28.2.24

Mimosa o algo

 Tengo mi novela en un disco duro. Su trama fue urdida en días, pero tardé años en acabarla. La han leído tres personas, tres amigos: Pedro del Espino, Antonio Sanchez Huertas y Víctor Pérez. No consignaré aquí el aprecio que le hicieron. Serían generosos en su lectura. La llamé Mimosa mientras avanzaba. Luego Un árbol de niebla. Ahora no tiene título. Ni editor. Estos días he vuelto a leerla. Son 300 páginas. Una vida. Aquí dejo cómo arranca, aunque siga detenida. 


“Salvo por lo que nos cuentan, nunca fiablemente, sabido de oídas muchas veces, mentido o tergiversado otras, no sabemos nada de cómo vinimos al mundo, si terció la fortuna a nuestro favor y la vida nos acogió con un abrazo o si ya entonces, nada más abrir los ojos y tragar la primera andanada de aire, traíamos una marca indeleble, la de la desgracia, que nunca se acaba borrando del todo, ni siquiera ahora, tantos años después, tantas cosas vividas después, aunque haya días felices, incluso largas temporadas en las que todo resplandece y cobra sentido y la fatalidad es de los demás, nunca nuestra. A poco que tengamos una brizna de voluntad, por tener un lugar desde donde empezar, uno elige un punto de partida, una frase con la que arrancar la historia, que no siempre tiene aire de novela, pero eso no es incumbencia propia, sino de quien lee o escucha. El comienzo de la mía fue la casa de campo que mis padres alquilaban todos los  veranos de mi infancia y que después acabaron comprando, cuando el dueño cedió, cercado por las deudas, metido, según supe más adelante, en asuntos de faldas; esposible que fueran de niñas esas faldas y es posible que él temiera algo más que el escándalo familiar o el escarnio público, y, por cerrar las circunstancias trágicas, el recuerdode haberse ahogado en la alberca un sobrino suyo. Muertes que te curten, esa fue la primera. Hacen que todo más tarde discurra alrededor de ellas. Crecemos con la vida cosida a la muerte antes de tiempo, aunque no se vierta una lágrima casi nunca. Al menos, cuando jóvenes, en aquellos años extraños, los de los veranos en Mimosa, la fatalidad no se entretuvo en distraer nuestros juegos, aunque planeara sin descanso sobre nosotros, ni en hacernos crecer más deprisa de lo debido. Eso he pensado siempre, pero no sé si lo digo con la intención de acabar por creerlo o por inercia, como si me hubiese acostumbrado y las palabras no tuviesen el afecto de antes y hubiesen dejado atrás su significado”

Hoy no nevó en Lucena



 

En la condición de la nieve está el mismo aliento del aire. En su fría residencia, la llama que lo anula. También nosotros somos de nieve. Un fuego lento o un frío viento nos aquieta y adormece hasta que la luz palidece y el alma se difumina. Uno escribe las mismas palabras una y otra vez. Están en la cabeza, aunque no se pida que acudan. Ellas se las componen para irrumpir y dejar constancia de algo que debe decirse y no guardarse, a la espera de quién sabe que acontecimiento que lo ice y enseñoree. Pero también el fuego las descompone. El fuego es el olvido. Va emergiendo una impresión antigua, de la que no se tenía conciencia, la de que escribimos el mismo texto, aunque jamás se repita. Hoy hace trece años que nevó en mi pueblo, en Lucena, donde ya no vivo. La Plaza Nueva era un poco checa y el patio al que daba mi habitación pedía un villancico o unos cuantos niños que ganaran la mañana arrojándose bolas de nieve. Hay niños que nunca ha tenido una bola de nieve en las manos. Nos viene a veces esa tristeza de que un niño nunca haya visto el mar, pero el mar está cerca. La nieve es otra cosa, parece algo metafísico, una especie de dádiva, un milagro que nos hace creer en lo que no creemos nunca. 


27.2.24

Los mapas falsos

 Amé los mapas cuando no entendía lo que significaban y todavía hoy siento un placer que no sabría explicar bien cuando abro un atlas y el dedo va recorriendo los sistemas montañosas y las ensenadas, el curso de los ríos y la evidencia de un populoso núcleo urbano, pero los mapas ya no son lo que eran, ya no invitan a ningún viaje. En cierto modo se ha perdido esa voluntad mágica de querer ver más allá de lo que la evidencia ofrece. Todo son moléculas que se agitan, inteligencia artificial, saltos sinápticos, trenzados más o menos estables de corrientes nerviosas que irrigan el cerebro y nos hacen pensar en lo imposible, pero la fantasía (la posibilidad de la fantasía) ha quedado relegada. Se nos da hecho el viaje, vemos París sin que intervenga el deseo, sólo se persona un simulacro de deseo, una tentativa fiable de deseo, no el anhelo de que suceda, sino la restitución falsa de que esté ocurriendo. Se crea una ilusión sobre una ilusión, sin que concurse la imaginación, que es la brújula y el a la vez (acepten la redundancia) el mapa, no habiendo ni de lo uno ni de lo otro al comenzar la travesía. No sé de genética mucho más de lo que necesito, pero alcanzo a comprender que en ese baile de moléculas, de cuerpos que se abrazan y se alejan en el caos infinitesimal de la materia, debe estar la llave de algún logro sentimental al que no hemos llegado aún. Nos malogra ese milagro la contundencia, a veces brutal, con que la realidad nos atenaza, cuando la realidad debería ser un obsequio, un regalo precioso, un don. La realidad, de maleable que es, resulta incómoda, de poca o ninguna constancia, de fácil vuelo, como si nosotros, sus inquilinos, no mereciésemos habitarla, consentir que nos zarandee y nos apremie a que, conforme los años nos van formando, la entendamos. Perdemos más tiempo en pensar que alguna vez seremos felices que en disfrutar del rato en que verdaderamente lo somos. Sentimos que la felicidad debería ser un derecho, cuando es un privilegio, no algo que venga de serie como los músculos o las palabras cuando las decimos. Queda leer. Qué felicidad esa. También escribir, otra cartografía, íntima y jubilosa. 

De bueno, ser tonto

 

Creo en la bondad de la gente. De un modo a veces rutinario, sin acusar los desaires de algunos, sin caer en la cuenta de todos los atropellos que uno aprecia en carne propia o ajena, creo que somos buenos. Parto de esa generosidad y me la aplico en lo que puedo. Quizá el mal esté en la indolencia, en la costumbre de contemplar la realidad como ficción, en el hecho de habernos hecho a que lo natural y lo previsible sea el mal; que el bien, cuando triunfa, escandalice incluso y cree esa especie de extrañeza al sentirnos de pronto conmovidos, urgidos por la ternura, temerariamente impelidos a razonarla. Porque el bien no debería escrutarse. No tiene la bondad predicamento. Se la concibe como una debilidad. De bueno que eres, eres tonto, se escucha decir. Mi abuela solía decirme eso cuando pequeño. Se me ha quedado la frase. Ha vencido el rigor del olvido y acude con presteza a poco que se descuide el proceder recto, toda esa normativa feliz de la que uno se vale para convivir con los demás y no causar más daño del preciso. Porque algún daño haremos y hay también daño que se nos hace. Quién podrá gobernar esas inconveniencias, ese desatender la irrupción gloriosa de la bondad, tan necesitada ella, tan firme en deshacer entuertos, en desalentar mezquindades. El refranero no ayuda. Está comido de reticencias a que lo bueno que tengas emerja. El tirón del mal tiene una narrativa más dúctil, se crece más, da de sí con mayor hechizo. La felicidad se procura haciendo el bien, eso es de Aristóteles. También que uno no es bueno, sino que adquiere la bondad con los actos. Tal vez no sea éstos los tiempos más idóneos para que los sabios griegos ocupen con sus ocurrencias las camisetas de la juventud. No sé tampoco si antaño esa aforística de la bondad tuvo su público y su desempeño fue fructífero, si alguna vez al tonto no se le asignaba la bondad por su condición de tonto. Con todo, se prefiere ese pasar por tonto a veces, no dar importancia a que por tonto se nos tenga. Se conforma uno al ver que el escrutinio de ellos llenará plazas enteras y que, entre la multitud, se pasa desapercibido. Discutir con un tonto es conceder que acabarás perdiendo, pues el tonto creerá tozudamente en su victoria, aunque la evidencia lo contradiga. Resultará que no le anima otra voluntad que la de salirse con la suya, la de hacer que prevalezca su opinión, asunto que no es única propiedad de los de su rango y acaba por pertenecernos a todos. El gremio de los buenos del mundo incluye bobos, necios, pazguatos, burros, estúpidos, achaflanados, lelos, memos, cortos, idiotas, mentecatos, merluzos o simples. La nomenclatura de sinónimos es mayor que la que pueda encontrarse si se busca vocablos que suplan al de listos. Al final, el mismo lenguaje es el que hace que pensemos como lo hacemos. Las palabras buscan su sitio, se enhebran a otras hasta que surge una frase. Tontos ilustres hubo y hasta gobernaron imperios. David Lynch dijo que no entendía por qué la gente espera que el arte tenga sentido, cuando la propia vida no lo tiene. Ese debe ser el problema: el sentido, ese vicio antiguo de querer comprenderlo todo. 




26.2.24

Cómo vencer al ruido / Jesús Aparicio González / Nadar en lo insondable

 



Cómo vencer el ruido es un declaración de principios acústicos, una especie de compendio de física poética. Lo abre una cita de Juan Ramón Jiménez de la que Jesús Aparicio González aprecia la elocuencia de lo que no se impone, esa sutilidad del silencio que permite "nadar en lo insondable". Es también una rendición de momentos estelares en la construcción del universo. Tal vez sea ese propósito el más encomiable, el que al soplar el viento "hasta el ser nos conduce", el que hace prevalecer "el ojo sencillo" que, sin embargo, como un don, "descubre el misterio", lo observa con atención escrupulosa y da con los primores de la luz, con la aurora hecha canción, con la palabra que desvela el origen mismo de todas las demás, como un ciego que de pronto advirtiera la claridad en el palpar precursor de sus manos, en la música que la oscuridad revela si se apresta el oído y se esmera el corazón en acompasar su latido al de la misma sangre que lo puja y convierte en la dinamo del mundo. 

Es poesía de decir mucho con mimbres humildes la de Jesús Aparicio. Atiende lo diminuto, lo magnifica. Semilla que alientan la fértil eclosión de lo inasible. Del ruido del que dice desear apartarse no habrá indicio en su cuidada poética, que se maneja con la sobria y eufónica sustancia de sus versos. El ruido consignado en el título es de una polisemia absoluta. Abarca cualquier manifestación de lo real que prescinda de la armonía y alocadamente se deje manejar por la turbio o por lo vacío o por lo feo. Son esas inconveniencias (la turbiedad, la vacuidad o la fealdad) las que el poeta decide acotar, contra lo que infatigablemente combate para que la belleza, la inteligencia o la verdad prosperen y se manifiesten. Su oficio no es más extraño que el del jardinero que poda las plantas desquiciadas por la intemperie, sancionando las flores muertas, esmerándose en los tallos limpios que se yerguen con los más enjundiosos primores de la sabia naturaleza. 

Las palabras mimosamente seleccionadas son las sencillas, las motivadas por el fin al que se encaminan, el del silencio como expresión de una pureza perdida. Él se juramenta a dar con ese grial eucarístico, aunque el poemario abunde en mística y no condescienda (es frecuente esa dirección, y añado que no necesariamente reprobable) a erigirse como una especie de poética de cuño religioso. El ángel al que alimenta (maravillosa imagen) en Festín, uno de mis poemas preferidos, es la poesía misma que se despliega con esperanza como "un par virgen", con su significado, con su misterio, recabando en su masa primordial la fe, que es argamasa de cualquier propósito que favorezca "un firme crecimiento" hacia la luz. Qué meticulosa esa luz, con qué sencilla elocuencia rompe "el velo de un misterio" (Sencillo bodegón, otro poema formidable) y se encomienda a revelar la hondura de otro. 

Todo en Cómo vencer al ruido desprende una honestidad vital absoluta. El hecho inevitable de que nos acabemos muriendo resulta la más clarificadora, la de más noble utilidad. Porque hay libros de los que se extrae, más que la belleza o la inteligencia, una epifanía, una especie de dádiva, el ojo sencillo que descubre el misterio, la locuacidad de lo que no precisa mayor empeño que dejar que las palabras (las de el poeta en ebria dicción de su léxico) nos hagan comprender "hasta encontrar / la herencia de una huella en la ceniza" (Despertamos). 

Cómo vencer al ruido es también un memorial gozoso de la vida, de esa poética del cuidado, como él escribe, del aplazamiento de lo que la enturbia, ya que no es posible zanjarlo enteramente. La poesía es la herramienta requerida para que todo lo que nos perturba no cale en demasía, ambicioso propósito ése, por otra parte. Hay una música que trae una esperanza, vista como "un pájaro que huye / de la oscuridad" (Eterna epifanía). "El silencio nos hará libres" (Frente al espejo). La paradoja es limpia. Los libros que nos reclaman "apilados en una arrinconada / estantería y cagados de polvo" saben cómo aminorar el ruido, que es un vértigo, que es una fiebre que nos enferma con moroso paciencia, que nos daña con sibilinas (malignas) artes. Vence la memoria, triunfa el tiempo rescatado del fango del aire y del gris de la sangre. No hay libro que no hable del tiempo, pero algunos lo hacen con primores inéditos, como si nos abrieran los ojos a la luz y nos conminaran a que ambicionemos esa quietud con la que el alma se precave contra la realidad. "Para mejor caer / aprende a soltarte" (Caída libre), apostilla con vocación de aforismo. Porque es a la lluvia, de quien debemos aprender, no le importuna su vacío, su danzar loco, su terco oficio, esa costumbre de agasajar al aire con su frescor antiguo y dar a la tierra la viva comisión de su renacimiento. Así nosotros, lectores de barro. Así nuestra fe en el silencio, en el milagro de su misterioso. La semilla alcanzará "el renombre de flor / en un mundo que gire más despacio." (Más allá). Mientras, en la espera, en la inminencia de ese advenimiento anhelado, caemos en la cuenta de que la sed nos hace humanos y damos al agua la consideración de lo divino. Y "hambre / de decir y cantar / cómo crepita esa leña innombrable / que arde en nuestro interior". Es de eso de lo que Jesús Aparicio nos habla: del fuego de un asombro, de la posibilidad de dejarnos arder antes de que las llamas nos abracen y el corazón se rinda. 


Por qué escribir

Se escribe para pagar deudas. Hay una voluntad en el oficio de escribir en la que entreveo un pago, una especie de rendición, un dejar escrito lo que probablemente se acabe perdiendo. Por si la memoria malogra ese pequeño prodigio narrativo. La memoria es un libro que, de tan abierto, el viento vuela sus páginas.

25.2.24

Elogio de la pereza



Contra la idea de que la pereza no es asunto del que alardear está la de que quien la ejerza precisa vanagloria, ese puntito de orgullo que la fortalece y al que más tarde recurrir, siquiera melancólicamente, cuando nada invita a que acoja y conforte, todos esos momentos de agitación y de tumulto que tanto abundan y tanto lastiman. La pereza es una bruma confortable de la que se tiene la impresión de que no se le da el debido desempeño, mucho menos la solemnidad que otras disciplinas de lo humano exhiben. Contra la voluntad de cumplir se encona la de desatender su requerimiento, la de desobedecer, la de concederse un momento (que sean muchos) de pura, legítima y gozosa desobediencia. Me voy a echar una siesta. Haré sangre al sillón.

23.2.24

Elogio de la permanencia

 


A veces es permanecer lo único que cuenta. Hacer que perviva lo desajustado incluso, convenir que el logro mayor al que podamos aspirar sea ser y sea estar. Son los verbos de más fuste de nuestro populoso acervo léxico. Son el sustento de todos los demás. Cualquiera que se haga emerger desde las simas abisales de la lengua será una emanación de ellos. Ser es atribuirse un predicado, una extensión significativa, pie de algo que se precipita con legítima vehemencia, preludio de un festín futuro. Estar es una incidencia, una labor observable por uno, por los demás, en la que concurre la lluvia o el cansancio o la sensación de que se ha vivido algo o el rumor de la tormenta hace que se mire el quejumbroso cielo. Somos por estar. Estamos para ser. La danza de las palabras conjuga el ritmo del corazón. 

La poesía, los bares




Recuerdo recitar con voz primeriza, impostada con mala fortuna, probablemente. También la felicidad absoluta cuando el acto concluyó y nos fuimos a los bares. La poesía acaba bien si un bar la acoge. No ha cambiado mucho eso.
 

22.2.24

El espejo de los sueños


 Toda la prensa es amarilla con los años. 38 han pasado de la reseña de mi primer libro. De no ser por él, no es que no hubieran sido escritos los demás, sino que probablemente yo mismo sería otro. No sabemos tampoco quiénes somos ahora. Por otra parte, para qué tanta certidumbre. De cualquier manera, le debo tanto a ese Espejo de los sueños. Siempre en gratitud hacia los que vieron que dentro de mí había un poeta. Debieron mirar muy hondo. Tampoco ahora aseguro que lo sea. Hago poemas, eso puede asegurarse.

21.2.24

La memoria de mi padre


 La memoria de un hijo la preserva un padre. En mi caso, la que ahora ha aparecido todos esos años después en un caja grande dentro de un armario de nueve cuerpos, no se habría impuesto a la realidad y pedido que se la exhiba, si él no se hubiera desvivido por guardar todo lo que de mí, tan joven, aparecía en prensa. Estaba orgulloso de su hijo escritor. Era juntamente el amor paternal y él libresco. Fueron años de descubrimiento, también lo son ahora. Escribí el poema en un bar, recuerdo. Se me daba bien improvisar lugares para leer o para escribir, costumbre que he ido caprichosamente puliendo. Leído hoy el poema, advierto que mis veintiún años eran de una precocidad temeraria. Mi osadía era ciega. Tal vez siga siéndolo. La fotografía es la evidencia de que tuve pelo para como para ocupar uno de esos murales de Diego Rivera. Ahora la cabeza da para una pequeña evidencia filatélica. La caja tiene más muestras de aquella incipientes literaria. Ahora guardo esos recortes en mi casa. A él le habría gustado leer este texto. Hubo una época en que no se le pasaba ni uno solo de los escritos que publicaba en mi blog. A veces me decía que alguno le había gustado mucho. A veces que le explicara de qué iban. Lo echo de menos. 

7 almas



Las manos desahogan el alma. La liberan del peso del pecado o del peso de la culpa. También la subliman cuando las hacen precursoras de la delicia del tacto. Hay una variedad formidable de oficios que el alma desempeña. Incluso en el compromiso del dolor, el alma crece, avanza, se conmueve ante ajeno y cuenta cómo maneja el propio. Eso del alma es un recurso muy útil cuando quien escribe precisa de buscar un protagonista sobre el que hacer caer toda la relevancia dramática de su trama. El archivo bibliográfico sobre el alma es inabarcable. No ha habido filósofo o poeta o cantante de boleros que no haya acudido a su regazo y la haya metido en faena dialéctica, en cabriola metafísica o en deslumbre metafórico. Las manos, en cambio, no tienen ese pedigrí y suelen ignorarse en los discursos sobre lo trascendente. Ayer vi a Grigory Sokolov en televisión ejecutando una pieza al piano y pensé en las manos de Miles Davis tocando el solo de So what o en las de Miguel Ángel aplicando el cincel al mármol blanco de su David o en las de Cervantes escribiendo las andanzas de su Quijote. Pensé en la maestría de los dedos al crear de la nada toda la belleza del mundo. Y entonces mi alma fulgió y la tarde fue entera de pura bonanza y de reconciliación con el mundo. 

20.2.24

La inminencia del humo


En los ojos del caballo está la tormenta que sacudió el cielo de las primeras montañas. En el vientre del fuego está el asombro del hombre. En el sueño de una virgen están los nombres de todos sus hijos. En el semen de un dios están la fiebre y el vértigo de todas las criaturas. En un bazar secreto de un pueblo inaccesible, en una de las laderas de la cima más alta del cosmos, está el nombre exacto de Dios, pero es un pueblo de ciegos y la palabra dios está prohibida. En la panza de una ballena está la mecánica celeste y los salmos del mar. En la palma de la mano del hombre más pobre del mundo está el oro de las palabras y el oro de los besos. En el aleteo de las mariposas de los bancales está el mapa del tiempo y el hondo dibujo de la luz pura. En la memoria del poeta está la lluvia que azotó los patios de la antigüedad. En el corazón de la lluvia está la música de las estrellas.  En las alas de un pájaro está el secreto del viento. En el pétalo de una flor está la urdimbre del alma de quien la observa, pero el poeta está por hacer, es siempre un arder sin decir todavía. Como una palabra a la que no le ha surgido el fuego en un costado. Un árbol comido por la sed que dispone ese gesto con el que el ajusticiado implora que la soga festeje su condición de soga.  De un poema sólo disponemos del humo que con precipitado rubor anhela confundirse con el aire. De las palabras tenemos aun menos: un eco mordido por un eco, un rumor sin sustancia, la evanescencia de lo que nombran, toda esa sencilla conmoción de quien mira a los ojos a la muerte y se distrae en el negror de su mirada. El poeta es el fuego y es el humo, el agua y la sed, el reo y el verdugo. Del poeta no se tiene nada. Pareciera que el poema irrumpe a medida que se lee, prosperando con lentitud desde la palabra con la que se abre, a la manera en que un pétalo es la flor entera y una mano que coge con amor otra mano es todo el amor. Todo está en el fuego invisible, todo es inminencia de un humo.

19.2.24

Monument Valley





 Dios mira su obra. Contempla el azar y las causas, los arcanos y las evidencias, el terrible solo de sangre que barre el aire como una letanía. Dios renuncia a entenderla. Sospecha que se le vendrá en su contra. Tiene las botas sucias y  la corazón henchido. Sin embargo, a pesar del vértigo y de la fiebre, la siente suya.. Como si la trama ya estuviese escrita y él únicamente se hubiese dedicado a transcribirla. Dios está siempre solo y nadie puede comprenderlo nunca. 

18.2.24

Escribir sobre la luz cuando se echa la noche

 


Esta mañana bien temprano he terminado el ultimo de los volúmenes de A ratos perdidos, los diarios de Rafael Chirbes. Han sido unos meses felices de ir y venir por sus anotaciones disconexas, como de brochazos y de confidencias que no siempre dan algo del interior del escritor, sino de alguien interpuesto para ocuparse de los textos. También así mi lectura. Hubo varios lectores en ella. Cada uno adherido a la suerte de ánimo que me ocupara al acometer (a trozos, jamas muy de seguido) su larga lectura. Él lo hubiera agradecido. Los diarios requieren un procedimiento lector distinto a cualquier otro género, tal vez inclinado a su manejo el de los aforismos. Un doce de junio escribe que “la borrachera de aromas de jazmín, de galán de noche, está floración por todas partes, la desmesura de la vida a mi alrededor y yo en el pozo, con dificultad para respirar, con las lágrimas a punto de escapárseme de los ojos, con esa sensación de soledad, de abandono, sin nada que hacer, paralizado por el dolor, un dolor sin finalidad que no es nada más que condensación de un fracaso propio”. Chirbes es un poeta de registro involuntario o un novelista que no pretende que las herramientas del poeta lo guíen en la escritura. Hay un bosque al que la niebla confunde con un páramo. Chirbes se da bruces con los árboles. Poco después de escribir las últimas páginas, Chirbes muere. Su honestidad ocupa esas líneas póstumas. Dejemos algo en manos del azar, confiesa. Lo que sea y cuando sea, con tal de que no sea desagradable. Es digna su literatura terminal, qué expresión más dolorosa. No hay patetismo. Tampoco se preocupa por dar a lo escrito alguna floritura estilística a la que recurrió cuando la vida era bosque, era fértil fronda. Es admirable que su oficio de escritor le acompañe hasta el final. Recuerda libros a los que hace veinte años que no vuelve. Recuerda su ilusión adolescente en ser poeta. No dejó de serlo. Incluso cuando no tenia conciencia de que su prosa alentara la presencia de algo parecido a una poética. La novela era la herramienta idónea para contarse el mundo. En ninguna suya la muerte fue tan sencilla de comprender como en la propia novela, la de su vida. Las casi novecientas páginas de estos diarios son una celebración de la alegría de vivir, aunque en ese festejo continuo haya niebla y duela que la claridad no dure más de lo que suele. Porque a él le sobrecogía la permanencia de la oscuridad. Lo devastaba a veces. Por sensible, por estar tan alerta y querer saber tanto. Lo laceraba la certidumbre de saberse enfermo. Por eso escribe sin corregir. Por no pulir lo que debía ser rendición limpia de un estado de ánimo, aunque haya algún indicio de que ciertas entradas del diario pudieran haber sido repasadas, hechas más literatura. Es de una sinceridad que agota al lector. Se lee con un pellizco en el corazón, me contó un amigo que lo leyó y lo padeció. Pero es un diario que celebra la luz, aunque la escolte la tiniebla. De ella hace balance Chirbes: era un depresivo, un solitario, jn lector obsesivo, letraherido de verdad, convencido de que se puede vivir en los libros y escuchar la voz de Proust o la de Quevedo o la de Balzac cuando se echa la noche. 

Teoría de una silla

 






Dejaron la silla porque habría alguna mejor adonde fuesen. O porque quedó la última y el camión de la mudanza estaba a tope. Cargaron con el resto. Lo embalaron, lo metieron en cajas, lo precintaron bien. Quien cerró la puerta no echó una última mirada. Tal vez las prisas por abandonarlo. El piso es un objeto, uno más. Igual que dejamos en el contenedor del papel los libros que ya no leemos o llevamos la ropa vieja a la beneficencia, dejamos las sillas, los pisos. Conservamos los recuerdos de lo que custodiaron. Por más que se pretenda, permanecen con nosotros. En ellos amamos y sufrimos, sentimos placer y dolor, reímos y lloramos, supimos que la vida es maravillosa o que no merece la pena preocuparse mucho por ella porque al final siempre nos pasa factura. Al inquilino que lo habite, al próximo al que le parezca bien la distribución de las habitaciones, la luz que dan las ventanas o el precio de la venta, le intrigará que se dejara la silla. Qué motivo habría, tal vez la olvidaron. No contarán con el teléfono fijo. Seguro que anularon el contrato. La silla es otro asunto. Habrá un porqué para la silla y no lo hubo para una lámpara o para un sofá de tres cuerpos. La usó un anciano. Leería, miraría por la ventana. No es una silla especialmente lujosa. No debió ser ni cara. Una de esas sillas de despacho, de las que se pierden por la tela barata o por el cuero de mala calidad. Ni cuero sería. Plástico. Hasta plástico del menos fiable. Del resto no se podrá decir nada, pero se disfruta especulando. Una pareja recién casada a la que no le van bien las cosas. Un profesor sin plaza. Una mujer separada. Un viejo que busca una planta baja. Uno piensa en el objeto, en el piso, en cómo se transforma según quien lo habite. Son los objetos los que informan de quien los tuvo. Unas manos los cogen y otras los sueltan. Las palabras son también objetos. Las usamos, las abandonamos, hacemos que expresen lo que pensamos, proyectan lo que somos. Una habitación vacía, en un piso sin inquilinos, es una imagen de algo, expresa algo, proyecta algo. No sabemos el porqué de lo que percibimos, especulamos con todos los porqués. La vida es literatura portátil, de la de acarrear con nosotros y dejar en cualquier sitio y coger otra y soltarla cuando apetezca. Como pisos que se abandonan. Como las palabras que decimos. Como las que no. La silla es lo que genera la intriga. El vacío puro es menos narrativo. Es la silla la que hace que empiecen a acoplarse las piezas sueltas. 

17.2.24

Luego serás mejor que joven / Los aforismos sobre la vejez de Emilio López Medina





Al aforismo se le atribuye a veces un cierto empaque de cosa escrita. Como de cincel que atravesara el duro mármol y consignara en él la entera restitución de la opulencia de un pensamiento. No debería fijarse esa idea. Lo que importa del aforismo es su condición de cosa dicha. Como de pétalo o de nube que se miran y se encontrasen en ellos la repentina restitución de un milagro o la firme (también frágil) evidencia de un súbito temblor, algo que cunde adentro y caprichosamente (a saber qué lo hará emerger de nuevo) sale a flote y permanece. Los aforismos de Emilio López Medina son de emerger o de aflorar o de cualquier otra iniciativa verbal que recoja la idea de que tienen vida propia o de que somos nosotros, los lectores, los que los hacemos incurrir en la costumbre de que nos acompañen y ocupen nuestra inquietud cuando la lectura ha finalizado. Muchos de los recogidos en este volumen han ido yendo y viniendo por mi memoria, no sabiendo en ningún momento transcribirlos nuevamente en palabras, pero teniendo de ellos un absoluto dominio de lo que decían. Es ésa la virtud más notoria, la de invitarnos a que el libro no acabe. 

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Es libro de diálogos, de pura y limpia (y también honda y dolorosa en tramos ) conversación entre quien escribe y quien lee, que son uno extensión del otro y se comprenden con placentera (y honda, pura, limpia y dolorosa) quietud. Dan una serenidad no esperada esta rendición de aforismos. Imagino que no será la misma lectura la acometida por quien esté entrado en años (permitidme ese recurso amable) que la de quien acabe de iniciarse en ellos. En cualquier caso, cualquiera de ellos puede sentirse joven o viejo. Parecieran en ocasiones consejos al desavisado o guiños al curtido: "La arqueología de nuestra memoria nos descubre un mundo inmenso, intenso y mucho más rico, a costa de inmediato y su (corta) memoria". Todas las edades por las que pasamos contienen un punto de incertidumbre, sostiene en uno de los aforismos que más me gustan, pero la sabiduría de quienes las recorren es saberlas únicas. Sólo hay que hallar "las fuentes que pueden llenar su vaciedad". 

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Luego serás mejor que joven es un breviario sobre la velocidad o sobre la didáctica de su desempeño, un prontuario (noventa y nueve entregas) sobre la actitud ante la embestida del tiempo: "un dejar hacer y un dejar de hacer". 

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Conmueve la manera en que los sentimientos más profundos eluden un lenguaje depurado, poético adrede. "Las células del cuerpo, cuando envejecen, empiezan a segregar... iba a decir mala leche, pero no: empiezan a segregar sentimientos por todos los poros del cuerpo". He aquí al anciano que vive de las emociones de su partida y de todas las que ha ido guardando desde su ingreso en lo que quiera que sea la vida. Habla del vértigo y de la decadencia del tiempo. Es la supervivencia la que edifica la vejez, no el entusiasmo que construye la juventud, pero "hasta los tontos se ponen viejos". Da igual qué haga uno con esa vida. Cualquier desvelo es baldío. Al final esa tabula rasa que siempre se nos vendió con la idea de la muerte también se esmera en sus manejos antes de que el final haga su oficio y a todos se nos conmine (quién hará esa solicitud) a que paremos. 

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Es un libro sobre el cómputo de los días. Los días precisan su obediencia, la observancia de su discurso, la anuencia de su herida. No hay brújula que asegure el fiable norte, ni timón que sortee los escollos. En la travesía, cuando se echa la mirada al trazo que marcamos en el agua, tampoco se dispone de una carta de navegación en la que dar con las instrucciones de cabotaje y trasegar los puntos de costa, pero qué delicia el paisaje desde cubierta, con qué fortaleza plantamos el pie en tierra firme cuando el navío atraca. Así la vida nos tiene entretenidos con las incidencias del viaje hasta que su azaroso capricho nos vara en la orilla. Va de vino que embriaga en la juventud y pan que amarga en la vejez, del no saber al no querer saber o de involucrarse en todo a desentenderse hasta a veces de uno mismo. 

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Emilio López Medina construye un edificio en el que cobijarse cuando arrecie el frío o el sol nos haga buscar la porción de sombra. Escribir aforismos sobre la vejez es hacer balance de todo lo que concierne al alma, lo cual es empeño ambicioso. De la vida distrae la vida misma. Todo lo que está bien a mano termina por desvanecerse, retirando su confianza en nuestra intendencia en el manejo de asuntos tan hondos. Se desatiende lo más relevante ("el amor, la belleza y la salud") para que irrumpa "la edad, la enfermedad, la fealdad y el deterioro", que es "el verdadero eje del mal" en una hipotética (y siempre necesaria) rendición de coordenadas. 

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La maquinaria de las horas nos precave contra lo sórdido y desoímos la admonición del augur que todos llevamos dentro, tan atento y tan esquivo, únicamente elocuente cuando el mal acucia o la tristeza, que es una vejez anticipada, nos abate inconsolablemente. Se conforma el ánimo con que no se le moleste en demasía, apenas sombra de todo el sol que con afán amasamos cuando todo era luz y el tiempo estaba de nuestra parte, pero el joven no está instruido en las artes de la decadencia, no son incumbencia suya, no dicen nada que él precise comprender.

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La trayectoria de un anhelo propicia el decaimiento de su propósito. El hoy duele porque contiene el ilusorio mañana. El ayer es baladí porque la memoria es un juguete del que no se nos contó cómo manejar. El niño tiene "temor a lo desconocido"; el viejo, "temor a lo conocido". El joven "exige cuentas a la vida". Tanto cree que le debe que no cae en otra cuenta: la de que es él quien debe hacer un abono, cifrado en la gratitud por el tiempo que se le ha concedido. 

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Cómo llegar uno a viejo con la alegría intacta, sin dar crédito a que algún día acabaremos por morirnos. No debería tenerse noticia alguna de que cada día que pase es un día menos en el invisible cómputo de todos los días con los que fuimos marcados en el día primerizo de abrir los ojos y tragar la andanada inicial de aire. 

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Hay días de una prometedora ilusión de perdurabilidad. No hay nada en ellos que precipite la idea de que cederán al hundimiento progresivo y a la conclusión inaplazable. Luce el sol con majestuosa bondad, fluye el agua en los cauces con lozana acrobacia, cómo entender entonces la inminencia de un declive, la certeza de que ese festín concluya. 

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"Vivir es un vicio", pero la mala prensa que tienen los vicios hace que no sepamos manejarlo y todo sea pudor y prudencia, respeto y sensatez. Y qué pena no entregarse a él en loca danza, en ciego ardor. 

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"La vida es la vida pasada". Somos lo que perdimos, es nuestra esa voluntad de que nada de lo que nos abandonó se haya desvanecido del todo. En conjunto, la vida es la presunción de que somos eternos y de que tan sólo al final de su plazo advertimos el engaño con el que nos fuimos entreteniendo mientras la vida, ajena, sucedía. 

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Creo que fue Joan Margarit el que escribió que ser viejo es una especie de posguerra, pero se sabe que no habrá armisticio y que la paz la verán otros, no quien trasiega en la batalla. 

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Todo llega tarde, se queja el autor. Todo lo que llega tarde no cuenta, podría añadir. Tal vez esa tardanza sea inevitable y la sabiduría de la vejez sólo irrumpa en la vejez y la ignorancia de la juventud sea cosa de la juventud, sin que puedan intercambiarse, ni suceder de ninguna otra forma, por más que se haga propósito de que el viejo ignore o el joven sepa. 

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"Éramos jóvenes y no podíamos adivinar lo que significaríamos los unos para los otros a lo largo de la vida. Ahora, tarde, sí lo sé". La enseñanza irrumpe cuando no hay provecho. Es inevitablemente al final cuando se nos ofrece con inquebrantable claridad lo que nunca acudió al ser reclamado, lo que nos ignoró, lo que nos dejó ir sin avituallarnos de víveres para el alma quebradiza de la vejez. 

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Al tiempo se le atribuye virtudes que no posee. No hay nada que nos excluya de vivirlo como si verdaderamente fuese una dádiva sin conclusión, pero nos atormentamos con la tenebrosa idea de que es una visita, no una residencia, nuestro trasegar por sus días. "Antes era un hombre a la espera de un entusiasmo. Ahora soy un hombre a la espera (miedosa) de cualquier acontecimiento". 

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La vida era ir acumulando recuerdos, pero con obstinada frecuencia la memoria se escabulle cuando más falta hace y no tenemos con qué amenizar las tardes enormes en que no nos tenemos más que a nosotros mismos. 

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El viejo codicia tener únicamente un año menos, tal que la madre del autor, que solicitaba una rebaja minúscula para esperanzarse en la generosidad del futuro. 

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Los días buenos, los días malos, los días animados, los días tristes, pero todos peores, todos peligrosos. Así la vejez es una franquicia del desánimo, pero basta ambicionar la irrupción de un día más para que el pesimismo no haga caja con nuestras ilusiones. 

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"Finalmente la verdadera vejez es un proceso de aceptación de la muerte. Puede comenzar a cualquier edad". Quién no ha visto gente muerta en vida, muertos pletóricos de ella. 

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Tal vez ir uno envejeciendo es tener una constancia más contundente del dolor del envejecimiento. Un dolor físico, un dolor pensado también. No se nos ha enseñado a soportar el dolor. Cada cual lo asume a su manera, pero más que carecer de una pedagogía de la muerte, lo que desearíamos es que se nos instruya sobre los avatares del dolor y poder aminorar su saña o, más felizmente, poder ignorarla. 

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"Siempre he sido un mal negociante con la vida". Ocurre que cuando se tiene propiedad de ella, magisterio en su oficio, experiencia a espuertas, sabiduría como para venderla a granel, llega la muerte y nos agua la fiesta. Lo que es López Medina es un excelente negociante con la palabra, con lo que va dando para que nombremos lo que importa. Este librito clarificador importa. No sólo eso.   




16.2.24

El huidizo

 El huidizo es especie terca en su condición motriz a la que cualquier razón o falta de ella lo fuerza a darse el piro, a no estar más tiempo de la cuenta en cuanto las circunstancias se ponen levantiscas o la adversidad le ronda. No hay edad propicia para comenzar a tomarle gusto al hecho de ser huidizo. Se puede empezar en mocedad, cuando el amor da sus primeros avisos y se cree que no alcanzarlo hará que vivamos para siempre rotos por dentro. Es el huidizo propenso a no darse por aludido cuando se le reprende, aunque esa admonición no le causa mayor quebranto. Si alguna prospera y lo abate tiene con qué rebatirla, siendo la maniobra de la huida la más recurrida y de más visible éxito. No precisa quien huye suelo firme que pisar para emprender su retirada. En ocasiones, cuando le es imposible abandonar el escenario que no le agrada, hacen ciegos sus sentidos, los incapacitan para el comercio de los argumentos y asumen esa expresión que va de la indiferencia a una indiferencia mayor. No conviene entregar al huidizo recado alguno, por frívolo o liviano que sea. Al menor indicio de que se vea comprometido, sin nada que delante su fuga, desaparece. No hay lugar en el que el huidizo se sienta plenamente a salvo. Cualquiera podría malograr su estado idílico de quietud, su condición de eterna reprobación. Están en las calles, en las colas de la charcutería, en los parques, en las terrazas de los bares. Poco hará uno para precaverse, no hay certera instrucción ni siquiera para advertir su cercanía. Más que la cobardía, es la reticencia a procurarse el trato ajeno o a dar el propio. Con inverosímil magisterio, el huidizo apenas se delata cuando comparece entre los otros: posee artes sibilinas, se sabe manejar en las multitudes. Hay huidizos de tan acendrada pulcritud en el desempeño de su costumbre que temen continuamente que acaben huyendo hasta de sí mismos. En un extremo, el huidizo aquejado de este desviación puede incurrir en desdoblamientos y observarse desde una altura al modo en que un cuerpo astral mira al cuerpo del que procede. Es entonces cuando el temor primerizo se multiplica y alcanza niveles de aritmética insoportable. Un solo huidizo puede mutar en ejército. Podrían ser horda, plaga, legión. Un día el mundo será de ellos, pero no harán alarde alguno, preferirán pasar desapercibidos, harán lo de siempre, sin dar aprecio al desempeño de su oficio. 

15.2.24

Frida Kahlo bebiendo para olvidar las penas

 





Quise ahogar mis penas en alcohol, pero las condenadas empezaron a nadar

(Frida Kahlo, 1952)

Cansado por las responsabilidades con que incansablemente se le obsequian, cuento con que un día al corazón se le ocurrirá retirarse, hacer ver que no está y, movido por un repentino desvelo por no malograrnos del todo, traspase poderes a otro órgano del cuerpo. Pensé a cuál podría encomendarle el trabajo que se le impuso. Acepté de inmediato que no sería la cabeza. Se la pinta siempre mal, se la asocia a la razón, que es un cosa cartesiana, de escaso o nulo afecto por las pasiones. Con tristeza, admití que no hay otro lugar al que hacer ocupar el trono vacante. Quizá se las componga el ingenio poético para dar con el sustituto idóneo, pero ninguno cumple el oficio como el corazón. Leí anoche que todas las canciones son de amor. En el extremo, pues este es un argumento radical, se podría prescindir de esa simbología. Saldría perdiendo la poesía. Detrás del corazón, se pondría en fuga el alma. Si el alma se bate en retirada, harta de que se la zarandee y se use su nombre en vano, no se podría hablar con la propiedad habitual de los asuntos trascendentes. Morir sería algo drástico definitivamente. No se podría iluminar la tiniebla de la muerte con las metáforas de los libros sagrados. De cuajo algunas de las religiones de más fuste del mundo tendría que replantearse su prontuario de parábolas. El longevo matrimonio con lo etéreo acabaría en un aparatoso y trágico divorcio. El feligrés, desprovisto de alma con la que guarecerse de los rigores de la realidad, entraría en crisis. Sin corazón, sin alma, quedan algunos órganos relevantes. Acudir al estómago es un argumento rudimentario, muy primitivo, si me lo permite. No porque comer no sea uno de los placeres más irrenunciables, si no se ve desde la estricta perspectiva de la supervivencia. El estómago es un órgano intermedio entre la boca y el culo. Está hermanado con los dos y no veo que sea fácil arrebatar del imaginario popular esa escatología ancestral. Queda el sexo. El amor no ha estado jamás lejos de su ámbito de influencia. Mucha de la gran literatura condesciende en sacralizarlo, en hacerle cómplice o autor de casi todas las pasiones humanas. La carne es débil, Adán mordió la manzana, en fin, todo eso con lo que se nos ha dibujado un peculiar dibujo de su presencia. No sé bien, la verdad, qué pasaría si no hubiese órgano al que aferrarse, con cuál podríamos escribir los poemas y las canciones. Prescindo de acudir al riñón o al hígado o a la médula espinal. Nada satisface mi fantasía iconográfica. Mejor darle larga vida al corazón. Que dure y que nos haga durar a nosotros en su contemplación y en su bendito abrazo. Al amor se le confiere siempre la facultad de sanar la tristeza. Un corazón dolido o partido o herido es una imagen idílica de la que ha salido gran parte de la mejor tradición literaria o pictórica o musical o cinematográfica. Sin el corazón, el arte se exhibiría a medias o no podría exhibirse siquiera. La palabra bolero moriría de aburrimiento. El sexo, sin amor, sería sólo espasmo y desagüe. Habrá quien no se moleste por esta última acepción. Quien ande sin corazón y sobreviva. Quien no haya notado cómo late ahí adentro cuando algo nos enternece o nos duele. Como la rana en la charca. Quizá por eso bebe Frida Kahlo. Porque está vacía por dentro. Porque le ha alcanzado la flecha del desamor. Porque sabe que beber es olvidar y lo que duele, sin corazón, son los recuerdos. En fin, ya digo, literatura, extensiones de un pensamiento muy sencillo.

14.2.24

In a sentimental mood


visto lo suficientemente cerca
el amor es un desvarío
un acceso de fe 
en el dios pequeñito que el objeto amado 
lleva dentro
descreer 
es cuestión de tiempo
seguir creyendo después 
mantener el alma firme 
caminar
a ciegas 
el sendero por donde mueren 
los que no están perdidos
los que en lo oscuro dan con luz
la noche es donde los amantes arden
lo hacen porque amar 
es un oficio de tinieblas 
un caballo cabalgando 
un páramo sin saber 
dónde pisa ni de qué huye

Elogio de la lectura

 Lo mejor para no creer lo que te digan es leer. Hasta entra que leer te haga no creer en lo leído. Cuanto más se lee, más se precisa leer. Se lo decía Mafalda a uno de sus amigos, pero hay matices. Hay quien lee y se cree todo lo que le dicen y quien no ha abierto un libro en su vida y descree por norma. Lo importante es no confiar en nada. Todo son tentativas de una certeza, incursiones en una bruma confortable. 

Leer, en lo que alcanzo, no te avisa de todos los que tratan de engañarte. No hay coraza fiable. Siempre hay una vía por la que entra el el engaño y hace casa adentro. Lo que hace leer es reducir las vías de acceso o confiarte la verdad paradójica de que no hay verdad absoluta. 

Contra la opinión de que hay lecturas perniciosas, yo sugiero la de que incluso esas, las tóxicas, son preferibles a no tener ninguna. 

Al desleído se le convence mejor, no se precisa el concurso de la inteligencia, basta la repetición, sólo hacen falta un par de frases rotundas, de las que calan. 

Algunas palabras son más grandes que quienes las dicen. Les quedan grandes, la boca apenas las contienen, hasta arrastran sílabas como babas, letras que se descuelgan en un desamparo elocuente, sintagmas huecos que dan un eco torpe. Hay líderes políticos que dominan la oratoria y la aplican concienzudamente, dando aplomo y consistencia a las frases, midiendo los gestos, haciendo que los gestos y las palabras casen y convenzan a quien se engolosina con los gestos y con las palabras, sin buscar otros gestos y otras palabras. Suele pasar así. Por eso es bueno haber leído antes. Cuantas más lecturas se tengan, más frases rotundas se han conocido y más se sabe en qué flaquean, qué parte de lo que cuentan es ardid y cuál, en mitad de su incendio, llama limpia, no prendida adrede, buscando el destrozo. 

Cuando conocemos las armas del enemigo, podemos combatirlo con mayor entusiasmo. Da igual que, al final, perdamos. No siempre gana la cultura. Hay veces en que se la derrota. En estos tiempos la cultura ha caído en combate con frecuencia. La ningunea el poder, la aparta, no la considera de fiar, cree que acabará poniéndose en su contra. De no ser así, de pensar en serio en ella, los países irían mejor. Nunca he visto un país empobrecido que lea. Dicho de otra manera: los países que leen no empobrecen o, en todo caso, lo hacen sin la celeridad y el loco empeño de otros. 

Leer hace que el juicio propio sea más hondo o más amplio. Creo que es lo de la amplitud de miras que a veces se oye en algunos discursos. Un país que lee también va al cine y a los museos y a los teatros y llena los conciertos de todos los géneros. Si la gente va al cine y a los museos y al teatro y llena los conciertos, vive más feliz. También he visto gente que no hace ninguna de esas cosas e irradia felicidad de un modo manifiesto. 

Una de las cosas que tiene la cultura es que hace felices a quienes la poseen. Reconozco que hay ratos en que saber mucho abruma. Está el mundo muy mal y tener el oído muy alerta o el olfato muy fino hace que te acuestes con el corazón en vilo, apesadumbrando por la violencia o por las injusticias o por las dos cosas juntamente. Me creo también eso de que se vive mejor en la ignorancia, pero es una vida mentida, no es la verdadera, no es la que hace que un país medre y medren quienes componen su censo y pasean sus calles y llenan las terrazas de sus bares. Estoy por decir que un país que lee llena también sus bares, aunque no me contrariará la evidencia contraria y seguro que mañana veo bares atestados. Al final terminamos en los bares. Se lo digo a mis amigos muchas veces. Hablamos de política, de fútbol y de mujeres o de hombres (a veces mucho de todas esas cosas y a veces nunca) pero siempre lo hacemos en los bares. No sé si un país se ha levantado en los bares. Probablemente sean la argamasa que une las piezas. De lo que sí tengo una certeza poco debatible es que yo mismo he leído muchísimo en los bares. Tanto que a veces no me he creído que haya bebido todo lo que me decía el camarero, no daba crédito a sus aseveraciones. En eso Mafalda tenía razón. Sin matices.

13.2.24

Elogio del útero

 


Fotografía: Fernando Oliva


Quizá también se hablara de nosotros cuando no habíamos visto la luz aún ni se tenía la certeza de que poco después pudiéramos verla. Se hacen planes antes de que nazcamos, nos ponen un nombre, conjeturan qué voz tendremos, preparan con meticuloso amor la ropa con la que van a vestirnos y cuidan con invisible fervor nuestra venida al mundo , temen que nos rompamos, sospechan que luego no podrán soportar que nos pase algo malo y ellos, quienes reclamaron nuestra presencia en este mundo, tengan alguna culpa o la culpa entera. Nosotros somos los inocentes. No sé cuándo dejamos de serlo, quién podría decirlo, no hay un momento en que la inocencia desaparece e irrumpe ya irremediablemente  la madurez, cuándo el candor y la pureza nos abandonan. No vuelven, no hay un camino de regreso, dejan de pertenecernos, no podremos hacer uso de ellas, ni siquiera habrá ocasión en que precisemos de su concurso. No seremos inocentes, ni cándidos, ni tampoco puros. Lo fuimos, tuvimos esa propiedad y después la retiramos. De vez en cuando volvemos al útero, sentimos que la  madre nos acoge adentro, nos resguarda hasta que prorrumpimos en llanto y empiece el festín de la luz. Es la única vida anterior a ésta que tenemos. Lo de que haya una después no está asegurado. Esa vida previa (a la que Ian McEwan dedicó una estupenda novelita, Cáscara de nuez) no parece ni propia, vista después, en la distancia, pero ese es el origen, el país pequeñito desde el que partimos. Esa pareja de la playa hará cuentas de lo que está por venir, les saldrán o no, no se tienen a mano nunca las certezas, tan sólo manejamos dudas. Vivir es una duda permanente, un ir hacia adelante y hacia atrás, como si el presente no tuviese el mismo rango que los otros tiempos verbales, cuando es el que más importancia tiene. Al final caigo en el mismo argumento de siempre, el del tiempo, el del aprendizaje de su manejo. Porque a eso no se nos enseña, va uno adquiriendo destrezas conforme lo va gastando. Hoy mismo he tenido la sensación de que los días están corriendo muy deprisa. No he hecho ni la mitad (ni la mitad de esa mitad) de lo que me propuse hacer para festejar mi participación en el teatro de la vida. Está uno tan hecho a la rutina (a la del trabajo y a la doméstica) que a veces cuesta abandonarla del todo. De ser inocentes y cándidos y puros, no caeríamos en estas consideraciones enteramente frívolas. También hacemos como nuestros padres y nos arrogamos quién podrá decir con qué fortuna el oficio de serlo. Todo empieza cuando todo acaba. Todo es anhelo de vida. Ella nos escoge. 

12.2.24

Dibucedario socrático 2024 / T de Tiempo





El futuro ya no es lo que era, lo dejó escrito Valéry. Tampoco sabes el pasado que te espera. San Agustín refirió que de no ser preguntado por el tiempo, sabía qué era, no así si se le requería una respuesta. Borges, con menos humor, sentenció lo poco que debe importarnos el infinito futuro cuando ya no es nuestro el infinito pasado. Del tiempo hay suficiente bibliografía como para no tener que añadir ninguna más. Diremos algo ya dicho, expondremos una ocurrencia que antes alguien ya registró. Creemos tener del tiempo la propiedad suficiente como para no hacer que nos preocupe en demasía, pero no está de nuestro lado, contradiciendo la letra de una canción de los Rolling de los sesenta. A veces se cree que somos el tiempo que nos queda, como escribió Caballero Bonald. Bergson argumentaba que el tiempo vivido y no sentido era baldío, que las vivencias (qué palabra más hermosa) hacían de él un tesoro. A mis alumnos les explico en el área de Conocimiento del Medio que las máquinas hacen que nuestra vida sea más placentera: hacen que tengamos más tiempo para aplicarlo a menesteres de mayor goce. Se oye con frecuencia que el patrimonio que debemos cuidar más cuidadosamente es el tiempo. A un profesor amigo mío que imparte Filosofía le pregunté cuál era la pregunta fundamental de su área y no dudó en afirmar que dar con la sustancia del tiempo. Cualquier metafísica es una tentativa de escudriñarlo, ni siquiera una tentativa (pobre, seca) de entenderlo. Sólo escudriñamos, sólo conjeturamos. El ayer da el presente credenciales para que irrumpa el futuro. El hoy es también evanescente. El mañana, inasible. De esta fragilidad surge la entera filosofía, toda la literatura, el trasiego privado de ser tan precariamente. Pero Mochuelo es más pragmático. Es un demiurgo involuntario, un dios de las pequeñas cosas. El mejor tiempo es el que no precisa ser contado, el delicadamente guardado, no revelado. Para ser mortales no le damos excesivo aprecio a la vida. Puro embeleso el del agua en la acequia, pero también el de la mano (el ala) que se sabe dueña de la vida que aplasta. Las machadianas moscas que hacían recordar todas las cosas tienen siempre el tiempo contado. Esa frase es curiosa. Da a quien la dice una autoridad sobre él, cuando no se tiene. 

11.2.24

De las cosas domésticas

Si algún damos con algo parecido al hombre en los confines del éter, en la lejanía absoluta, si al mirarnos a los ojos y estrechar nuestras manos, si sus manos hablasen como las nuestras, sentimos algo parecido al afecto, si después del protocolo de los gestos las palabras acuden y de pronto sabemos nombrar la luz y el aire y el agua con idéntica gratitud, si nos aquejan los mismos dolores y el placer nos visita con idéntica fruición, si el amor cifra el entero propósito de nuestros anhelos, no habremos hecho mucho, no será esa epopeya celeste un libro entre los grandes libros, no será lo que se contará a los hijos cuando se les tenga que contar algo de verdad importante, cuando aquí, en esta casa azul y enferma, todavía no hemos logrado mirar al prójimo en la creencia de que es a nosotros mismos a quien miramos o alargado nuestra mano para que el otro la estreche y la apriete o respetado la luz y el aire y el agua o habernos sentirnos concernidos por el dolor o por el placer ajenos, si el amor no es nada más que ese humo que se desprende del fuego cuando concluye su oficio. 

10.2.24

Dibucedario socrático 2024 / S de Soñar


 Soñar es escribir un texto que nadie lee. Ni siquiera  quien lo crea. Sobrevive una brizna de su trama, un dibujo borroso de los protagonistas. La literatura tangible, la de las palabras que contribuyen a la rendición de un libro, es de naturaleza onírica, a poco que se piense. El hecho extraordinario de escribir un cuento se asemeja al hecho extraordinario de tener un ensueño. Se entreteje con materiales evanescentes, se tiene conciencia suya por procedimientos arcanos, fluye a su antojadizo capricho una vez que se ha impuesto a la realidad. El soñador araña la tela por ver si da con la carne, pero encuentra otra tela y la carne, conforme hurga en ella, cae o se difumina. No sabemos qué maña los extrae de la oscuridad en donde residen. La creación literaria es un sueño dirigido. Qué habrá ahí adentro, qué se nos escapa al escribir o al soñar. Mochuelo se cree meditando, dueño del timón de su cabeza. El pobre Sócrates queda huérfano en su plan para hacer un bosquejo del hombre: sabe que los sueños no nos pertenecen. Pasamos un tercio de nuestra vida fuera de ella. 

9.2.24

Piojos

  Un piojo intrépido, emboscado en la cabeza de una hippie de los setenta que leía poemas de amor libre, perdió el equilibrio en la frágil cima de un pelo y acabó estrellándose en un endecasílabo lúbrico. Se ahogó en pocos segundos. Tan escaso era su tamaño que la tipografía del poema lo succionó. Está todavía en una T mayúscula, una que ahora parece preñadita. Los libros tienen su columbario secreto. Cualquier renglón puede ser tu epitafio. 

Elogio del que cuenta los cuentos


Recuerdo no saber contar un cuento, recuerdo tener esa sensación de vacío, ese desamparo narrativo. Sabía hacer que las palabras acudieran,  las palabras con las que la historia acabase rendida, expuesta como los ingredientes ofrecidos en la mesa del cocinero, pero sin arrimarlos unos a otros, conviniendo olores, prefigurando el sabor anhelado. Sabía (digo) conseguir que quien escuchara las entendiese,  conociese incluso ciertos matices de la trama, los relevantes, los que hacen que sus giros no sean caprichosos y obedezcan a un plan que el lector y el escritor conocen y aplican. Creía yo que todo esto bastaba, que era suficiente para que el cuento fuese contado, pero no lo es, no se puede contar un cuento con solo narrar, con decir qué acontecimientos lo atraviesan, con qué finos hilos se teje la historia que lo mantiene firme. Hace falta el milagro de que no haya otra cosa en el mundo que el cuento. Uno, al contarlo, tiene que percibir que quien está enfrente nuestra, escuchándolo, no posee memoria ni tampoco futuro, que únicamente el presente, el presente narrativo, el nuestro, es el que posee. Una vez que el cuento finaliza, el mundo sigue girando, la violencia del pasado atrapa a quien la olvidó durante unos minutos, la vida sigue y sigue a su manera brutal o dulce, severa o jovial. 


He contado los suficientes como para saber que ningún cuento, escrito por mí o cogido de otro, ha llegado a ese lugar sublime del que hablo, el lugar en donde la realidad se inmola y el mundo (insisto en eso) acaba por pararse, por renunciar a lo que fue y a lo que pueda alcanzar a ser y únicamente existe el cuento. Quien ha estado ahí, en ese vértigo y en esa fiebre, en esa felicidad de espectador privilegiado, sabe de qué hablo, pero es otra la historia que ahora me toca contar a mí, la historia del cuentista, su oficio, el afecto a las palabras y a la restitución de lo que las palabras ocultan. No hay nadie en que no desee que le cuenten una historia, nadie que no haya visto detenerse el mundo, advertir que el giro de la tierra cesa, y las nubes, allá en el alto y eterno cielo, se detienen también, quizá porque escuchen y quieran saber cómo termina el cuento. En la escuela, cuando explico, procuro que la literatura lo impregne todo. No siempre lo consigo, no están siempre a mano los ingredientes previstos. Ni siquiera conviene siempre que sea la literatura la que guíe la clase, pero cuando lo hace, en cuanto se apropia de la explicación, todo fluye de un modo soberbio, nada queda fuera, todo se integra, el mundo se para. 

8.2.24

Dibucedario socrático 2024 / R de reír


“La alegría de un hombre es su rasgo más revelador, juntamente con los pies y las manos. Hay caracteres que uno no llega a penetrar, pero un día ese hombre estalla en una risa bien franca, y he aquí de golpe todo su carácter desplegado delante de uno. Tan sólo las personas que gozan del desarrollo más elevado y más feliz pueden tener una alegría comunicativa, es decir, irresistible y buena. No quiero hablar del desarrollo intelectual, sino del carácter, del conjunto del hombre. Por eso si quieren ustedes estudiar a un hombre y conocer su alma, no presten atención a la forma que tenga de callarse, de hablar, de llorar, o a la forma en que se conmueva por las más nobles ideas. Miradlo más bien cuando ríe."
Fiódor Dostoievski, El adolescente 

El pobre Sócrates, entiéndase la acepción más cariñosa de pobreza, ríe y da al reír la consideración más alta, aunque no la restituya más tarde en palabras, en una rendición argumentada que aliente alguno de sus amados diálogos. Reír es un don que no se deja manejar por el estricto proceder de la razón. Se ríe sin motivos. La risa manifiesta un consenso entre el alma y el cuerpo. Hay que reírse para no convocar el llanto, se dice. Porque maliciosamente expresado, la vida es un contratiempo más francamente inclinado a desalentarnos que a infundirnos ánimo, dado que tiene un fin y todos los días que se nos conceden antes de que se produzca son dádivas, milagros que deberían aceptarse con alborozo. Ríen los que no tienen nada que esconder. Quizá por eso nos prendamos ante la alegría expresada en risa de los niños. Es inofensiva la risa, aunque algunas provengan de la maldad. Hablando de maldad, he pensado en Jorge de Burgos, el monje ciego, trasunto de Borges. Él no sólo custodiaba la integridad de la biblioteca del convento, sino que censuraba a quienes proferían en risas. "La risa mata al miedo y sin miedo no puede haber fe, porque sin miedo al Diablo ya no hay necesidad de fe". La risa es herética, pero pensar en ella con el intelecto es hacer tripodología, esto es, buscarle tres pies al gato, me permite citar de nuevo a Umberto Eco. Por eso Mochuelo no le ve la gracia. No ha reído cuando Sócrates reía, no ha dejado que la risa, tan contagiosa, le afecte.Tampoco le preocupa que otros lo hagan. Luego Séneca dirá que la persona que no se ríe no debe ser tomado en serio.





Escarabajos

 


El escarabajo ocupó una entera en cubrir  la distancia que lo separaba de mi zapato. Lo vi avanzar sin desmayo. Arrastraba su tesoro fecal sin aparente fatiga. Como Sísifo con su piedra por el oscuro Hades.  Él observaría mi paciencia con aprobación. Yo entretendría la mía con curiosidad. No sabría ahora decir si llegó fatigado o iba sobrado de ánimo. El escarabajo, avanzando, acercándose poco a poco a la silla del patio en donde yo estaba muy cómodamente instalado, leyendo al sol del verano, recabó mi entera atención. En esa tarde, concluí la novela. Era buena, sin ser magnífica. Monótona a ratos, súbitamente izada por pequeños giros de la historia, luctuosos algunos, trágicos al final, como pude comprobar más tarde. Suele suceder que la excelencia no es dócil. Me encantó la manera en que la trama iba desquiciándose sin desmoronarse la dignidad de los protagonistas, tan lacerados por el infortunio, tan frágiles y, paradójicamente, heroicos. Uno de ellos, uno particularmente obcecado en alcanzar su destino, conjurado a esa meta a riesgo de su propia vida, moría fortuitamente nada más conseguirla. El lector no puede llevar de la mano a los protagonistas. Pensé que ésa era la voluntad del escritor, que es un dios en lo suyo, si se piensa con detalle. Dolía que ahí muriese la novela, que no hubiese una posibilidad, por pequeña que fuese, de que otras circunstancias de la trama me sacasen de la tristeza enorme que esa muerte imprevista me había causado. Fue entonces, al cerrarse la historia definitivamente, cuando la emoción de esa pérdida irrecuperable hizo que se cayese el libro al suelo y, fatalmente, aplastara al escarabajo, reduciéndolo a una mancha en el suelo. No fue voluntad mía. Fue el azar, por pensar algo. La vida es esa mierda que arrastras, razoné a poco de dejar que el sol comenzara a devastar su abnegado cuerpecito. 


 . 

7.2.24

Dinosaurios

Dinosaurios 


Los dinosaurios son cosa de paleontólogos y de críos. Quedan en fósiles y en peluches. La fantasía crea un bestiario a título meramente narrativo. De ser yo pequeño y preguntárseme qué querría ser de mayor, diría que criptozoólogo. Conjeturaría bichos del tamaño de una de esas catedrales góticas, los miraría con arrobo y luego los registraría con la adjetivación más pulcra, dándoles el empaque preciso para imponerlos a la realidad. No habiendo advertido arrojo para tal milagro me he ido conformando con coleccionarlos. Tengo una habitación en la que la que ocupan interminables baldas. No aprecio que sea el plástico o el metal la frívola sustancia de la que están hechos. Es entrar y observarlos y concederles la vida que mi capacidad literaria no alcanza. Vuelan los facultados para el vuelo, se desplazan con pasmosa lentitud los agasajados con la paciencia y abren su pavorosa boca los que recibieron el don de la monarquía. Proceden conmigo con respeto, si no indiferencia. Tal vez creen que he sido investido con alguna de las gracias de la divinidad y ellos son las criaturas que ha fabricado la elocuencia de mi providencia. Cuando regreso con el ansia de repetir la ceremonia, comido por el entusiasmo, con el ardor del amante que sabe que cubrirá a su amada, los observo en su balda y ellos, agradecidos por mi presencia, danzan para que yo me deleite.

Loros


Al loro que compré en Estambul le gustaban las literaturas germánicas medievales. Ponía unos ojos de loro entusiasmado cuando le recitaba en voz alta las gestas de Beowulf o los funerales de Héctor, el domador de caballos. Contrariamente a lo que se puede esperar de un loro, el mío no repetía con la gracia previsible las frases que yo decía. Su única evidencia de una inteligencia superior a la de otras criaturas era la de abrir los ojos con pasmosa desmesura, como agradecido por la dádiva de las palabras. Se diría que estaba allí mismo, en la batalla, blandiendo la espada, empapado de sangre enemiga. Si un día me daba por cambiar de tercio y leer en voz alta, como suelo hacer, otro género, qué sé yo, poesía romántica o cuentos policiales, mi loro expresaba su disconformidad y emitía unos ruidos tan poco soportables que tenía que mudarme a otra habitación a continuar la lectura. Tampoco aceptaba que yo cantara, cuando me da por cantar, o que yo le recitara alguna frase ocurrente con objeto de que la repitiera. Era el mío un loro de costumbres peculiares. Su predilección, la única que yo advirtiese, era la épica medieval. Bastaba observar cómo se agitaba en cuanto el episodio narraba una cruenta batalla a la vera de un río o el ajusticiamiento de algún reyezuelo caído en desgracia. Esta mañana mi loro ha muerto. Estaba en el fondo de la jaula. Tenía un sencillo corte en el cuello. Temo que se ha suicidado. No me cabe otra explicación. Se habrá contorsionado hasta que el pico haya probado la copiosa sangre. Debió tener una pesadilla, me ha dicho mi madre, que es la que lo cuidaba. A mi corto entender, debió sentirse desplazado. No son buenos tiempos para las líricas medievales. Creo que ha muerto por inadaptación a la época en que le tocó vivir. No se me ha ocurrido reemplazarlo con otro. 

6.2.24

Vacas

 


 El pastor, encaramado en un risco favorable, se queda dormido con el libro de Kafka en las manos. Sabe acomodarse para que no peligre su integridad, pero el libro termina cayéndosele de las manos y cae ladera abajo hasta donde pastan las vacas.  Sin que se puede argüir un motivo, pues en su condición animal no entra la literatura como objeto de apetencia, una se acerca y lo olisquea. No hay en un principio nada que la anime a ocupar su ocio bovino en el libro, pero algo la envalentona. Le da fuerte con el hocico y ve con interés que no se rompe. Es un acto insensato del que la bestia no espera mayor beneficio que la visión del libro al modificar su residencia en la glauca tierra. Le vuelve a arrimar con más vehemencia. Se determina a esa heroicidad inútil que de pronto cobra sentido en su lerda cabeza de vaca. Está toda ella en ese gesto. Ni una parte pequeña de su cuerpo grande queda fuera. Pareciera que el entero propósito de su existencia se cifrara en el acto de acometer la presencia de ese libro. Entonces abre la boca y empieza a buscar el modo de comérselo. No sabe qué sabor tendrá, seguramente no rivalizará con el sabor de la hierba fresca, pero su corazón le habla y hay palabras que la vaca entiende. Comérselo es un modo de dominarlo. Todavía ignora si ese objeto súbitamente ingresado en la realidad será un enemigo o, por el contrario, se integrará en el paisaje y no diferirá de un árbol o del mismo pastor, que sigue durmiendo.  Se la ve con entusiasmo, se aplica en la mordida, en la ingesta de las hojas. Las traga morosamente. Se diría que ha dado con el modo y, a su modo, las degusta y entorna sus ojos apreciativamente. De pronto bizquea, da arcadas, mueve arriba y abajo la cabeza y suelta un eructo no muy sonoro, la verdad, pero que despierta al pastor. No es la primera vez que escucha a una de sus vacas soltar un eructo. Hubo otras vacas que probaron otros libros, pero  nunca había visto ninguna que tuviera unas alas de insecto en el costado. 

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...