Las manos desahogan el alma. La liberan del peso del pecado o del peso de la culpa. También la subliman cuando las hacen precursoras de la delicia del tacto. Hay una variedad formidable de oficios que el alma desempeña. Incluso en el compromiso del dolor, el alma crece, avanza, se conmueve ante ajeno y cuenta cómo maneja el propio. Eso del alma es un recurso muy útil cuando quien escribe precisa de buscar un protagonista sobre el que hacer caer toda la relevancia dramática de su trama. El archivo bibliográfico sobre el alma es inabarcable. No ha habido filósofo o poeta o cantante de boleros que no haya acudido a su regazo y la haya metido en faena dialéctica, en cabriola metafísica o en deslumbre metafórico. Las manos, en cambio, no tienen ese pedigrí y suelen ignorarse en los discursos sobre lo trascendente. Ayer vi a Grigory Sokolov en televisión ejecutando una pieza al piano y pensé en las manos de Miles Davis tocando el solo de So what o en las de Miguel Ángel aplicando el cincel al mármol blanco de su David o en las de Cervantes escribiendo las andanzas de su Quijote. Pensé en la maestría de los dedos al crear de la nada toda la belleza del mundo. Y entonces mi alma fulgió y la tarde fue entera de pura bonanza y de reconciliación con el mundo.
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