizá todavía. Agazapado. Sale a veces. Tímidamente sale. Se enseña. Dice: mirad, ya no soy John Wayne, soy Emilio Calvo de Mora Villar, soy Bill Evans en el Carnegie Hall, soy Humphrey Bogart con su halcón maltés, soy torpemente Funés el memorioso, soy el niño escondido en un barril lleno de manzanas a salvo de todos los piratas de las librerías. En el fondo, he aquí la biografía de quien siempre quiso quedarse en las páginas de la Marvel, en las historias del Jabato y del Capitán Trueno, en las películas de Errol Flynn en los bosques de Sherwood y en el patio del colegio Fray Albino con Raúl, José Luis, Segura y Lendines. Pero me quité el disfraz de John Wayne y Dios me alistó en su nómina de perplejos y de alucinados.

V/ Fundación de la mística

Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente las cosas, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura.

VI/ Fundación del después

La fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras. El que enfermó de metáforas y sanó en las metáforas. El que se aprendió la historia del mundo debajo de las barbas del león de la Metro. El que se prendó de la música del idioma de Milton y de la voz de Sinatra en sus discos de la Capitol. Ninguno de esos que luego se presentaron estaba en ése que apunta con su Colt al fotógrafo (mi padre, supongo) sin interés alguno en dañarlo. Como diciendo: te puedo matar, pero la pistola es de juguete. Como aligerando la gravedad del gesto con un mohín parvulario, con una evidencia de lo frágil que en ese edad puede llegar a ser uno. Más tarde la edad hace sus estragos, se cobra sus peajes, nos cuenta: te puedo matar, pero las palabras con las que te amenazo son de juguete. Como aligerando también la gravedad del texto con una posdata frívola, con una de esas golosinas que con frecuencia nos pone en los labios para que, al mordisquearla, al sentir cómo se funde con la saliva y explota en la garganta, apreciemos el gozo de las pequeñas cosas. Se registra lo pequeño. Se guardan las cosas que apenas molestaron. Más tarde es cuando las entendemos. Produce zozobra que seamos el mismo que hace cuarenta y cinco años. Zozobra y perplejidad. No entra en cabeza sensata que algo de aquel yo persista en el yo de ahora. Se deben haber perdido cosas, las que se ganaron debieron ocupar el sitio de las que sobraban. Piensa uno que fue John Wayne y hasta puede que no sea cierto. Cree uno haber sido muchas cosas, pero la realidad es que no fuimos tantas. Quedaron los deseos de ser otros, fueron esos deseos los que persistieron e hicieron que ahora (el ayer no existe, el ahora es leve, el mañana es falso) nos dé por ocupar el tiempo con estas frivolidades de quiénes pudimos ser y durante cuánto tiempo, pero sobre todo, con qué motivo, cuál fue la razón que nos empujó a fascinarnos por los demás y fantasear con la posibilidad de convertirnos en otros, en héroes y en dioses,  El Emilio que vino después siguió siendo hijo y luego fue padre. No se cree nadie que el de la fotografía llegase tan lejos, hiciese todo lo que hizo, escribiese algunos libros, y leyese cientos y cientos de ellos,  viajara a sitios muy lejanos, mantuviese amigos de esa infancia y nos los perdiese (como se suele) por el camino, encontrase el amor y el amor lo encontrase a él o como quiera que pasara o como todavía sigue pasando. No soy yo el de la fotografía, cómo habría de serlo, de qué manera podría entenderse que ese muchacho delgaducho (yo fui muy delgado, yo fui muy delgado, de verdad) viviese todos esos días y durmiese todas esas noches para estar ahora, sábado por la tarde, sentado frente a una pantalla escribiendo como suele, sin saber bien los motivos de la escritura, pero tampoco entiende los motivos para no escribir, de modo que pesa más el deseo de hacerme oír, de contarme las cosas por ver si a fuerza de pensar en ellas acabo por comprenderlas, aunque no tengo confianza en que nada de lo que haya hecho o nada de lo que haga en el futuro zanjará esa incertidumbre que lo mueve todo. Hoy me hizo nuevamente feliz ver la fotografía de 1970 en la que soy John Wayne, y sin tener ni idea de quién era el tal John Wayne, qué cosas. 

18.2.25

Comparecencia de la primera lagartija


 En un acto aleatorio de generosidad, el camaleón decidió no cambiar de color y así permitir que cualquier depredador desaprensivo tuviera la grosería de zampárselo. Esa disfunción cromática promueve el argumento del suicidio animal como el contrario, hacer surgir el milagro del color, el de la perseverancia en el ser, a pesar del rigor de la vida y de sus avatares y miserias. Hay criaturas que se desgracian solas. No las mueve ninguna tragedia, ni piensan siquiera en el futuro cercenado por una decisión desafortunada. No sabemos nada de lo que ocurre dentro de la cabeza de un camaleón o en la de nuestro vecino del bajo izquierda. Es probable que no ocurra nada en ninguna o que todo lo que sucede esté bien pensado y ambos procedan con absoluta convicción. 

Ayer vi la primera lagartija en el patio de mi casa a la caída de la tarde. Era diminuta, no como algunas que amedrentan por el tamaño y hacen pensar en terribles animales intimidatorios. La encontré timorata, parca en genio, un poco embobada en su porción de cal, no maniobraba con el desempeño y la determinación que suele cuando el buen sol la acaricia con su cálido abrazo y el horizonte es una utopía asequible. Se ausentaría al personarse el frío, se apremiaría a dar con un refugio en el que no verse importunada y pasar la noche a salvo de la grosera intemperie. Pensé en si su cabecita reptil urdió una rendición o sencillamente se guareció en alguna rendija de la pared o en el recreo del tejado. No sabe uno si las lagartijas que habitan su patio son legión o tan solo unas pocas han hecho en él su residencia. Temo que sea de una de esas lagartijas que maquinan desenlaces expeditivos a la trama de su existencia y se haya dejado comer por otra de su especie o un pájaro la haya alojado en su boca. Me acostaré con esa preocupación. Me felicitaré si es la única. 

Novelarse

 De una novela espera uno la restitución íntegra de un mundo. A poco que se involucran los sentidos en su lento desprecintado, lo que se espera de ella es la rendición mágica de un secreto, de algo que está protegido, a resguardo de las inclemencias de las estaciones, del bregar del tiempo, ocupando un sitio al que únicamente se accede si se enarbolan ciertos estandartes y se pasan ciertas pruebas. Una de ellas es la que hace que perdamos por completo la credulidad. 


Para leer una novela, hace falta fe, la que se dispensa en otros asuntos, la espiritual, la que concierne a lo que trasciende.  En una novela, en una en donde uno penetre y en donde elija residir durante la travesía que ofrece, suceden cosas que no se olvidan jamás. En la memoria, al modo en que se procesan, miman y finalmente se aman los recuerdos, alojamos las partes que más nos afectan. 


En ese hilo de las cosas, uno es a veces lo que ha leído. O más extensamente contado: lo que uno ha leído a lo largo de su vida se imbrica con lo que ha vivido de manera que llega un momento en que no discierne qué es real y qué fabulado, qué empresa fue franqueada por la voluntad propia y cuál lo fue por la del autor que nos persuadió de que nos la creyésemos. 


Leer es una forma velada de escribir, una que no se ejerce, una invisible. El que escribe, lee; quien lee, a su modo secreto, escribe. No hay escritor que no se convierte en su lector más exigente. Por eso a veces la criba no pasa: porque pesa más el lector. Se crea una insatisfacción. 


La literatura es una especie de refugio para insatisfechos. Podemos inferir que el escritor y el lector son, en realidad, la misma cosa. El que escribe se hace lector de sí mismo. El que lee se convierte en el escritor que no ha sido. Pienso ahora en Borges y en su Pierre Menard, un poco estrambóticamente, cuando escribió El Quijote, que ya había sido vertido por Cervantes. 


Pienso en la creencia sostenida de que cada libro está hecho para quien lo lee. Como si una lectura compartida, que suscite el diálogo, invadiera un territorio sensible al que uno ha accedido mágicamente y que no consiente (no es cierto, solo es un supuesto útil a esta reflexión) que sea democratizado. El amor no se democratiza. Le pertenece a uno. El objeto amado no es un paraíso para todos sino un búnker onanista, un país para un único habitante. 

16.2.25

Más Mala fe


 No hay mal sitio para un leer un buen libro. Ni para el amor propio. Ni para el humor bienintencionado. 

Dije que daría la tabarra, la matraca. Mala fe estará el 19 en su librería favorita y pueden acudir a Mahalta Ediciones y amablemente se os servirá en casa. 

Sigo leyendo…

13.2.25

Mala fe

 



Cuento aquí con entusiasmo que en pocos días estará en librerías Mala fe, mi primera novela, que generosamente me publica Mahalta. Seré un martillo pilón en los días venideros, os daré la tabarra, la matraca, habrá fuegos de artificio, grandes masas orquestales, hablaré de mi novela, seré una máquina de propaganda, un niño festejando el mejor de los juguetes. De momento, a falta de que llegue a casa la caja con algunos ejemplares, de que se lea, dejo aquí  la primera fotografía del neonato. Ha venido lustrosa la criatura. La portada es una maravilla que me ha regalado Fernando Oliva. Será presentada en Madrid el 14 de marzo y tendrá dos inmejorables presentadores. Me permitiréis que hoy en mi cabeza solo haya novela. No creo que la desocupe en algún tiempo. 

10.2.25

Dietario 30 / Desocuparse

 En desocuparse tarda uno más que en dar en lo que aplicarse y extenderse. No hacer nada es difícil. Hay quien ha logrado altas cotas de eficiencia en esa disciplina, pero se advierten descuidos, gestos que hacen pensar en que esa circunstancia insólita está a poco de desvanecerse y regresar la actividad, al ejercicio, a la comisión de algo que requiera una voluntad o una obligación. Los más fajados se ven a veces inquietados por la inminencia de algo inevitable, que pugna y se enseñorea. Mi abuela decía que yo no paraba quieto. Decía te comen los nervios. Ella era contenida, determinada a no acometer ninguna empresa, por pequeña que fuese, que malograra aquella virtud suya, la de estar consigo misma, la de la hospitalidad privada, supongo, la de no importunarse por casi nada, la de la mansedumbre. Ignoro qué bullía en su cabeza. Igual era un hervidero de moscas zumbando a su secreto modo. Ninguna de esas hipotéticas moscas alteraban su rostro granítico, esa disposición corporal en la que no faltaba  ni sobraba nada. Las veces en que he probado a manejarme en no pensar o en entretenerme con la pura nada he fracasado estrepitosamente. Acuden caballos, veo amaneceres, caigo en la cuenta de que no hay leche o mermelada de ciruelas en casa, me da por recordar a un amigo al que presté un disco de Weather Report, escucho la voz de mi madre diciéndome por la ventana sube, ya es hora, te dije que a las siete arriba, planeo el viaje que haremos en julio, pienso en una novela que me está dando bocados y pide que la transcriba y, sin embargo, presiento el atisbo (tenue, no crean) de cierto arrullo de lo hueco, esa bonanza de la absoluta inacción. Cuando logro o creo estar a punto de lograr mi propósito, sanciono el motivo que lo animó y me da por escribir o por poner en orden la casa o me vence con su titánico empeño el sueño. La cosa es no estar contento con nada y ni siquiera, ya arropados por la nada, considerar que se está bien y no se echa en falta la tralla, la jarana, la danza loca de la cabeza cuando se ve sola y no se gusta. Tal vez se precise saber estar solo y no siempre se sabe. 

Recitativo del hambre

 He aquí la oveja que al abandonar el aprisco se vio de pronto en el descuido de la noche, sola y desvalida, temerosa de que el lobo rondara, pero el lobo se hace cargo de la res y se conmueve como nunca antes y hace reparos al hambre y se queda mirándola como si fuese la primera oveja que viese y una ternura novicia lo reconcome por dentro. Ah, lobo, le dice los otros lobos, qué haces, por qué no tienes manchada la boca en sangre, qué hizo la oveja para ablandar ese corazón de piedra. Lobo calla, otorga, está contemplando a la oveja que ha abandonado el aprisco y se ha visto de pronto en el descuido de la noche, sola, desvalida, temerosa de que él rondara, pero él ha comprendido algo que no estaba antes a su alcance de lobo. Quizá la oveja también entendió algo que no estaba a su alcance de oveja cuando abandonó el aprisco y probó la intemperie, el ruido del miedo, la velocidad de las lágrimas. Ni las demás ovejas se percatan del extravío. Alguna caerá en la cuenta, dónde está la que falta, éramos la disciplina y la mansedumbre, se ha abierto una brecha, algo terrible está a punto de suceder. También los otros lobos se percatan del extravío. Alguno caerá en la cuenta, qué le ha pasado al lobo, éramos disciplina, éramos jauría, algo terrible, etcétera. Quizá el lobo piadoso entendió algo que no estaba a su alcance de lobo cuando el hambre lo arrojó a la intemperie y quiso hacer sonar el miedo, su música fúnebre, la velocidad de las lágrimas. La escena se queda fija. No pasa el tiempo. La oveja contemplando al lobo, el lobo sin perder ojo en la oveja. Todavía sucede. Las ovejas antiguas, las doctas, rumian el desenlace que no termina por llegar. Los lobos, los antiguos, los doctos, codician que ese de lo suyos que ha interpuesto un armisticio entre en razones, piense en la obediencia, en el hambre, en la mecánica de la dentellada en el cuello, en el correr de la sangre, en el sabor de la carne, en ese apaciguarse el alma y saber que todo está bien en el mundo. Las ovejas vaticinan el horror. La aniquilación. Alguna se ha envalentonado. Ha dado un paso al frente. Otra. Ha abandonado el aprisco. Ha entrado en el descuido de la noche. Ha mirado a la oveja precursora. Estoy aquí, no estás sola, somos dos, somos todas. Ahora hay dos ovejas, ahora hay dos lobos. Dos que serán tres o serán cinco. Cien. El redil está vacío. El dulce verdor del pasto hace que las ovejas hinquen la testuz. Ha podido la fragancia de la hierba glauca. Luego el lobo se extasía en el delirio de la carne. Es el hambre la que deshace la quietud, el milagro imposible de la reconciliación. 



9.2.25

El siguiente texto podrá herir su sensibilidad

 Hoy todo el mundo se queja por cualquier cosa. No hay nada más que observar las advertencias con las que los creadores de contenidos (o los que los difunden) creen poder zafarse de las reclamaciones del público. El paternalismo no obedece a causas morales sino judiciales. El hecho de prevenir sobre lo que se va a ver o leer contiene un desvalimiento del mismo hecho creativo y un proteccionismo ilegítimo del que se encomienda la experiencia de ver o de leer. Las cajetillas de tabaco lanzan el aviso de que nos vamos a morir si encendemos el cigarrillo e inhalamos el cáncer que venden. Ya no se publicitan bebidas alcohólicas, ya no se ve a casi nadie fumar en las películas, aunque no hayan entrado seriamente al trapo en la comisión de la miseria de las guerras y se lucren con las alharacas de las bombas y de los cuerpos rotos en los escombros. No hay manera de que prescindamos de los textos aleccionadores con los que abren las series que vemos en televisión: se esmeran en contarnos con interesado anticipo que habrá sexo explícito, suicidios, violencia física o verbal y presencia de sustancias tóxicas. Son malos estos tiempos, no se ve indicio de que se corrijan, se desdigan y pidan perdón por darnos la información que no requeríamos. Más que personas que nacen, crecen, se reproducen (los que lo hagan) y mueren, somos espectadores, somos consumidores. La consigna es la anuencia del comprador, el arbitrio al desprenderse de las monedas y otorgar su valor a otros. El futuro es estremecedor. Alguien pensará por cualquiera que no se atreva a pensar en demasía y prefiera que se lo den todo troceado y mascado. La trazabilidad del producto comienza cuando el que lo fabrica se precave de sus posibles inconveniencias y dedica tiempo y esmero a que ningún observador malintencionado lo repruebe. De ahí aquellos dos rombos 

exhibidos en la esquina derecha de la pantalla del televisor para contener a los espíritus castos y encandilar a los desaprensivos. Todo por cuidar de nuestra sensibilidad, decían: lo siguen haciendo. Sucede que ahora debiera haberse retraído ese afán de orden y cautela, pero el reloj del progreso ha decidido marchar hacia atrás, no conmoverse con todo lo que se ha construido y crear una civilización menos crítica, manejable, de fácil conducción por los pastos donde la hierba crece bajo estrictas condiciones mercantiles. Y uno querría que no le quisieran tanto, que lo dejaran equivocarse, escandalizarse, ver todo lo inconveniente, escuchar todo lo impertinente. Están evitando que pensemos. Tendrán un redil ágrafo y anestesiado. Evitarán que padezcamos, reconducirán nuestras redes neuronales para que el salto sináptico (con su épica violenta y su loca danza de electrones) no sea vertiginoso, ni siquiera entrañe un peligro, sino que fluya con mansedumbre y no nos haga perder el equilibrio, ese tener los pies en el suelo que tan favorablemente aprecian los que han censurado el aire. Lo que habremos perdido es la posibilidad del fracaso. No permitirán ni que decidamos qué hacer con nuestra vida. No temblará el corazón cuando algo hermoso suceda sin que se espere. Porque el asombro habrá sido sacrificado. La sensibilidad de la que nos valíamos para sentirnos vivos se habrá entenebrecido, convertido en otra cosa, en algo medible y canjeable por algún tipo de rédito financiero. El arte será el primer damnificado. Ya lo está siendo. No nos quejamos en balde. La maquinaria de la asepsia ha sido testada y echada a andar. La enfermedad será una utopía

8.2.25

Dietario 29 / Volar

 La pértiga es un objeto extraño. No tiene más función que hacernos creer que podemos volar. Y, sin embargo, sucede el vuelo. Dura lo que el aire tarda en traernos de nuevo al prescrito suelo. Así a veces un poema. 

Dietario 28 / Llover

 He visto llover las veces suficientes como para saber que no es la lluvia lo que se nombra cuando decimos que llueve. Es otra cosa, algo que la lluvia incorpora a su decantarse manso o de hierro que no puede ser percibido si no llueve. Como la poesía. Dice cuando comparece lo que no podría ser dicho de otra manera y, sin embargo, no se puede contar, no es posible contar la lluvia. Escribir es a veces transcribir el agua, darle cuerpo de palabra y confiarse a que en ella concurra la elocuencia de lo inefable. 

Submarine, 2010

 



Todas las veces en que he comenzado un diario, en la edad en que uno confía a un diario el vértigo de vivir y todas esas zumbadas cosas y en la que la edad te anima a que ni se te ocurra arrancar uno, lo he abandonado con idéntico entusiasmo al que tuve al iniciarlo. De hecho, lo estoy haciendo ahora, aunque me envalentone y continúe haciendo anotaciones, dejando constancia de algo, imponiendo a la nada un atisbo de algo que, de no ser escrito, no se recordaría o no haría que alguien lo creyese también suyo. No recuerdo si el que empecé hace una vida (cuarenta años, más quizá) lo impregné de tristeza enteramente o entre las ruinas de mi desencanto (la edad de los diarios propende al gris, se hermana con todas las orfandades del mundo y finalmente se convierte en un alegato contra uno mismo) se apreciaba (izándose, viril) un punto de febril lirismo, de alegre coyunda con las palabras. Submarine es, más que otra cosa, una revelación de uno de esos amasijo de papeles reveladores. Lo escribe a beneficio óptico nuestro un muy peculiar adolescente inglés, sumergido en un mundo que lo aparta, uno que entiende a trozos, del que no acepta ciertas reglas (nada nuevo, por otra parte) y al que se ha propuesto vencer a base de convicciones sentimentales muy fuertes y arrebatos de melancolía. 

Submarine es también la epifanía de un héroe. Se comprende que su ingreso en el mundo adulto es una batalla dura de la que no se sale indemne, con la que trasegamos el resto de nuestra vida, por la que razonamos que algo no nos vaya bien o vaya inconsolablemente mal, solo la que la suya, caligrafiada con limpio esmero por Ayoade, seduce por lo frágil y por lo poético. Hay poesía de andar por casa, subrayada por unas imágenes de un lirismo de una sencillez prodigiosa (paisajes fotografiados cálidamente, paseos fondeados en el romanticismo más naïf que pueda uno imaginar, alguna concesión videoclipera también) y hay también un comprensible banco de referentes cinéfilos, desde la Nouvelle Vague de Los 400 golpes (son historias de un mismo aliento iniciático) a todo el Free Cinema inglés, que era un cine de lo real, de la clase media, mirando la vida con una mirada radicalmente distinta a la de Hollywood. A Ayoade no le interesa el aire desabrido, la ira. La perfección no es un objetivo. A lo que se afana es al privilegio, un poco voyeurista, de contarnos las pulsiones morales, sentimentales o sexuales de un personaje absolutamente brillante, escrito con garra y filmado con delicadeza, Oliver Tate, protagonizado con moroso ardor por un hipnótico Craig Roberts, que transmite con absoluto rigor el desvalimiento del adolescente, su fe en sí mismo y cómo esa confianza lo salva del caos, le encuentra una novia y hasta le encomienda la salvación del matrimonio de sus (extraños, cuanto menos) padres.

De la felicidad o de la tristeza o del fardo de ambas, que pesa y que nos hace mudar el paso, es de lo que trata Submarine. La de un joven que vive en su cabeza al modo en que muchos lo hacen, en esa edad, en las feroces siguientes, aunque la forma en que Oliver se protege es la que arma enteramente el film: esa moderada voz en off, que no distrae del discurso de las imágenes, informa de lo que no se ve, pero omite redundar lo evidente, toda esa portentosa (insisto en la untuosa calidez de los fotogramas, en el cuidadísimo modo en que se ha fotografiado Gales, la gris Gales) galería de postales, de retratos canjeables por los que cualquier espectador pueda tener. Yo he sido Oliver en algún momento de mi vida, quién no. He sentido lo que Oliver ha sentido y he crecido (por dentro se tarda mucho en crecer) como él lo hace en este trozo de su biografía. Conmovedoramente, con humor también, sin el estrago que por debajo parece anunciarse a cada momento, Ayoade hace que sus protagonistas, al final del film, miren al mar y concentra en él toda la fragilidad de sus criaturas. Son adorables. Son tristes. Están abocadas a que la realidad se las trague. Ya saben, el futuro es así de cabrón. Todas las historias de amor que lo cruzan no se pueden comparar jamás a la primera. Podrán adquirir una trascendencia mayor, pero no agitan el pecho como lo hizo la primera. Ninguna que se le parezca. De eso, de filmar el amor (o la felicidad o lo que al amable lector se le ocurra) trata esta extraña (y delicada y deliciosa) cinta. 

Nieve negra / Las ovejas y los lobos


                                           Retorno al pasado, Jacques Tourneur, 1947





Lo que uno querría es una vida que no dependiera de que los malos recuerdos la torciesen. Del pasado, salvo que nada extraordinario lo impregnase, hay que precaverse. Suele irrumpir con mala fe, dar la estocada a quien ni el presente conforta. Lo del futuro es una prospección inasible, un especular confiado al azar, un querer lo que no se pudo, una hipótesis manuscrita con torpe caligrafía. Al cine o a las novelas de género negro, tan pulcro en su resucitación del pasado, en su propósito de cartografiar un estado injusto de las cosas, una turbiedad en la sociedad, le agrada toda esa zozobra del tiempo, que es un juez severo y también un verdugo paciente. En Retorno al pasado, que vi anoche embargado por la emoción, el detective Jeff Markham se prenda de las bondades de la mujer de un mafioso que le ha encomendado encontrar por unos dólares que la fugada le birló y por las malas maneras en que lo hizo. La película de Jacques Tourneur es la quintaesencia del género por muchas causas, pero la que más seduce es la orfandad de todos sus protagonistas. El pasado los persigue y saben que los atrapará. Mitchum no tiene rival en la contención dramática. Lo expresa todo sin tener que recurrir a los aspavientos, a cualquier alharaca gestual que reduciría algo que es innegociable en las buenas interpretaciones: la credibilidad. Hay vidas creíbles y las hay impostadas, pensé cuando la película terminó (era tarde, la empecé en una hora maravillosamente imprudente) y no se me ha ido de la cabeza la vulnerabilidad de cualquier personaje, incluso de los más recios y heroicos, los habituales en los protagonistas de la épica noir. La escena que representa toda la trama es la del detective en la barra de un bar. Ahí mide el estrago al que arroja su vida, que no es la más deseable, imaginamos, pero a la que no sabe renunciar y en la que se curte a golpe de fatalidad. Quiso mi voluntad que la cara de Mitchum se acoplara a la de Roberto Esteban, el ex-campeón de Europa de los pesos medios metido a portero de discoteca, el desencantado, el hombre abstemio y menos pendenciero de lo que la selva en la que malvive le exigiría, el perdedor, el antihéroe, medio sordo, medio cojo, fajado en dar palizas por encargo.  Roberto Esteban es el narrador de Nieve negra, la estupenda novela (negra), editada con primor (como todo lo que hace) por Reino de Cordelia, es el pilar absoluto sobre el que se construye la casa del dolor, la de las venganzas, la de la amistad también.

No sabemos qué hay de Roberto Esteban en David Torres, el entusiasta muñidor de la trama. No se debe esperar que el autor esté en lo que escoge narrar. Yo creo que es la sociedad la que escribe, ella provee la contienda a la que asistiremos y David Torres se deja llevar y trae lo que le han confiado. La entera restitución de la gran literatura (esta lo es primorosamente) no codicia que haya autores y que sobre ellos se articule un modo de leer o de entender lo leído. Podríamos prescindir del nomenclátor de todos los escritores y entregarnos únicamente a la obra que entregaron. Puede entenderse que David Torres esté tangible y cabalmente o que no haya nada suyo en las invenciones de su imaginación, que tampoco será suya: será un palimpsesto, una gran cebolla a la que le vamos retirando las lascas combadas que anticipan algún centro que justifique todas las lágrimas. Estas consideraciones son innecesarias, todas lo serán, pero a mí me agrada leer sin tener nada a lo que aferrarme, adentrándome a ciegas, pero iluminado, en el fondo. Al cabo, leer es un fuego, cada libro es un ave fénix, cada lector es el único lector.

Nieve negra es una falsa novela negra en la que los acontecimientos contienen algunos de los patrones de la novela negra, pero se deshace de cualquier filiación (podría ser un apéndice suyo, un fruto extraño, una criatura emancipada) y se prefiere libertaria, desprovista de los arquetipos del género (el sexo no cuenta, ni la sangre abunda, ni el alcohol marca las causas y los azares, ni el tabaco llena de humo las escenas) y abonada con pulcro fervor a un tipo de novela que avanza con precisión  y permite que la intriga (la hay, Nieve negra atrapa y no te suelta, se lee de un tirón, se desea que prosiga) no perturbe la elocuencia de las palabras que la vierten, que son sórdidas o luminosas, que se encrespan o dulcifican según lo que se exija. A esta novela se le abriría algún roto si el lenguaje no fuese tan hermoso. ¿Cabe la lírica en el noir? Dígase aquí un sí rotundo. Torres hace literatura, se las compone para que el texto vertido sea un disfrute narrativo del tipo en el que podría prevalecer la forma al fondo mismo, que es (dígase también, afírmese con idéntico empeño) absolutamente fluido. La novela avanza con firmeza, lo que se cuenta (un declive moral y físico, un dibujo de una ciudad, una hagiografía de la noble disciplina del boxeo, una resonancia de las partes dañadas de una sociedad, un asesinato, un bodegón de jarrones rotos) se adhiere a la piel, la impregna, hasta se aprecia que cala y permanece. Este lector entusiasta la leyó en dos sentadas, y volvió más tarde (semanas después) a prendarse por segunda vez para que lo sabido (lo recordado) se convidara de novedad y surgieran (lo hacen) matices nuevos, una voz distinta a la que nos habló noviciamente. Debe el lector afincar su sensibilidad en las buenas maneras en que la historia se va precipitando como un líquido moroso, dulce a ratos, perturbado por la intemperie gris de la maldad humana. 

Es la figura de Roberto Esteban la que hace que todo funcione como un reloj suizo. Hay en lo que encomienda contar un metrónomo calibrado para que el pulso narrativo, se advierte un tempo regular, un fluir medido, una robusta maquinaria, engrasada con oficio, que no ambiciona arabescos, ni composturas sofisticadas, sino que se limita (he aquí el mérito, es esta la principal virtud de Torres) a dar un testimonio. La misma novela negra, en su canon, elude fijar en la resolución del misterio (un crimen, por lo general, muchos a veces) el motivo de su desempeño expositivo. Importa saber qué paso en la medida en que importa saber el porqué y las consecuencias de que pasara. Se le asigna un carácter prospectivo, ajustado a la posibilidad de que lo narrado sucedió antes, sucede mientras el lector lo observa y sucederá cuando se cierre la trama. Porque en todas las historias convergen otras historias o porque no hay nada que no se haya dicho o escrito, aunque el escritor (o el que dice) se faje en habilitar un paisaje nuevo o un discurrir distinto. 

En Nieve negra hay escenas que hemos visto antes (también las hemos leído), pero no debe buscarse la originalidad, que la hay a espuertas si se escudriña a conciencia la sustancia del texto, sino el respeto imaginativo a un patrón y, al aplicarlo a la narración, la convocatoria feliz de la disidencia, a la que el autor concede espacio y nos hace creer que es todo verdad y que no comparece en la restitución de los acontecimientos ninguno del que tengamos noticia. Qué placer leer así, pensé mientras leía. Qué bien tener un libro que se sorbe, que vale por lo que cuenta, por el cómo es contado y, sobre todo, por la creación de un personaje inolvidable, del que (admito mi falta, la compensaré) no sabía nada, aunque ya venía de dos entregas anteriores (El gran silencio  en 2003 y Niños de tiza en 2008) y que ahora Torres ha traído de nuevo, quién sabe si en el deseo de cerrar una trilogía o darle una paz, un refugio, una barra en un bar en la que beber zumo de naranja con el alma tranquila y el cuerpo descansado. Esteban es el antihéroe, es el personaje crepuscular, es el tocado por la gracia de la perseverancia. Su constancia duele. Podemos advertir un poco de su dolor en el nuestro. Su pesquisa detectivesca es también de naturaleza moral. El propósito no es meramente policial, no se arroga la revelación de una verdad: es él mismo el arrojado a la rendición de una especie de milagro íntimo, que consistirá (sucedió, sucede, sucederá) en dar con algún tipo de redención y encontrarse. Quién no hace eso, quién no hurga en la realidad para adquirir la propiedad de sí mismo. 

Torres debió dejarse llevar, permitidme el atrevimiento, el decir sin sustento. La novela se iría fraguando conforme la propia novela fuese creciendo. Los personajes son los que la escriben, no el amanuense, aunque su intermediación la imponga a la realidad y haga que funcione. Hasta la propia nieve que cubre Madrid en los últimos pasajes de la historia debió hablarle: mira, David, yo también puedo ayudar, sé de la debilidad del hombre, lo he visto las veces suficientes en la derrota, en la renuncia, tú lo que debes hacer es darme carta blanca o roja o negra, haré que los pies se hundan en el suelo y el frío desangele la luz de la sangre, yo expiaré las culpas, yo seré un vara de medir, un salmo o un libro con ilustraciones atroces.. Y la ciudad (Madrid como un campo de batalla, Benidorm como un pista de circo) también contribuirá a que las piezas ensamblen y la recorramos con paso firme, entenebrecidos a veces, súbitamente iluminados otras.

No hay personajes secundarios en Nieve negra. Algunos que más inclinados a serlo comparecen con sólida vocación de argamasa. De algunos se querría saber más, sabe a poco lo que se nos cuenta, anhelamos un spin-off, un ofertorio de las prendas místicas y de las mundanas con las que todos ellos han llegado a ser lo que son (el Sebas en su Oso Panda, donde siempre son las tres de la madrugada, la Viuda en su negociado del lumpen, la hondureña Gabriela con su bagaje de tragedia), pero ellos se bastan, dan de sí lo que deben para que el inicio, el nudo y el desenlace (ayer hablamos de eso en mi clase de lengua) lleven en volandas a un lector agradecido por la pulcritud del relato, por el respeto a su inteligencia, por la brillantez estilística, por la difícil decisión de dar al protagonista la voz que hará que hablen todas las demás voces, que huroneen y callen, que tropiecen y se levanten, que vivan, al cabo. Todo para que al final el señor Esteban, démosle ese atributo, se lo merece, meta en el microondas una taza de leche (no le gusta, es para calentarse las manos) . "Dicen que no se debe beber leche después de aprender  a andar, pero tampoco tiene mucho sentido seguir vivo después de la infancia". Uno querría, al menos, vivir sin que los malos recuerdos desgracien el presente o arruinen la bondad invisible del futuro, que es una puerta hacia no sabemos qué en una noche fría y de nieve en la que los zapatos se hunden y el tres cuartos (cada uno llevará uno cuando se precise) es la única casa disponible. Afuera estará la locura del hombre, el desquicio alimentado por las causas más peregrinas y habrá perdón y también silencio para que irrumpan los recuerdos y no lastimen  










Un bostezo de Dios

 Un agujero negro vendría como un corazón roto. Uno no maneja la nomenclatura, pero arrima el sesgo poético. Porque en las metáforas está to...