A los pájaros les tengo la envidia de las alas. No me los imagino en la quietud de la tierra, apaciguados en la rama de un árbol o en un cable de un tendido eléctrico, como el que vi ayer por la mañana y que me explicó más del mundo que muchos de los escritores que me han cogido de la mano y conducido por la intemperie de los días. Lo vi tan satisfecho y digno que me desentendí de mi condición de hombre y anhelé haber sido pájaro, aunque ese avenate inverosímil durara poco en mi cabeza y no tuviese más remedio que regresar a mi condición enteramente pedestre. El resto del día fue de una sobrecogedora rutina. No hubo nada que me hiciese pensar que pudiera izar el vuelo.
28.2.25
Dietario 33 / Poetas
Es difícil saber a quién le asiste la razón o si le asiste a tiempo completo y no hay materia a la que no le aplique la intendencia más alta y sobre la que no se permita vacilación o zozobra. He conocido yo gente muy preparada, gente de resoluciones expeditivas, gente que no se vienen abajo en la adversidad y a todo saben encontrarle una vía o un acceso limpio. Tienen la madera de la que uno carece y se prestigian más si no la airean, si no caen en presumir de ella y en hacer que a todo acuda y a todo le dé su pequeña o grande versión de los hechos. Son gente que admiro sinceramente. No porque sepa que no tengo los recursos que manejan -aunque alguno tendré y útil en labores que ellos ni alcanzan - sino porque entiendo que el mundo depende en parte de que existan y de que se involucren en las cosas y las gobiernen y no escatimen nada para que ese gobierno luzca, sea útil.
No creo que se tenga razón a tiempo completo, como decía, algo debe salirse del tablero en la administración de un asunto tan enorme como un país, algo que afecte a un bloque de vecinos o a un pueblo entero. Lo que a unos resulta ventajoso es a ojos de otro un dislate, un metedura de pata descomunal o una tragedia. En lo privado, en el ámbito estrictamente personal, aplicamos la misma voluble ley: lo que a mis ojos es un proceder recto es en ojos ajenos un error o un delito o un pecado. Quizá la razón sea la que no sirva, digo el medir con ella, el pasar por su criterio las obras y los gestos, las palabras y las acciones. Pero si no es la razón, ¿qué? A K. le incomoda que todo se impregne de ella o deba impregnarse: prefiere la poesía que es el hacer, en su deriva etimológica, en su griego nativo.
Hacer poesía, decir justamente lo que no se espera decir, obrar sin que se vea venir lo obrado, hacer que el camino más hermoso entre dos puntos no sea jamás la línea recta. Claro, que no podemos permitir un mundo en el que solo habiten poetas. Sería un modo insoportable. Tanta lírica debe malograrlo todo. He conocido gente con un sentido poético altísimo, sensibles hasta el desmayo, a los que se les ha puesto muy cuesta arriba sobrellevar las cosas mundanas, los trabajos domésticos, todo ese trasegar con la rutina que consiste en hacer la cama, fregar unos platos y llevar al día las cuentas de la casa. Asuntos etéreos, ésos son los más míos, me confesó un poeta, K. Me lo dijo como si estuviese liberado de esas diligencias laborales y otros, menos líricos, se encargasen de hacerlas por él, manumitido por alguna extraña conjunción estelar, cáscara de huevo aristocrático casi.
Los poetas somos gente extraña, sin duda. Me he metido por alguna poesía de la que me haya sentido particularmente orgulloso. Al menos justo después de escribirla. No sé si se puede ser poeta a tiempo completo. Tal vez sí y el mundo gire por esa dedicación absoluta. Si Dios existiera debería separar a los poetas del resto de los mortales, se les debería conceder el paraíso y la salvación y la revelación de los secretos que siempre persiguieron. Si no es la razón, si no lo es de verdad, tendrá que ser la poesía. Ojalá sea ella. Es difícil saber nada. Igual no sabemos nada y todo son aproximaciones, incursiones muy cortas en un asunto que nos viene muy grande.
27.2.25
Dietario/ 32 / Mapas
Somos mapas que los demás cruzan, libros que los demás leen. Hay que festejar ese caudal de zozobra y de calma. Hay que ejercer el oficio de cartógrafo del alma.
26.2.25
Dietario 31 / La escritura libre
23.2.25
La página en blanco
Tengo un respeto absoluto a la página en blanco. Lo único que temo es no dar con qué ocuparla. Las veces en que he franqueado ese temor (no es temor en sí, es inquietud, también sobrecogimiento) he adquirido uno de los más placeres mayores que conozco: el de vaciarme en la escritura o el de, paradójicamente, llenarme mientras me voy desvaneciendo en ella. Al final del texto, cuando la última palabra ha sido alojada en el lugar que se le ha asignado, me encuentro en armonía con el cosmos y el aire danza en mis pulmones y la sangre brinca (loca) en mi corazón. Suelo escribir atropelladamente, no consiento que la idea a la que debo hacer salir se demore en demasía, preciso que surja. Más que nada, lo que anhelo es deshacerme de ella. La orfandad del que escribe se parece a la de ese mismo aire o a la de esa misma sangre. Los pulmones ejercen su trabajo estajanovista: los músculos intercostales y el diafragma se contraen, el aire entra en ellos. Escribir vendría a ser expirar, relajar esos músculos, permitir que el aire salga. El corazón es también un órgano perseverante, demos gracias a Dios por esa costumbre: cada flujo de sangre que ocupa las válvulas maniobra con ciega obediencia hasta que la arteria aorta la precipita al resto del cuerpo. Escribir vendría a ser bombear, cada palabra podría ser un latido. Nunca me ha intimidado una página en blanco. Bien al contrario, me ha conmovido su ofrecimiento. Quien no la ha cortejado, no tiene ni idea de lo promiscua que puede llegar a ser. Es insaciable, puede extenuarte, tiene la virtud de no tener virtud alguna o, si se prefiere, se deja hacer lo que te plazca, es la lascivia pura, no sabe contentarse, querría que únicamente existieses para que te volcases sobre ella y la agasajaras sin interrupción. No es de adular a quien se arroga el papel de amante y la cubre con la entera extensión de su alma. Aquí el cuerpo es irrelevante, es un estorbo, no cuenta nunca. Entre tener algo que decir y decir algo está la clave para que el amante esté siempre atento a sus requerimientos. Yo creo que soy de tener algo que decir, pero a veces me he visto diciendo algo, no pensando más de la cuenta en el propósito de lo dicho. De hecho, más que decir, prefiero recurrir al verbo contar. Si el amable lector se para a pensar un momento, advertirá que esto que lee tiene un sentido, avanza hacia un lugar, deja atrás otros, hace que parezca que al autor (hola, aquí estoy) le sobrevino algo que lo urgió a escribir. Ya saben: el aire bendito en el fuelle del pecho, la sangre gloriosa yendo y viniendo por su aprendida casa. Puedo asegurar que no es así en absoluto. No hay nada a lo que aferrarme para que la escritura fluya, yo me vacíe y usted se llene. Puedo asegurar también que nada de lo que yo aquí consigne debe ser apreciado, tenido en cuenta, considerado con seriedad, admitido a compartir una estancia con otros asuntos que en alguna ocasión hayan sido relevantes y dignos de recordarse y apreciarse, tenerse en cuenta, considerarse seriamente, en fin, ustedes ya saben. A veces sucede esto que estoy contando (o diciendo, no lo tengo claro del todo): es la escritura la que impone su criterio, no algo mío que la haga comparecer y sugerirme la posibilidad de que es completa propiedad mía. Qué va a ser. En el momento en que el texto concluye, dejo de pensar en él. Si me da por concederle una lectura, es de otro de quien pienso que procede. Mi responsabilidad es casi nula. Mi labor es una intermediación entre la nada y lo que quiera que haya cuando la nada se desdice y fluye. Creo que es la segunda vez que uso el verbo fluir. De no haber flujo, no habría escritura. De no haber ciega obediencia (como la del corazón, como la del pulmón) escribir sería un acto parecido a cualquier otro, pero es un acto único, no hay otro que se le parezca.
La primera vez que alguien escribe algo (a Borges le gustaba decir: lo impone a la realidad) siente una epifanía singularísima. De ser yo alguien creyente, diría que es Dios quien ha confiado su elocuencia en nosotros y ha hecho que los dedos se muevan sobre el teclado. Ahora iba a escribir algo sobre la benefactora costumbre de manuscribir, pero temo que abriría un melón nuevo, cuando todavía estoy calando éste. Como no creo, albergo la esperanza de creer algún día y recibir la noticia de los porqués de la escritura de primera mano, nunca mejor dicho (o contado o escrito, las palabras pugnan, algunas acaban logrando cierta preminencia). Vendría Dios y me susurraría al oído: «Hola, escritor, he venido a aclararte algunas cosas, déjame que empiece por el principio». Y el principio no es la página en blanco, me diría. Ni siquiera la necesidad de expresar algo (he omitido contar, decir, escribir adrede, no sé por qué de pronto esa preferencia léxica) o de vaciarte o de llenarte. No podemos saber nada de los motivos. Cualquier conclusión fiable se desvanece cuando otra más ardorosamente la reemplaza. Porque es el fuego el que dirá cuándo apremiarnos a escribir a los que escribimos. Yo mismo he sentido esta tarde su calor. Como un dios, como en un sueño, el fuego me ha hablado: «Hola, escritor, haz lo que debes, no salgas a pasear, no hables con tu mujer, no veas más televisión, abre el ordenador, busca el procesador de textos, mira la página en blanco, escribe». Antes de que nos invadieran las máquinas, el fuego pediría que se escribiese en la pared de la cueva o en la arena de la playa o en la piel. En el glorioso momento en que un cortesano chino llamado Ts’ai Lun pensó en abandonar el bambú y la seda y encontrar un soporte más duradero para escribir (gloria al papel, gloria eterna) el hombre intimó con los dioses, los tuteó, vio que podía crear, convidarse de lo real para transcribir lo real, empaparse de verdad para mentir con desempeño. Yo llevo años escribiendo a diario y sigo sintiendo una punzada novicia cada vez que afronto la página en blanco. No me creo un dios, pero lo soy, en cierto sentido. Cualquiera que imponga a la realidad lo que no estaba en ella lo es. Cualquiera que se arrogue esa empresa, la de escribir, es alguien que se ha desentendido de sí mismo para entenderse mejor. Se va del dolor a su alivio, escribí una vez. El pecho henchido, la voz tremolando en el aire o en la sangre, el corazón y los pulmones en el compromiso de cubrir su cuota de asombro. Escribir salvará de algo, supongo. Patricia Esteban Arles (estupenda escritora, léanla) imaginó que escribir es nadar a solas. Que el agua y la hoja en blanco te llevan en brazos. En volandas, añado yo, o ya lo hice, no recuerdo. Escribir es también una forma de hablar sin que te interrumpan. Alguien lo habrá dicho (o contado o escrito, permitidme el rizo semántico), pero cuadra ahora. Vila-Matas constata que los escritores “acaban solos y acaban mal”. quién no. Bolaño decidió ser escritor “en un instante de locura total. Escribir no es normal, no creo demasiado en la escritura. La literatura es un ejercicio aburrido y antinatural. Los escritores no sirven para nada. La literatura no sirve para nada. La literatura, sobre todo en la medida en que se trata de un ejercicio de cortesanos, de cualquier especie y de cualquier credo político, siempre ha estado cerca de la ignominia, de lo vil, y también de la tortura. La literatura se instala en el territorio de las colisiones y los desastres, en aquello que Pascal llamaba, si mal no recuerdo, el paréntesis, que es la existencia de cada individuo, rodeado antes de nada, antes del principio, rodeado de nada después del final”. El texto (sacado de Bolaño por sí mismo) añade que “en la literatura es casi imposible mantenerse a salvo. Todo mancha”. Y lleva razón. Claro que mancha, claro que escribir no es normal, claro que sí a casi todo, pero discrepo en lo de que la literatura no tiene utilidad alguna. A mí me sirve. Con fortuna o sin ella, apreciando únicamente la estadística, esto es, el número de palabras que escribo al cabo del día y que me hacen declararme escritor, yo escribo para ser feliz. Me salva, me hace mejor persona, me ayuda a elevar la cumbre penosa (a veces) de los días. Todo lo que hay alrededor mío y más aprecio (mi mujer, mis hijos, mi biblioteca, mis amigos, mis discos, mis películas, mi colegio, mi cerveza) cobra sentido cuando me lo cuento en un texto. No sabría vivir si no escribiera. En el fondo, es penoso eso. Creo que se vive mejor sin que esa voluntad exista. Bastaría leer. Ni leer, si me apuran, garantiza una vida mejor, pero yo amo una página en blanco. La he amado siempre. Este texto ya no es mío. Ni el aire es mío, ni la sangre.
La intemperie
Ilustración: Slowek Gruca
No he leído nunca bajo el mar, pero no me han faltado ganas. No imagino otro refugio más placentero. Uso placentero en el sentido de placenta y de placer, de lugar en el que aplazarlo todo. Lecturas anfibias, textos submarinos. No he encontrado ninguna imagen en la que un astronauta, izado bien arriba, lea en la oscuridad primordial del espacio exterior. Lecturas siderales, textos celestes. Como ninguna de estas figuraciones de mi extravagancia libresca cae en lo razonable, leo en la intemperie, que puede ser la propia casa, a salvo de las inclemencias meteorológicas, o precisamente confiado a ellas, expuesto adrede. Porque la intemperie no es la ausencia de una techumbre. La intemperie lo ocupa todo. Incluso puede advertirse su presencia en el interior de la cabeza del que lee o del que escribe o del que sueña, que es una mixtura caótica entre lo fabulado y lo tangible, no habiendo en esa liza quién se arrogue la propiedad del paisaje. Dentro de la mía están el capitán Nemo en su Nautilus, Kurtz en el corazón de las tinieblas, Erizo con su ídolo Serio, Alex con sus drugos, Robinson Crusoe curtiendo en maldades a Viernes, Jekyll intimando con Hyde, Alonso Quijano desfaciendo entuertos o Emma Zunz buscando en el despacho del patrón un revólver. Se lee para exponerse a la intemperie, para que el cuerpo dolido sane o para que el sano, por coherencia narrativa, busque el dolor y se zafe más tarde de él y lo crea ficción. Todos los libros que compramos deberían venir con una escafandra. El hecho de que la logística editorial no la provea hace que cada lector dé con la suya. Habrá una para cada libro. No cabrían en casa. Ni en la intemperie cabrían.
22.2.25
Breviario de vidas excéntricas / 56 / Raimunda Aguinaga
A Raimunda Aguinaga se le ocurrió desgraciar a un perro nada más salir de misa. Cogió un chusco y lo aplicó con vigor en la cabeza del animal. Fue un arrebato, una idea que irrumpió sin mayor alharaca y se le quedó incrustada en alguna circunvolución, en el remoto repositorio neuronal del que no tenía noticia y al que no prestó más tarde aprecio relevante. Lo ajustició sin especial saña. Un golpe rápido. No hubo esmero, no miró atrás, no supo si el perro boqueó y luego dio el estertor prescrito o si los ojos bizquearon o si emitió algún ladrido testimonial con el que rubricara su perplejidad o codiciara el auxilio o todas esas peregrinas y extraordinarias cosas a la vez. Fue un perro aleatorio, el perro menos previsto, cualquiera que el azar ajustara a su incivil anhelo. El acto no le reportó a Raimunda otra felicidad que la de cumplir un mandato íntimo, poco pensado, pero intenso como un turbión de agua en una chapa.
Al no haber nadie que sancionara su barbarie, Raimunda concluyó que si Dios hubiese reprobado la ejecución del animal habría dispuesto un público que luego pudiera reprenderla y hacer que la justicia cayese sobre ella inapelablemente. Prefiguró que si ninguna autoridad medió para interrumpir el sacrificio tampoco habría alguna con posterioridad a la que conceder la legitimidad de condenar su furibundia. Habrá más perros, pensó con alborozo, días en que al salir de misa una voz interior conmine a que dé con la piedra y la acoja en la cóncava paciencia de su mano. Con avaricia, con anticipada alegría, la contendría, se ocuparía de que ninguna evidencia suya alertara de su propósito y alguien acabara hilando una cosa con la otra y lo desbaratara.
Procurarse piezas de tamaño menor malograría su logro. La idea de usar alguna otra herramienta tampoco satisfizo su vocación de verdugo. La empresa fue altamente gratificante, aunque, al proponerse dar con un motivo, no alcanzara ninguno plausible. Conforme fue tumbando perros, Raimunda adquirió una confianza inédita. Contrariamente a lo esperado en ella, trabó la amistad de vecinos a los que nunca se dignó acercarse, permitió que algunos intimaran lo suficiente como para confiarles su empresa aniquiladora.
Las piedras se convirtieron en bienes codiciados. Se podía observar a gente haciendo acopio de las idóneas. Que diezmara la población de chuchos callejeros no importó en demasía. Podían censurarse los métodos expeditivos (la piedra póstuma, la brecha entre las cejas o en la coronilla, la estadística de animales que indecorosamente alfombraban las calles). Podía temerse la posibilidad de que a los perros los reemplazaran los gatos. El entusiasmo de Raimunda era acogido con idéntico entusiasmo por quienes comprendieron que el acto de mandar al otro barrio a una criatura (sea perro, gato o gallina) no les incomodaba. Lejos de hacerles perder la limpia adquisición del sueño, sumirlos en una desazón, ganaban en paz, en una especie de armonía espiritual que no precisaba explicarse, pero que los reconfortaba con dulce arrobo.
El gremio de exterminadores de perros creció con asombrosa rapidez. Se alquilaron locales que alojaran las asociaciones surgidas, se votaron coordinadores, se hicieron cuestaciones populares para fletar autocares que llevaran a los más animados a otros pueblos. Un grupo municipal de magra bancada subió al orden del día del pleno la petición de que se castigara severamente a quienes practicaran el atroz ejercicio de descalabrar perros, pero su moción fue derrotada sin paliativos. Se opusieron todos en bloque. El alcalde expresó la desazón que ocupaba su corazón. Por un lado, se dolía de que la comunidad canina de la localidad estuviera amenazada severamente. Por otro, manifestaba con determinativa pompa el contento de los hosteleros del pueblo, que habían visto aumentar inusitadamente los clientes en sus terrazas. Venían de todas partes. Familias enteras ocupaban las mesas y esperaban a que la primera horda de desnucadores campase por las calles para ver de cerca el desquicio y dar asiento íntimo a todas las habladurías.
Los servicios municipales entraron en pánico al comprobar que la estadística fúnebre adquiría cotas inasumibles para las arcas del consistorio. A quienes promovían cavar una fosa en la que arrumbar los cadáveres de los perros o arrojarlos al severo fuego se enfrentaban los que preferían dejarlos en la intemperie para que se marcaran los hitos del exterminio. Otra liza en vigor fue la de hacer un referéndum en el que el pueblo bendijera o censurara el hecho exacto de la erradicación de la población canina de la villa, por lo que improvisaron unas urnas en el casino de la plaza para que la ciudadanía votase si era pertinente instalar otras más adelante, de las que se extrajera la voluntad de la comunidad acerca de la costumbre de matar perros. Ninguna de estas favorables manifestaciones de la concordia humana prosperaron. Los despachadores de perros siguieron despachándolos, los reacios a que se despacharan siguieron enconados en que no se despacharan, de resultas que el censo canino quedó reducido a una magra cantidad que en modo alguno satisfacía a la legión de voluntarios animados a probar la dureza de los chuscos en la cabeza de los animales.
El día en que el último perro acogió el peso de una piedra en su desprevenida mollera Raimunda Aguinaga convocó a sus acólitos y los conminó a que uno de ellos eligiera una de esas piedras y le abriera de parte a parte la cabeza. Argumentó que no las tenía todas consigo si se encomendaba ella misma el recado de abrírsela. No quería verse impedida, acuciada por un dolor extremo, si el golpe no era de la contundencia esperada o si, al aplicarlo, cambiara el ángulo de maniobra o no contara con el benefactor concurso de la suerte. Todos habían malogrado alguna ejecución por carecer de fuerza o por carecer de unos rudimentos mínimos de anatomía. No hubo nadie que acogiera con entusiasmo su anhelo, nadie que se arrogara ese delicado propósito. Raimunda, defraudada, recuerda el perro primero, esa suerte de revelación que la predispuso al mal, porque Dios, razona, no privilegia unas criaturas sobre otras y todas son divina ocurrencia suya. Con pudor, con determinación también, vuelve a la iglesia, se sienta en el mismo banco, asiste al oficio de misa compungida, la atraviesa la certeza de que no podrá volver a matar un perro, la de que no sabría dar con una piedra ni con un perro (no los hay) favorables. Espera Raimunda que la liturgia ilumine su tiniebla, que el párroco, que no deja de mirarla durante su prédica, encuentre en algún pasaje bíblico el perdón y ella se redima y pueda vivir sin la culpa. Nada trajo luz, ninguna hizo de agua que purificara. Dios no intervino, ni la acogió en sus brazos ni la apartó condenatoriamente. A Raimunda Aguinaga no se le ocurrió desgraciar a un perro al salir de misa. Tuvo la epifanía compensatoria de la que le alcanzó la última vez que asistió al templo y la piedra buscó la mano y la mano, resolutiva, al perro. Un ladrido, a lo lejos, la apartó de sus reflexiones teológicas. Anduvo hasta que estuvieron los dos frente a frente. El animal no rehusó el trato. Ella acarició su lomo. Era un perro pequeño, de ninguna raza reconocible, estaba sucio, daba pena. Al cogerlo en sus brazos y arrimárselo al pecho, notó una especie de sensación parecida al amor. Murió Raimunda esa noche. El perro está siempre en la puerta del templo. Esperándola
21.2.25
Wonderful town, 2007
Hay ciertas películas que se desarrollan enteramente en ciudades imaginarias, aunque se llamen Londres o Bombay o Madrid. Importa muy escasamente que los protagonistas sean arquitectos o boxeadores o corredores de seguros porque, a pesar de que se desplacen, hablen, escupan, lloren, forniquen o fumen, están muertos. Películas de gente muerta que transcurren en ciudades mentidas. No sabemos manejarnos cómodamente en ellas. Tampoco nos molesta esa turbación que provocan: el territorio frágil, cenagoso y triste que muestran nos es conocido y pisamos con curiosidad a la búsqueda de algo que nos reconforta. La aldea a la que devasta un tsunami en Tailandia es un lugar en donde sólo existe el paisaje. Nadie parece que la recorra y la urja a que se ice de nuevo. Hay películas que se emperran en hablar del amor en donde no debiera haberlo. Son melancólicas, etéreas, casi inconsistentes, de puro vacío. La ocupan unas manos que buscan otras manos o miradas que expresan lo que no podría un texto con diez oraciones subordinadas. La tristeza se prefiere sola, sin que nadie observe su decaimiento, esa intimidad completa. Hay películas de una sencillez conmovedora: es ese su amarre a la realidad. La reconstrucción de lo que quiera que la realidad abandonó cuando la comprometió el monstruo del agua es morosa, invita a pensar que no prosperará. Lo que la sencilla historia explica es cómo en un lugar tan estragado por el puro desastre puede surgir el amor y hasta qué infame punto esa pasión amorosa está condicionada por la amargura y el vaciamiento afectivo de los que sobreviven. Aditya Assarat filma una extraña parábola que narra los efectos morales de un cataclismo. No hay un registro fehaciente del desastre: no importa la violencia de la naturaleza caprichosa y bastarda, la que asoló las costas de Tailandia en 2.004. La mirada de la cámara se empecina en captar el sufrimiento, escucha el lamento del paisaje, conciencia al espectador (tímidamente, sin estrépito que desequilibre la poética de las imágenes) de la inmoralidad de que algún dios rudimentario y juguetón no hubiese intervenido a tiempo. Y aborda esa orfebre labor de reconstrucción de la vida en el pueblo con un interés lacónico, vagamente interesado en un guion que lo sustente, más cómplice de la sutileza, tal vez el instrumento más convincente y práctico para mostrar al espectador la épica de la rutina, cómo las frustraciones de un pueblo de un pudor extraordinario, que sobrevive al drama sin fatalismos, se transforman en una abrasadora y aséptica (en el fondo) anuencia. No lejos de estas visiones de la realidad está el temor al forastero, el miedo a que la realidad que existe afuera termine por restañar las heridas, a las que de alguna forma se rinde tributo. Las religiones erigen su prontuario de mitos y de metáforas desde el dolor y desde la riqueza moral de ese dolor. Los supervivientes no son felices, pero casi parece que eso no revirtiera mayor importancia: importa vivir, sin matices, sin las aristas ni los pliegues emocionales que la vida nos ofrece como un atlas en tres dimensiones. Por eso la historia de amor entre Ton y Na está premeditadamente simplificada, rebajada a pinceladas más o menos relevantes: lo que conforma el discurrir de ese encuentro amoroso es el propio atrezo, el lenguaje de los objetos a los que el tsunami ha reconvertido en otra cosa, en algo macabro, perverso, como si la cámara (de nuevo, inquisidora) escudriñara (desapasionadamente) la topografía del horror y rescatara vida en donde sólo respiraba el polvo que el tiempo abandona como único registro de su paso. Como esa tristeza que a veces vemos en los naufragios y en el inventario herrumbroso de los objetos que quedan en los camarotes o en la cubierta y en los que el tiempo ha situado una nueva y perturbada franquicia. Los amantes espontáneos (quiénes no lo son) no los bendice la comunidad vigilante, que es pacata y reprueba esa felicidad carnal que ellos no comprenden. Los recriminan con gestos, con indicios fiables de que sólo pueden ser felices en la desidia, en la mansedumbre colorista de un paisaje que se afana por recobrar el vigor y la lozanía, pero no así los protagonistas, los damnificados, los que vivían antes de que el pánico los reventara a golpe de ola. Tal vez murieron entonces y lo que se nos ofrece es una mentira fabulosa, un sueño de alguno de los moribundos. Espectros, al cabo, que fornican y miran el cielo torpe del paraíso. Y el pueblo renace de la muerte y alcanza, a golpe de rutina, la reconciliación con la naturaleza y con ellos mismos. De eso trata esta hermosa y triste película, de cómo siempre logramos levantar la cabeza y otear, entusiasmados, intrigados, expectantes, el horizonte alfombrado de la felicidad.
20.2.25
Ser John Wayne
IV/ Fundación de la religión
VI/ Fundación del después
18.2.25
Comparecencia de la primera lagartija
En un acto aleatorio de generosidad, el camaleón decidió no cambiar de color y así permitir que cualquier depredador desaprensivo tuviera la grosería de zampárselo. Esa disfunción cromática promueve el argumento del suicidio animal como el contrario, hacer surgir el milagro del color, el de la perseverancia en el ser, a pesar del rigor de la vida y de sus avatares y miserias. Hay criaturas que se desgracian solas. No las mueve ninguna tragedia, ni piensan siquiera en el futuro cercenado por una decisión desafortunada. No sabemos nada de lo que ocurre dentro de la cabeza de un camaleón o en la de nuestro vecino del bajo izquierda. Es probable que no ocurra nada en ninguna o que todo lo que sucede esté bien pensado y ambos procedan con absoluta convicción.
Novelarse
De una novela espera uno la restitución íntegra de un mundo. A poco que se involucran los sentidos en su lento desprecintado, lo que se espera de ella es la rendición mágica de un secreto, de algo que está protegido, a resguardo de las inclemencias de las estaciones, del bregar del tiempo, ocupando un sitio al que únicamente se accede si se enarbolan ciertos estandartes y se pasan ciertas pruebas. Una de ellas es la que hace que perdamos por completo la credulidad.
Para leer una novela, hace falta fe, la que se dispensa en otros asuntos, la espiritual, la que concierne a lo que trasciende. En una novela, en una en donde uno penetre y en donde elija residir durante la travesía que ofrece, suceden cosas que no se olvidan jamás. En la memoria, al modo en que se procesan, miman y finalmente se aman los recuerdos, alojamos las partes que más nos afectan.
En ese hilo de las cosas, uno es a veces lo que ha leído. O más extensamente contado: lo que uno ha leído a lo largo de su vida se imbrica con lo que ha vivido de manera que llega un momento en que no discierne qué es real y qué fabulado, qué empresa fue franqueada por la voluntad propia y cuál lo fue por la del autor que nos persuadió de que nos la creyésemos.
Leer es una forma velada de escribir, una que no se ejerce, una invisible. El que escribe, lee; quien lee, a su modo secreto, escribe. No hay escritor que no se convierte en su lector más exigente. Por eso a veces la criba no pasa: porque pesa más el lector. Se crea una insatisfacción.
La literatura es una especie de refugio para insatisfechos. Podemos inferir que el escritor y el lector son, en realidad, la misma cosa. El que escribe se hace lector de sí mismo. El que lee se convierte en el escritor que no ha sido. Pienso ahora en Borges y en su Pierre Menard, un poco estrambóticamente, cuando escribió El Quijote, que ya había sido vertido por Cervantes.
Pienso en la creencia sostenida de que cada libro está hecho para quien lo lee. Como si una lectura compartida, que suscite el diálogo, invadiera un territorio sensible al que uno ha accedido mágicamente y que no consiente (no es cierto, solo es un supuesto útil a esta reflexión) que sea democratizado. El amor no se democratiza. Le pertenece a uno. El objeto amado no es un paraíso para todos sino un búnker onanista, un país para un único habitante.
16.2.25
Más Mala fe
No hay mal sitio para un leer un buen libro. Ni para el amor propio. Ni para el humor bienintencionado.
Dije que daría la tabarra, la matraca. Mala fe estará el 19 en su librería favorita y pueden acudir a Mahalta Ediciones y amablemente se os servirá en casa.
Sigo leyendo…
13.2.25
Mala fe
Cuento aquí con entusiasmo que en pocos días estará en librerías Mala fe, mi primera novela, que generosamente me publica Mahalta. Seré un martillo pilón en los días venideros, os daré la tabarra, la matraca, habrá fuegos de artificio, grandes masas orquestales, hablaré de mi novela, seré una máquina de propaganda, un niño festejando el mejor de los juguetes. De momento, a falta de que llegue a casa la caja con algunos ejemplares, de que se lea, dejo aquí la primera fotografía del neonato. Ha venido lustrosa la criatura. La portada es una maravilla que me ha regalado Fernando Oliva. Será presentada en Madrid el 14 de marzo y tendrá dos inmejorables presentadores. Me permitiréis que hoy en mi cabeza solo haya novela. No creo que la desocupe en algún tiempo.
10.2.25
Dietario 30 / Desocuparse
En desocuparse tarda uno más que en dar en lo que aplicarse y extenderse. No hacer nada es difícil. Hay quien ha logrado altas cotas de eficiencia en esa disciplina, pero se advierten descuidos, gestos que hacen pensar en que esa circunstancia insólita está a poco de desvanecerse y regresar la actividad, al ejercicio, a la comisión de algo que requiera una voluntad o una obligación. Los más fajados se ven a veces inquietados por la inminencia de algo inevitable, que pugna y se enseñorea. Mi abuela decía que yo no paraba quieto. Decía te comen los nervios. Ella era contenida, determinada a no acometer ninguna empresa, por pequeña que fuese, que malograra aquella virtud suya, la de estar consigo misma, la de la hospitalidad privada, supongo, la de no importunarse por casi nada, la de la mansedumbre. Ignoro qué bullía en su cabeza. Igual era un hervidero de moscas zumbando a su secreto modo. Ninguna de esas hipotéticas moscas alteraban su rostro granítico, esa disposición corporal en la que no faltaba ni sobraba nada. Las veces en que he probado a manejarme en no pensar o en entretenerme con la pura nada he fracasado estrepitosamente. Acuden caballos, veo amaneceres, caigo en la cuenta de que no hay leche o mermelada de ciruelas en casa, me da por recordar a un amigo al que presté un disco de Weather Report, escucho la voz de mi madre diciéndome por la ventana sube, ya es hora, te dije que a las siete arriba, planeo el viaje que haremos en julio, pienso en una novela que me está dando bocados y pide que la transcriba y, sin embargo, presiento el atisbo (tenue, no crean) de cierto arrullo de lo hueco, esa bonanza de la absoluta inacción. Cuando logro o creo estar a punto de lograr mi propósito, sanciono el motivo que lo animó y me da por escribir o por poner en orden la casa o me vence con su titánico empeño el sueño. La cosa es no estar contento con nada y ni siquiera, ya arropados por la nada, considerar que se está bien y no se echa en falta la tralla, la jarana, la danza loca de la cabeza cuando se ve sola y no se gusta. Tal vez se precise saber estar solo y no siempre se sabe.
Recitativo del hambre
He aquí la oveja que al abandonar el aprisco se vio de pronto en el descuido de la noche, sola y desvalida, temerosa de que el lobo rondara, pero el lobo se hace cargo de la res y se conmueve como nunca antes y hace reparos al hambre y se queda mirándola como si fuese la primera oveja que viese y una ternura novicia lo reconcome por dentro. Ah, lobo, le dice los otros lobos, qué haces, por qué no tienes manchada la boca en sangre, qué hizo la oveja para ablandar ese corazón de piedra. Lobo calla, otorga, está contemplando a la oveja que ha abandonado el aprisco y se ha visto de pronto en el descuido de la noche, sola, desvalida, temerosa de que él rondara, pero él ha comprendido algo que no estaba antes a su alcance de lobo. Quizá la oveja también entendió algo que no estaba a su alcance de oveja cuando abandonó el aprisco y probó la intemperie, el ruido del miedo, la velocidad de las lágrimas. Ni las demás ovejas se percatan del extravío. Alguna caerá en la cuenta, dónde está la que falta, éramos la disciplina y la mansedumbre, se ha abierto una brecha, algo terrible está a punto de suceder. También los otros lobos se percatan del extravío. Alguno caerá en la cuenta, qué le ha pasado al lobo, éramos disciplina, éramos jauría, algo terrible, etcétera. Quizá el lobo piadoso entendió algo que no estaba a su alcance de lobo cuando el hambre lo arrojó a la intemperie y quiso hacer sonar el miedo, su música fúnebre, la velocidad de las lágrimas. La escena se queda fija. No pasa el tiempo. La oveja contemplando al lobo, el lobo sin perder ojo en la oveja. Todavía sucede. Las ovejas antiguas, las doctas, rumian el desenlace que no termina por llegar. Los lobos, los antiguos, los doctos, codician que ese de lo suyos que ha interpuesto un armisticio entre en razones, piense en la obediencia, en el hambre, en la mecánica de la dentellada en el cuello, en el correr de la sangre, en el sabor de la carne, en ese apaciguarse el alma y saber que todo está bien en el mundo. Las ovejas vaticinan el horror. La aniquilación. Alguna se ha envalentonado. Ha dado un paso al frente. Otra. Ha abandonado el aprisco. Ha entrado en el descuido de la noche. Ha mirado a la oveja precursora. Estoy aquí, no estás sola, somos dos, somos todas. Ahora hay dos ovejas, ahora hay dos lobos. Dos que serán tres o serán cinco. Cien. El redil está vacío. El dulce verdor del pasto hace que las ovejas hinquen la testuz. Ha podido la fragancia de la hierba glauca. Luego el lobo se extasía en el delirio de la carne. Es el hambre la que deshace la quietud, el milagro imposible de la reconciliación.
9.2.25
El siguiente texto podrá herir su sensibilidad
Hoy todo el mundo se queja por cualquier cosa. No hay nada más que observar las advertencias con las que los creadores de contenidos (o los que los difunden) creen poder zafarse de las reclamaciones del público. El paternalismo no obedece a causas morales sino judiciales. El hecho de prevenir sobre lo que se va a ver o leer contiene un desvalimiento del mismo hecho creativo y un proteccionismo ilegítimo del que se encomienda la experiencia de ver o de leer. Las cajetillas de tabaco lanzan el aviso de que nos vamos a morir si encendemos el cigarrillo e inhalamos el cáncer que venden. Ya no se publicitan bebidas alcohólicas, ya no se ve a casi nadie fumar en las películas, aunque no hayan entrado seriamente al trapo en la comisión de la miseria de las guerras y se lucren con las alharacas de las bombas y de los cuerpos rotos en los escombros. No hay manera de que prescindamos de los textos aleccionadores con los que abren las series que vemos en televisión: se esmeran en contarnos con interesado anticipo que habrá sexo explícito, suicidios, violencia física o verbal y presencia de sustancias tóxicas. Son malos estos tiempos, no se ve indicio de que se corrijan, se desdigan y pidan perdón por darnos la información que no requeríamos. Más que personas que nacen, crecen, se reproducen (los que lo hagan) y mueren, somos espectadores, somos consumidores. La consigna es la anuencia del comprador, el arbitrio al desprenderse de las monedas y otorgar su valor a otros. El futuro es estremecedor. Alguien pensará por cualquiera que no se atreva a pensar en demasía y prefiera que se lo den todo troceado y mascado. La trazabilidad del producto comienza cuando el que lo fabrica se precave de sus posibles inconveniencias y dedica tiempo y esmero a que ningún observador malintencionado lo repruebe. De ahí aquellos dos rombos
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8.2.25
Dietario 29 / Volar
La pértiga es un objeto extraño. No tiene más función que hacernos creer que podemos volar. Y, sin embargo, sucede el vuelo. Dura lo que el aire tarda en traernos de nuevo al prescrito suelo. Así a veces un poema.
Dietario 28 / Llover
He visto llover las veces suficientes como para saber que no es la lluvia lo que se nombra cuando decimos que llueve. Es otra cosa, algo que la lluvia incorpora a su decantarse manso o de hierro que no puede ser percibido si no llueve. Como la poesía. Dice cuando comparece lo que no podría ser dicho de otra manera y, sin embargo, no se puede contar, no es posible contar la lluvia. Escribir es a veces transcribir el agua, darle cuerpo de palabra y confiarse a que en ella concurra la elocuencia de lo inefable.
Submarine, 2010
Todas las veces en que he comenzado un diario, en la edad en que uno confía a un diario el vértigo de vivir y todas esas zumbadas cosas y en la que la edad te anima a que ni se te ocurra arrancar uno, lo he abandonado con idéntico entusiasmo al que tuve al iniciarlo. De hecho, lo estoy haciendo ahora, aunque me envalentone y continúe haciendo anotaciones, dejando constancia de algo, imponiendo a la nada un atisbo de algo que, de no ser escrito, no se recordaría o no haría que alguien lo creyese también suyo. No recuerdo si el que empecé hace una vida (cuarenta años, más quizá) lo impregné de tristeza enteramente o entre las ruinas de mi desencanto (la edad de los diarios propende al gris, se hermana con todas las orfandades del mundo y finalmente se convierte en un alegato contra uno mismo) se apreciaba (izándose, viril) un punto de febril lirismo, de alegre coyunda con las palabras. Submarine es, más que otra cosa, una revelación de uno de esos amasijo de papeles reveladores. Lo escribe a beneficio óptico nuestro un muy peculiar adolescente inglés, sumergido en un mundo que lo aparta, uno que entiende a trozos, del que no acepta ciertas reglas (nada nuevo, por otra parte) y al que se ha propuesto vencer a base de convicciones sentimentales muy fuertes y arrebatos de melancolía.
Nieve negra / Las ovejas y los lobos
Retorno al pasado, Jacques Tourneur, 1947
Lo que uno querría es una vida que no dependiera de que los malos recuerdos la torciesen. Del pasado, salvo que nada extraordinario lo impregnase, hay que precaverse. Suele irrumpir con mala fe, dar la estocada a quien ni el presente conforta. Lo del futuro es una prospección inasible, un especular confiado al azar, un querer lo que no se pudo, una hipótesis manuscrita con torpe caligrafía. Al cine o a las novelas de género negro, tan pulcro en su resucitación del pasado, en su propósito de cartografiar un estado injusto de las cosas, una turbiedad en la sociedad, le agrada toda esa zozobra del tiempo, que es un juez severo y también un verdugo paciente. En Retorno al pasado, que vi anoche embargado por la emoción, el detective Jeff Markham se prenda de las bondades de la mujer de un mafioso que le ha encomendado encontrar por unos dólares que la fugada le birló y por las malas maneras en que lo hizo. La película de Jacques Tourneur es la quintaesencia del género por muchas causas, pero la que más seduce es la orfandad de todos sus protagonistas. El pasado los persigue y saben que los atrapará. Mitchum no tiene rival en la contención dramática. Lo expresa todo sin tener que recurrir a los aspavientos, a cualquier alharaca gestual que reduciría algo que es innegociable en las buenas interpretaciones: la credibilidad. Hay vidas creíbles y las hay impostadas, pensé cuando la película terminó (era tarde, la empecé en una hora maravillosamente imprudente) y no se me ha ido de la cabeza la vulnerabilidad de cualquier personaje, incluso de los más recios y heroicos, los habituales en los protagonistas de la épica noir. La escena que representa toda la trama es la del detective en la barra de un bar. Ahí mide el estrago al que arroja su vida, que no es la más deseable, imaginamos, pero a la que no sabe renunciar y en la que se curte a golpe de fatalidad. Quiso mi voluntad que la cara de Mitchum se acoplara a la de Roberto Esteban, el ex-campeón de Europa de los pesos medios metido a portero de discoteca, el desencantado, el hombre abstemio y menos pendenciero de lo que la selva en la que malvive le exigiría, el perdedor, el antihéroe, medio sordo, medio cojo, fajado en dar palizas por encargo. Roberto Esteban es el narrador de Nieve negra, la estupenda novela (negra), editada con primor (como todo lo que hace) por Reino de Cordelia, es el pilar absoluto sobre el que se construye la casa del dolor, la de las venganzas, la de la amistad también.
No sabemos qué hay de Roberto Esteban en David Torres, el entusiasta muñidor de la trama. No se debe esperar que el autor esté en lo que escoge narrar. Yo creo que es la sociedad la que escribe, ella provee la contienda a la que asistiremos y David Torres se deja llevar y trae lo que le han confiado. La entera restitución de la gran literatura (esta lo es primorosamente) no codicia que haya autores y que sobre ellos se articule un modo de leer o de entender lo leído. Podríamos prescindir del nomenclátor de todos los escritores y entregarnos únicamente a la obra que entregaron. Puede entenderse que David Torres esté tangible y cabalmente o que no haya nada suyo en las invenciones de su imaginación, que tampoco será suya: será un palimpsesto, una gran cebolla a la que le vamos retirando las lascas combadas que anticipan algún centro que justifique todas las lágrimas. Estas consideraciones son innecesarias, todas lo serán, pero a mí me agrada leer sin tener nada a lo que aferrarme, adentrándome a ciegas, pero iluminado, en el fondo. Al cabo, leer es un fuego, cada libro es un ave fénix, cada lector es el único lector.
Nieve negra es una falsa novela negra en la que los acontecimientos contienen algunos de los patrones de la novela negra, pero se deshace de cualquier filiación (podría ser un apéndice suyo, un fruto extraño, una criatura emancipada) y se prefiere libertaria, desprovista de los arquetipos del género (el sexo no cuenta, ni la sangre abunda, ni el alcohol marca las causas y los azares, ni el tabaco llena de humo las escenas) y abonada con pulcro fervor a un tipo de novela que avanza con precisión y permite que la intriga (la hay, Nieve negra atrapa y no te suelta, se lee de un tirón, se desea que prosiga) no perturbe la elocuencia de las palabras que la vierten, que son sórdidas o luminosas, que se encrespan o dulcifican según lo que se exija. A esta novela se le abriría algún roto si el lenguaje no fuese tan hermoso. ¿Cabe la lírica en el noir? Dígase aquí un sí rotundo. Torres hace literatura, se las compone para que el texto vertido sea un disfrute narrativo del tipo en el que podría prevalecer la forma al fondo mismo, que es (dígase también, afírmese con idéntico empeño) absolutamente fluido. La novela avanza con firmeza, lo que se cuenta (un declive moral y físico, un dibujo de una ciudad, una hagiografía de la noble disciplina del boxeo, una resonancia de las partes dañadas de una sociedad, un asesinato, un bodegón de jarrones rotos) se adhiere a la piel, la impregna, hasta se aprecia que cala y permanece. Este lector entusiasta la leyó en dos sentadas, y volvió más tarde (semanas después) a prendarse por segunda vez para que lo sabido (lo recordado) se convidara de novedad y surgieran (lo hacen) matices nuevos, una voz distinta a la que nos habló noviciamente. Debe el lector afincar su sensibilidad en las buenas maneras en que la historia se va precipitando como un líquido moroso, dulce a ratos, perturbado por la intemperie gris de la maldad humana.
Es la figura de Roberto Esteban la que hace que todo funcione como un reloj suizo. Hay en lo que encomienda contar un metrónomo calibrado para que el pulso narrativo, se advierte un tempo regular, un fluir medido, una robusta maquinaria, engrasada con oficio, que no ambiciona arabescos, ni composturas sofisticadas, sino que se limita (he aquí el mérito, es esta la principal virtud de Torres) a dar un testimonio. La misma novela negra, en su canon, elude fijar en la resolución del misterio (un crimen, por lo general, muchos a veces) el motivo de su desempeño expositivo. Importa saber qué paso en la medida en que importa saber el porqué y las consecuencias de que pasara. Se le asigna un carácter prospectivo, ajustado a la posibilidad de que lo narrado sucedió antes, sucede mientras el lector lo observa y sucederá cuando se cierre la trama. Porque en todas las historias convergen otras historias o porque no hay nada que no se haya dicho o escrito, aunque el escritor (o el que dice) se faje en habilitar un paisaje nuevo o un discurrir distinto.
En Nieve negra hay escenas que hemos visto antes (también las hemos leído), pero no debe buscarse la originalidad, que la hay a espuertas si se escudriña a conciencia la sustancia del texto, sino el respeto imaginativo a un patrón y, al aplicarlo a la narración, la convocatoria feliz de la disidencia, a la que el autor concede espacio y nos hace creer que es todo verdad y que no comparece en la restitución de los acontecimientos ninguno del que tengamos noticia. Qué placer leer así, pensé mientras leía. Qué bien tener un libro que se sorbe, que vale por lo que cuenta, por el cómo es contado y, sobre todo, por la creación de un personaje inolvidable, del que (admito mi falta, la compensaré) no sabía nada, aunque ya venía de dos entregas anteriores (El gran silencio en 2003 y Niños de tiza en 2008) y que ahora Torres ha traído de nuevo, quién sabe si en el deseo de cerrar una trilogía o darle una paz, un refugio, una barra en un bar en la que beber zumo de naranja con el alma tranquila y el cuerpo descansado. Esteban es el antihéroe, es el personaje crepuscular, es el tocado por la gracia de la perseverancia. Su constancia duele. Podemos advertir un poco de su dolor en el nuestro. Su pesquisa detectivesca es también de naturaleza moral. El propósito no es meramente policial, no se arroga la revelación de una verdad: es él mismo el arrojado a la rendición de una especie de milagro íntimo, que consistirá (sucedió, sucede, sucederá) en dar con algún tipo de redención y encontrarse. Quién no hace eso, quién no hurga en la realidad para adquirir la propiedad de sí mismo.
Torres debió dejarse llevar, permitidme el atrevimiento, el decir sin sustento. La novela se iría fraguando conforme la propia novela fuese creciendo. Los personajes son los que la escriben, no el amanuense, aunque su intermediación la imponga a la realidad y haga que funcione. Hasta la propia nieve que cubre Madrid en los últimos pasajes de la historia debió hablarle: mira, David, yo también puedo ayudar, sé de la debilidad del hombre, lo he visto las veces suficientes en la derrota, en la renuncia, tú lo que debes hacer es darme carta blanca o roja o negra, haré que los pies se hundan en el suelo y el frío desangele la luz de la sangre, yo expiaré las culpas, yo seré un vara de medir, un salmo o un libro con ilustraciones atroces.. Y la ciudad (Madrid como un campo de batalla, Benidorm como un pista de circo) también contribuirá a que las piezas ensamblen y la recorramos con paso firme, entenebrecidos a veces, súbitamente iluminados otras.
No hay personajes secundarios en Nieve negra. Algunos que más inclinados a serlo comparecen con sólida vocación de argamasa. De algunos se querría saber más, sabe a poco lo que se nos cuenta, anhelamos un spin-off, un ofertorio de las prendas místicas y de las mundanas con las que todos ellos han llegado a ser lo que son (el Sebas en su Oso Panda, donde siempre son las tres de la madrugada, la Viuda en su negociado del lumpen, la hondureña Gabriela con su bagaje de tragedia), pero ellos se bastan, dan de sí lo que deben para que el inicio, el nudo y el desenlace (ayer hablamos de eso en mi clase de lengua) lleven en volandas a un lector agradecido por la pulcritud del relato, por el respeto a su inteligencia, por la brillantez estilística, por la difícil decisión de dar al protagonista la voz que hará que hablen todas las demás voces, que huroneen y callen, que tropiecen y se levanten, que vivan, al cabo. Todo para que al final el señor Esteban, démosle ese atributo, se lo merece, meta en el microondas una taza de leche (no le gusta, es para calentarse las manos) . "Dicen que no se debe beber leche después de aprender a andar, pero tampoco tiene mucho sentido seguir vivo después de la infancia". Uno querría, al menos, vivir sin que los malos recuerdos desgracien el presente o arruinen la bondad invisible del futuro, que es una puerta hacia no sabemos qué en una noche fría y de nieve en la que los zapatos se hunden y el tres cuartos (cada uno llevará uno cuando se precise) es la única casa disponible. Afuera estará la locura del hombre, el desquicio alimentado por las causas más peregrinas y habrá perdón y también silencio para que irrumpan los recuerdos y no lastimen
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