14.2.24

Elogio de la lectura

 Lo mejor para no creer lo que te digan es leer. Hasta entra que leer te haga no creer en lo leído. Cuanto más se lee, más se precisa leer. Se lo decía Mafalda a uno de sus amigos, pero hay matices. Hay quien lee y se cree todo lo que le dicen y quien no ha abierto un libro en su vida y descree por norma. Lo importante es no confiar en nada. Todo son tentativas de una certeza, incursiones en una bruma confortable. 

Leer, en lo que alcanzo, no te avisa de todos los que tratan de engañarte. No hay coraza fiable. Siempre hay una vía por la que entra el el engaño y hace casa adentro. Lo que hace leer es reducir las vías de acceso o confiarte la verdad paradójica de que no hay verdad absoluta. 

Contra la opinión de que hay lecturas perniciosas, yo sugiero la de que incluso esas, las tóxicas, son preferibles a no tener ninguna. 

Al desleído se le convence mejor, no se precisa el concurso de la inteligencia, basta la repetición, sólo hacen falta un par de frases rotundas, de las que calan. 

Algunas palabras son más grandes que quienes las dicen. Les quedan grandes, la boca apenas las contienen, hasta arrastran sílabas como babas, letras que se descuelgan en un desamparo elocuente, sintagmas huecos que dan un eco torpe. Hay líderes políticos que dominan la oratoria y la aplican concienzudamente, dando aplomo y consistencia a las frases, midiendo los gestos, haciendo que los gestos y las palabras casen y convenzan a quien se engolosina con los gestos y con las palabras, sin buscar otros gestos y otras palabras. Suele pasar así. Por eso es bueno haber leído antes. Cuantas más lecturas se tengan, más frases rotundas se han conocido y más se sabe en qué flaquean, qué parte de lo que cuentan es ardid y cuál, en mitad de su incendio, llama limpia, no prendida adrede, buscando el destrozo. 

Cuando conocemos las armas del enemigo, podemos combatirlo con mayor entusiasmo. Da igual que, al final, perdamos. No siempre gana la cultura. Hay veces en que se la derrota. En estos tiempos la cultura ha caído en combate con frecuencia. La ningunea el poder, la aparta, no la considera de fiar, cree que acabará poniéndose en su contra. De no ser así, de pensar en serio en ella, los países irían mejor. Nunca he visto un país empobrecido que lea. Dicho de otra manera: los países que leen no empobrecen o, en todo caso, lo hacen sin la celeridad y el loco empeño de otros. 

Leer hace que el juicio propio sea más hondo o más amplio. Creo que es lo de la amplitud de miras que a veces se oye en algunos discursos. Un país que lee también va al cine y a los museos y a los teatros y llena los conciertos de todos los géneros. Si la gente va al cine y a los museos y al teatro y llena los conciertos, vive más feliz. También he visto gente que no hace ninguna de esas cosas e irradia felicidad de un modo manifiesto. 

Una de las cosas que tiene la cultura es que hace felices a quienes la poseen. Reconozco que hay ratos en que saber mucho abruma. Está el mundo muy mal y tener el oído muy alerta o el olfato muy fino hace que te acuestes con el corazón en vilo, apesadumbrando por la violencia o por las injusticias o por las dos cosas juntamente. Me creo también eso de que se vive mejor en la ignorancia, pero es una vida mentida, no es la verdadera, no es la que hace que un país medre y medren quienes componen su censo y pasean sus calles y llenan las terrazas de sus bares. Estoy por decir que un país que lee llena también sus bares, aunque no me contrariará la evidencia contraria y seguro que mañana veo bares atestados. Al final terminamos en los bares. Se lo digo a mis amigos muchas veces. Hablamos de política, de fútbol y de mujeres o de hombres (a veces mucho de todas esas cosas y a veces nunca) pero siempre lo hacemos en los bares. No sé si un país se ha levantado en los bares. Probablemente sean la argamasa que une las piezas. De lo que sí tengo una certeza poco debatible es que yo mismo he leído muchísimo en los bares. Tanto que a veces no me he creído que haya bebido todo lo que me decía el camarero, no daba crédito a sus aseveraciones. En eso Mafalda tenía razón. Sin matices.

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