Amé los mapas cuando no entendía lo que significaban y todavía hoy siento un placer que no sabría explicar bien cuando abro un atlas y el dedo va recorriendo los sistemas montañosas y las ensenadas, el curso de los ríos y la evidencia de un populoso núcleo urbano, pero los mapas ya no son lo que eran, ya no invitan a ningún viaje. En cierto modo se ha perdido esa voluntad mágica de querer ver más allá de lo que la evidencia ofrece. Todo son moléculas que se agitan, inteligencia artificial, saltos sinápticos, trenzados más o menos estables de corrientes nerviosas que irrigan el cerebro y nos hacen pensar en lo imposible, pero la fantasía (la posibilidad de la fantasía) ha quedado relegada. Se nos da hecho el viaje, vemos París sin que intervenga el deseo, sólo se persona un simulacro de deseo, una tentativa fiable de deseo, no el anhelo de que suceda, sino la restitución falsa de que esté ocurriendo. Se crea una ilusión sobre una ilusión, sin que concurse la imaginación, que es la brújula y el a la vez (acepten la redundancia) el mapa, no habiendo ni de lo uno ni de lo otro al comenzar la travesía. No sé de genética mucho más de lo que necesito, pero alcanzo a comprender que en ese baile de moléculas, de cuerpos que se abrazan y se alejan en el caos infinitesimal de la materia, debe estar la llave de algún logro sentimental al que no hemos llegado aún. Nos malogra ese milagro la contundencia, a veces brutal, con que la realidad nos atenaza, cuando la realidad debería ser un obsequio, un regalo precioso, un don. La realidad, de maleable que es, resulta incómoda, de poca o ninguna constancia, de fácil vuelo, como si nosotros, sus inquilinos, no mereciésemos habitarla, consentir que nos zarandee y nos apremie a que, conforme los años nos van formando, la entendamos. Perdemos más tiempo en pensar que alguna vez seremos felices que en disfrutar del rato en que verdaderamente lo somos. Sentimos que la felicidad debería ser un derecho, cuando es un privilegio, no algo que venga de serie como los músculos o las palabras cuando las decimos. Queda leer. Qué felicidad esa. También escribir, otra cartografía, íntima y jubilosa.
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