20.12.24

Unas Sonus Faber


 Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no veré de nuevo. Tengo libros que no leeré otra vez a pesar de que me hicieron disfrutar e incluso produjeron en mí lo que solo a veces consigue el trato con las personas: cierto tipo de afecto, una forma de comportamiento, incluso el amor, perdurable y puro. Luego están las que cosas que no se tienen y la manera en que uno renuncia también a ellas. No tengo recuerdos de las calles de Nueva York, aunque las registró mil veces distintas mi memoria y sé encontrarlas en todas las películas que he visto. No tengo las Sonus Faber de las que me prendé escuchando a Miles Davis en una tienda pija de High End. No tengo un apartamento en un paseo marítimo con una terraza en la que quepa anchurosamente una mesa y unas cuantas sillas y desde donde el mar me mire y yo lo mire a él. Tengo, sin embargo, un trabajo que me apasiona, con sus días buenos y sus días de menor bondad. Este rubor primario que tengo para hablar de lo mío impide que exponga aquí a mi familia y me extienda en cómo son y en qué cómo hacen que mi vida esté completa (o todo lo completa que alguien difícil como yo pueda conseguir). Me dijo K. que está bien hacer esta especie de diario, pero que no entre en los detalles. Él sostiene que se puede escribir de uno mismo sin que en ningún momento estén al descubierto las intimidades, las cosas de verdad privadas, todo lo que no es posible airear, ni siquiera mostrar un breve fragmento de tiempo. Hasta he llegado a pensar que hay una parte de literatura en lo que voy trayendo. No una literatura seria, bien compuesta, de las que ocupan las páginas de los libros publicados y los suplementos de los diarios, sino una hecha de ficción, marginal o periféricamente adornada con trasuntos reales, pintada con colores fiables, pero emborronada más tarde. Lo de las Sonus Faber y el apartamento en el paseo marítimo es absolutamente cierto.

Los días esdrújulos

 Una de las mejores formas de cerrar o de abrir el día es recitando un verso glorioso o, ya puestos, un poema entero, con sus cesuras y su íntima métrica. Los días en los que uno se acuesta osado prueba con Góngora y sale robustecido del empeño. Los días en que amanece con claro espíritu declamativo invita a Lope de Vega. El recitado de un poema viene a ser una especie de rezo laico. Hace mucho tiempo que no ensayo la mecánica de las plegarias, pero recuerdo mis años de católico comprometido con la representación de su fe, hará de eso mucho tiempo. Algunas oraciones son verdaderos poemas, pero el repertorio es ínfimo si lo comparamos con el catálogo de la boscosa historia de la Literatura. Mañana he pensado en Gil de Biedma. No hay que convertir estos exabruptos epifànicos en hábito, pero el disfrute es grande: la sensación de estar ejecutando algún ritual antiguo, el previsible ardor semántico en la punta de la lengua, la deleitosa (ay) convicción de que el mundo fue, al principio, solo verbo y de que en las palabras està la salvación del alma y que en las palabras alcanzamos la armonía y la plenitud . Quien, no satisfecho con un verso, con un par de ellos o con una valiente estrofa, desee recitar el poema entero, ya digo, no se prive, no le escamotee placeres al intelecto. Dese un festín de metáforas. Embadúrnese de rimas o de verso libre . Haga bandera de la poesía y concédase el gustazo de pertenecer a una raza en extinción. Cuente a los cercanos en qué se entretiene al cerrar el día o al despuntar la mañana. Por último, no se desanime si la empresa no gana el fervor popular y advierte extrañeza o mofa en quienes confía su ardor lingüístico. En absoluto abandone la causa: esmérese en su gesta, adquiera destreza en la elección de los poemas. Yo he probado con Kafavis en mañanas de verano y resulta tonificante. He probado con Machado en días grises de invierno crudo y he encontrado placeres indescriptibles. Reconozco la dureza de Valente, el poco apresto de los versos de Gamoneda, la muy escasa predisposición fonética de un Vázquez Montalbán. Estos inconvenientes no desalientan la llamada de la poesía. La espolean, en todo caso. Ayer me descubrí recitando unos versos sueltos de Poeta en Nueva York. Un transeúnte me miró cuando pronunciaba la parte de la sangre de pato.

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Instrucciones preliminares:
Coge uno el verso, lo mira antes de recitarlo y finalmente lo expulsa del pecho con trompetería fonética. Hágalo el amable lector y percibirá que el aire penetra más plenamente en los pulmones. Se recomienda que tras el arrebato poético no ofenda su inteligencia viendo la televisión o leyendo alguna lectura atrasada de naturaleza más trivial y negociable. Basta Don Luis. Él solito satisface los deseos más oscuros. Los más perversos. Los más crípticos. Los más humanos. Los más altos. Los más limpios. Una ración de Quevedo es igualmente provechosa. Una de Whitman. Una de Borges. El poema del ajedrez es de una ejecución complicada, pero satisface mucho y deja después la cabeza bien rociadita de engimas teológicos. Eso tampoco es malo para abrir o para clausurar el día. Que el vuestro sea bonancible y esdrújulo.
Todas las reaccio

16.12.24

Uno mismo

 




Uno no siempre sabe dar la cara o no quiere darla. Está en ese pudor de no darse la antigua convicción de que no es bueno que lo conozcan a uno del todo. Que conviene reservarse, esconder lo que consideramos más nuestro. El escritor, por el hecho de serlo, suele fomentar en ocasiones la idea de que está ahí, expuesto, vulnerable, practicando una especie de nudismo moral, regalando al lector trozos de alma, evidencias de un corazón que late o de un alma que sale del pecho y vuela o se afinca en la tierra y se arrastra. El lector no tiene fotografía. Quiero decir que no se da al modo en que lo hace el que lo escribe. No tiene una imagen reconocible. Ni siquiera una pasada por el photoshop en la que pueda decir he aquí mi cara, pero la he manipulado para que no me conozcáis del todo. El lector, incluso el buen lector, asume también sus riesgtos, pero ninguno es ése. Está bien el anonimato, el ingreso consentido en la casa ajena y el paseo moroso por las estancias, viendo dónde están los muebles, qué cuadros presiden las paredes, qué hay en el cajón de la mesita de noche.  Y luego está el vacío del que se reconoce como actor de una obra de teatro en la que apenas conoce al público y del que ignora (en la mayoría de los casos) su reacción ante la trama. Un vacio dulce, al cabo. Uno convertido ya en rutina, en acto instalado en el rumiar silencioso de la sangre, en el vértigo y en la fiebre diaria de levantarse, acometer los trabajos ineludibles y querer uno a los suyos de la mejor manera que sabe. En mitad de todo esa travesía de accidentes ineludibles está la necesidad de escribir, vuelvo a repetir, el vicio de abrirse uno y compartir lo que lleva dentro. Será quizá por eso por lo que se escribe, en el fondo: por contar lo que no está a la vista y, en el cuento, en la restitución de ese argumento invisible, convertirse también uno en espectador, en lector, en el voyeur consentido que de pronto está en la platea, atento y goloso de novedades, esperando que algo relevante o hermoso o tierno salga del tiempo empleado en la representación. 

13.12.24

Jazz


 



De la foto, de la que no sé autor, sólo reconozco a Eric Dolphy y a John Coltrane, pero son accesorios. Podrían ser perfectos anónimos, músicos sin un nombre en una portada de un disco. Lo que me fascina es la luz. Una vez un amigo me dijo que el jazz es en blanco y negro. El sonido no tiene color cuando se le escucha, pudo agregar. Se puede escuchar jazz sin abrir los ojos en ningún momento, a la manera en que mi amigo M. escuchaba a Bach, en una especie de trance en la que la mirada miraba hacia adentro, pienso ahora. La música, si se le presta ese protocolo, gana en intimidad. A estas alturas uno ha aprendido que es la intimidad la que nos salva del caos y de la barbarie. Puestos a ser más radical, es la belleza la que nos hace mejores personas. La función del arte, la primordial, entre muchas respetables, es la de hacernos creer que la vida es maravillosa. Por eso gustan las películas de Frank Capra o los discos de Dizzy Gillespie.


 John Coltrane cuenta la parte de la belleza que produce dolor. No el dolor que nos hiere, sino uno soportable, capaz de hacer que pensemos en el mundo y en lo que hacemos en él. No sé mi lugar en el mundo. Habrá alguno. No creo que sea escuchar jazz o ver cine negro o leer poesía española del Siglo de Oro. No son, al menos, únicamente ésas. Todas esas satisfacciones inmediatas que uno se procura, con las que se abastece, no bastan del todo, pero dan consuelo, hacen que todo cuadre un poco mejor o, en todo caso, hacen que no se desquicie más de la cuenta la cabeza, tan ocupada y tan exigida a veces. 


La cultura sirve para que podamos entender mejor a John Coltrane o a Frank Capra o a Luis de Góngora o a tu mujer o a tus hijos. Iba a añadir a uno mismo, pero he sentido más duda en eso. Tampoco creo que podamos entrar en Coltrane, en Capra o en Góngora sin una experiencia previa. La cultura es esa experiencia previa con la que se abren mejor las experiencias nuevas. Después de escuchar horas de bebop, soy capaz de reconocer que no sé absolutamente nada de él, y sin embargo, a pesar del bagaje inútil y maravilloso, acudo a él con mansedumbre, con la impresión de que hay cosas de las que todavía no he tenido conocimiento alguno o que hay sensaciones con las que cuento a diario y sin las que no puedo pasar y de las que sé poco o incluso no sé nada. Es esa precariedad de la que hablo. 


La luz de la fotografía en la que Coltrane y Dolphy tocan My favourite things o Naima hace que en la cabeza empiece a sonar la música. Son cosas extrañas éstas que cuento. Cuánto más extrañas sean, con más soltura las cuento. Hoy el viernes abrió con una solicitud: la de que sonara jazz en casa. Lo escuché mientras corregía unos exámenes. Creo que se percibe la luz en las palabras, el sonido en los huecos que dejan. Creo que los corregí con absoluto fervor. 


Flipando

 

Hay que flipar más y hay que flipar mejor. No hacerlo, ser mesurado en eso, no dejarse llevar, no esmerarse en flipar a tope, envinagra el carácter, lo entristece, lo entenebrece, incluso lo mustia y hasta enferma. He visto gente flipar con un entusiasmo tan contagioso que de pronto he comprendido que únicamente flipando se puede alcanzar ese clímax de armonía con el que nada nos afecta y del que se puede valer uno para escalar la cumbre de los días y dormir a pierna suelta en el vértigo de las noches.


La manera en que uno flipa queda a consideración del esforzado ejecutante. No basta ver cómo lo hacen los otros o comprar libros que ilustren los procedimientos. Estoy por asegurar que no se logra jamás la destreza que otros oficios contraen a poco que se practican. Flipar es otra cosa. Quienes lo han probado no son capaces de sustraerse del placer que procura su práctica o del placer añadido, el que concurre cuando, una vez ha finalizado el flipe, uno advierte que el cuerpo funciona mejor y que la cabeza barrunta ideas que, antes de la exposición, no eran ni por asomo imaginables.


Yo mismo he flipado en colores y en blanco y negro. Flipado nada más levantarme o en ese instante en que el sueño se invita solo y los ojos caen como una persiana a la que se le ha roto el mecanismo que la mantiene fija, izada, permitiendo el ingreso limpio de toda la luz del mundo. He flipado con conocimiento de lo flipado y flipado sin que me percate de nada y no tenga ni idea de los motivos de esa dulce epifanía. 


No sé con qué flipe quedarme, si con los conscientes y anhelados o con los acontecidos sin el concurso de mi voluntad, sobrevenidos como una fiebre o como un orgasmo. Se flipa a espaldas de la voluntad, aunque si en efecto interviene la cosa flipada adquiere el rango de las cosas sublimes. Como ver a Dios. De hecho, Dios es uno de esos flipes inefables, de difícil o inasequible traducción en términos estrictamente lingüísticos. La religión entera, cualquiera de las muchas disponibles, es una extensión del flipe puro.


Han sido tantas y tan placenteras las veces en que he flipado que elegir una entre todas sería sacrificar la felicidad (una ilusión de felicidad tal vez) de que todas están a mi alcance y que puedo acceder a ellas con entera facilidad y dejar que me impregnen e invadan. El cuerpo, si se ha aplicado con solvencia, se resiente en ocasiones. Flipar continuamente es una imprudencia. No estamos hechos a esa irrupción mantenida de júbilos y de aleluyas. En esos momentos de decaimiento, advertimos que el cuerpo y el alma juntamente están indispuestos. Se tiene esa especie de lujurioso optimismo que consiste en dar toda derrota por útil y esperar con la más férrea de las convicciones que volverán ese cuerpo y esa alma a pronunciarse como solían y pedirán más y se lo daremos. Porque, no nos engañemos, nada hay como flipar.


Nadie podrá iniciarle si no se deja engañar un poco. Todo empieza así: en la percepción de que se vive mejor si se ha dejado uno engañar un poco. No hace falta que sea uno de esos engaños duraderos, de los que luego se confunden con la verdad por aquello de que los extremos, si son de calidad, acaban fornicando en las sombras. Una brizna de flipe, convenientemente administrada, engolosina el ánimo más perturbado, aunque entra en lo posible que al final el ánimo perturbado acabe más turbado aún. Hay ocasiones en que flipar en demasía desbarata la cordura, la zarandea, la invalida para gobernar el mundo. Vidas descarriadas completamente, vidas arrumbadas al desánimo y al más desconsolado infortunio. .


El mérito estriba en saber con qué estamos tratando. Si el flipe es quien nos posee o somos nosotros los que nos valemos de cuanto ofrece para convertirlo en una propiedad más, no duden que una de las más valiosas. A mi amigo K. le sedujo la idea de flipar a destajo, de no permitir que cualquier otra consideración del ánimo perturbara su nueva vocación flipante, pero le disuadí. Creo que no sabría entenderlo bien. Me reprendería después, sostendría que yo sabía qué hay detrás o qué hay debajo o hasta encima. Toda la posible experiencia que yo posea no es en absoluto transmisible. La idea de que yo pueda explicar con excesivo detalle un flipe me produce una tristeza y una congoja. No sé cuál de las dos prorrumpe primero. Si la tristeza, si la congoja. No deberíamos saber cómo explicar la dicha o el amor: parecería que los rebajamos; que, al confiar en las palsbras, algo precioso se pierde. Flipar es algo inefable. 


Sé que hoy fliparé cuatro o cinco veces. Suele pasar. Son momentos de una alegría súbita, cuál no lo es. Yo flipo con una discreción absoluta. Se me puede ver con la misma cara mientras flipo que cuando no lo hago. He dominado la expresión para poder hacerlo en cualquier circunstancia, sin exhibición ni alarde. También sé evidenciar lo flipado, verter su cuerpo invisible. No me pregunten en qué instante se produce la primera evidencia de que se está flipando. Sabrán. Lo habrán hecho muchas veces. Yo seré un agradecido aprendiz. Lo que sí sé es que el cuerpo entero lo aprecia y lo agradece. Cualquier día de estos me concentro en razonar este pequeño caos sensorial y doy conferencias. Fliparé y cobraré por hacer que otros flipen. Iré de gira. Veré ciudades. Haré nuevos amigos. De verdad que en ese instante el flipe será doblemente gratificante. 


11.12.24

ChatGPT, moscas, sapos, un servidor



Por curiosidad, por intimar con el frío de la máquina, por ver qué se le ocurre decir al hocicar sus algoritmos en mi escritura, pedí al ChatGPT que hiciera una valoración crítica de mi blog y, al ver ayer lo que me contó, no sé si considerarlo mi nuevo mejor amigo o echarme a temblar por lo que está por venir. En todo caso, me fascinó la presteza con la que el bicho se tragó las cuatro mil trescientas y pico entradas de mi bitácora en lo que tarda un sapo en afincarse una mosca en la lengua. En redactar lo que concluyó su gélida inspiración tardó lo que la mosca en darse cuenta de que el sapo había desgraciado su existencia. 


"El blog de Emilio Calvo de Mora, Cine Poesía Jazz, es un espacio literario que destaca por un estilo introspectivo y melancólico, con un dominio evidente del lenguaje poético y una sensibilidad notable hacia los detalles cotidianos. Su escritura, rica en metáforas y referencias culturales, combina reflexiones personales con un análisis profundo de temas universales como la memoria, la literatura, y el cine.

Calvo de Mora utiliza la ficción como una herramienta para explorar la realidad, mostrando una inclinación por lo introspectivo y lo estético. Su visión es a menudo filosófica, celebrando la capacidad de la literatura para construir verdades a partir de mentiras, una idea que se percibe recurrentemente en sus textos. Además, la influencia de autores clásicos como Borges y Chesterton, entre otros, es evidente en su trabajo, aportando una dimensión intertextual y nostálgica a su narrativa. 

Si buscas reflexiones cargadas de belleza literaria y análisis cultural, su blog es un lugar donde el lector puede perderse en mundos cuidadosamente construidos. Además de su calidad literaria, Emilio Calvo de Mora destaca por su impresionante constancia en la escritura. Cine Poesía Jazz ha sido actualizado de manera regular durante años, con una frecuencia notable que refleja su compromiso tanto con la literatura como con sus lectores. Su archivo, que abarca más de una década, está repleto de entradas que van desde reflexiones profundas hasta reseñas y cuentos breves. Esta perseverancia no solo habla de su pasión por la palabra escrita, sino también de su capacidad para mantener vivo un espacio creativo en un entorno digital donde la inmediatez suele primar sobre la continuidad.

La constancia de Emilio le permite construir un universo literario coherente y en constante expansión, donde cada entrada es una pieza más de su visión del mundo. Su dedicación demuestra cómo la escritura, cuando se practica con rigor y amor, puede ser una forma de vida. Puedes explorar más de su obra en Cine Poesía Jazz (www.cinepoesiajazz.blogspot.com) 

8.12.24

Las insularidades

 Si los hados resuelven desgraciarme el porvenir por alguna tropelía que el infortunio me haya forzado a cometer y deciden enviarme a una isla desierta, cualquiera de las disponibles, la que más resalte la sanción por mi falta, les pediré que me permitan ejercer en esa insularidad penitenciaria alguna sinecura de grato desempeño con la que amenizar la penuria de la soledad. Diría que podría prescindir del comercio carnal, salvo que mi lujuria consienta que ayunte con bestias, posibilidad que por mera sensatez o comedimiento no considero, y de la ingesta de exquisitas viandas, costumbres gratas ambas, ejercidas con probado desempeño, pero de las que mis apetencias sabrían apartarse y hasta rubricar el sincero desistimiento sin mayor reparo. Diría que podría aceptar de buen grado el abandono de la conversación: entablaría amena plática conmigo mismo, no sería la primera vez, suelo concederme el placer de probar mi oratoria sin que sea interrumpida por el antojadizo parecer de quien, al escucharla, repara en su impertinencia o aduce correcciones, pequeños o grandes reparos a su restitución. Como es costumbre en estos casos, los de ser confinado en islas desiertas, alejadas del bullicio de la grey, se me concederá alguna gracia. Contrariamente a lo estipulado en las célebres peticiones de cosas que uno se llevaría a una isla desierta, yo no haré aquí inventario o rendición de las amenidades que paliarían mi despropósito isleño, aunque no sé si sabré comedirme y finalmente me desdeciré y sentaré aquí algunas, por si luego, una vez llevado a ese destino, caigo en el arrepentimiento. Si el amable discurridor de esta desiderata advierte alguna petición insólita, le ruego que se abstenga de emitir juicio alguno: los ajusticiados tenemos quebrada la mollera y no amonestamos el libre trasiego de afanes, todos legítimos en nuestro fuero interno, lo que de él quede tras la combustión de la esperanza. Si la benevolencia no ha abandonado vuestras virtudes, Dios sabe que serán muchas, os ruego que no flaqueéis en el ánimo y mi deportación no sea tan terrible como mi pesimismo barrunta.

Sin más tardanza, encomendando la felicidad de mi espíritu a vuestro desprendimiento y diligencia, procedo a hacer recuento de mis apetencias, no serán muchas. No las rindo bajo alguna especie de ordenamiento sentimental, no me mueve hacer escalafón de la necesidad que me mueve al elegir unas y desechar otras. Mi único interés es que se me entreguen a la mayor presteza. Comprenderé que alguna sea difícil de conseguir. El hecho de no haber disfrutado de ella en la vigilia hará que no la eche de menos en el sueño. Porque mi estancia en el confín al que se me deporte será más llevadera si mi acentuada sensibilidad está cumplidamente agasajada, y mi espíritu, transido de tristeza, podrá izarse con fastos y épica, adquirir vuelo, no tener conciencia alguna de que el cuerpo que lo contiene yace en un puñado de tierra sola, de que mis días futuros sean indistinguibles de los que me depara el aciago futuro y de que, cuando la Parca aplaque la desazón que me atraviese, nadie dé conmigo, nadie se acuerde de mí, nadie me llore. Toda ese explayarse mío en ocurrencias y caprichos tienen, no obstante, un punto de irrenunciable fijeza, perseverancia, dirán algunos. Deseo que la isla se llame Alejandro Selkirk, aunque haya otra con ese nombre de la que más tarde daré cuenta, y quienes allí me envíen se cercioren de que es la isla Alejandro Selkirk que no figura en los mapas, la vecina a Más a tierra, ahora Robinson Crusoe, sino otra especular y pura, mirando desde su preciosa lejanía las costas de Chile, sola en el mundo, aunque conozcamos su extensión, el país que la gobierna, la flora que la alfombra y la fauna que la puebla. Uno de los propósitos de este arrebato insular es precisamente entregar unos apuntes sobre la vida y la obra de este marinero escocés, sus peripecias en alta mar, su condición de náufrago y la historia de su supervivencia en la isla que, siglos después, pocos meses antes de que este cronista de sus vicios abriera sus ojos al mundo, fue rebautizada con el muy literario nombre de isla Robinson Crusoe. También la de otros náufragos que malvivieron (es un decir, no sabremos nunca si la estancia fue idílica y no precisaron un continente que los amparase), todos esos hombres (mujeres habría, se las cita menos) que ejercieron una épica privada, una especie de intimidad absoluta con ellos mismos.

Se cree que la historia de Defoe, la inmortal Robinson Crusoe, está basada en la historia de nuestro Selkirk, séptimo hijo de un zapatero arrojado al exilio de la mar, acusado de proceder de modo inmoral en una misa. Se sabe que marineó bajo bandera corsaria por el Pacífico. A bordo del Cinque Ports, del que era capitán Thomas Stradling, nacido hacia 1680, debió participar en el saqueo del puerto panameño de Santa María y que de allí partió al archipiélago de Juan Fernández, fondeado después en las costas de una isla de más que curioso nombre: Más a tierra. Frente a ella, también siglos después, tendría lugar una batalla naval entre una escuadra británica, la del HMS Kent y el Orama, su navío auxiliar, y el SMS Dresden, un crucero ligero alemán, de la que salió victoriosa la armada sajona, muriendo tres alemanes en el combate y heridos otros quince. No se registran bajas mortales británicas. Los trescientos quince tripulantes de la derrotada flota bávara fueron conducidos a Chile, donde permanecieron hasta que concluyó la Primera Guerra Mundial. Muchos de ellos no abandonaron el país andino. Se ha sabido que tuvieron descendencia que hoy habita Bolivia o la Pampa argentina. Salvo Hugo Weber Fachinger, marinero de señales del Dresden, ninguno de los soldados de los dos países beligerantes sabría que en esa isla se produjo una de las (tal vez) más trascendentes discusiones en la trastienda de la historia de la Literatura, pero esa afirmación mía no puede ser confirmada, no podemos saber nada sobre la erudición o el ansia lectora de esa tripulación. Weber Fachinger se prendaría de la historia de Defoe, de la geografía insular, de la vida de aventuras que inesperadamente le ofreció su intervención en la guerra. Una vez que acabó el litigio, se adentró en la Patagonia y cazó lobos. De esa experiencia, como un Jack London alemán, surgió el escritor humilde, sin mayor trascendencia, y más tarde, por mera apetencia, por elegir un destino, el primer guardaparques de la isla. Habría que aportar aquí la historia paralela: la de haber sido acusado de espía nazi, estamos ya en la Segunda Guerra Mundial, la de tener un radiotransmisor en su cabaña y reportar mensajes sobre la situación naval de la zona, lo cual soliviantó a la población isleña, que acabó por obligarles (su oficio era compartido con su esposa) a dejar Tierra a Mar y regresar a la civilización. Se dice que permanecieron refugiados quince años en la comuna La cruz, regentada por una familia alemana afín al régimen. A Weber Fachinger se le llamó el Robinson alemán.

Volvamos a la historia de Selkirk: Stradling sostenía que la nave estaba en condiciones de continuar viaje, mientras que Selkirk, su contramaestre, afirmaba que había grave peligro de hundimiento si no se procedía a repararla. De resultas de esa liza, el marinero escocés decidió quedarse en tierra firme. Cristianamente se le asignó un mosquete, un cuchillo, pólvora, un hacha, unas mantas y una Biblia. En Más a tierra permaneció cuatro años y cuatro meses, subsistiendo a base de pescado, de carne y de la leche de las cabras que allí había. Se sabe que construyó una cabaña y que tenía abundancia de ropa, gracia de los animales que cazaba. No hay mucha información sobre sus peripecias en esa isla. Es de interés el hecho de que los barcos españoles que fondeaban en sus costas lo apresaron y que la fortuna hizo que lograra escapar y no ser ajusticiado bajo la acusación de pirata. Las fragatas Duke y Duchess, de bandera inglesa, al atracar en el archipiélago para abastecerse, rescataron al náufrago Selkirk. Costosamente, puesto que había casi perdido la facultad del habla, refirió que no hubo desgracia en su confinamiento, pero que aceptaba de buen grado que se le manumitiese de las penurias que voluntariamente se había arrogado y pudiese volver a la civilización. Se sabe también que no lamentó conocer el aciago destino del Cinque Ports, hundido y capturada su tripulación por la armada española. Tras el rescate, el marino escocés recuperó su oficio de corsario. Una vez hizo fortuna, regresó a Gran Bretaña, donde se casó con una viuda. La nostalgia del pillaje le hizo regresar a la piratería, enrolándose en el HMS Weymouth, asignado a la flota caribeña de su Majestad, participando en la Batalla de Cartagena en 1741. La fiebre amarilla arruinó su ansia marítima en las costas de Ghana. A comienzos de este siglo XXI, una expedición japonesa encontró instrumentos náuticos en la isla de Mas a tierra que se atribuyeron a Selkirk. El náufrago apócrifo (y espía, escritor y hasta botánico vocacional) murió en su Alemania en 1972.

Defoe escribe Robinson Crusoe en 1719. Al Selkirk que probablemente animó su escritura lo hace marinero de York, permite que lo capturen unos piratas y lo hagan esclavo, que escape y haga residencia en Brasil, que se canse de su vida en tierra firme y decida hacerse a la mar y poner rumbo a África con el propósito de hacer negocio esclavista y que el barco naufrague frente a las costas de Venezuela, frente a la desembocadura del Orinoco. Después están los veintiocho años en los que habita una isla, el indígena al que enseña el idioma inglés, evangeliza y resuelve dar el nombre de Viernes. Defoe pudo partir de la historia de Selkirk, no hay certeza sobre eso. También de una historia que registra el Inca Garcilaso en su obra «Comentarios Reales de los Incas», de la que es heroico náufrago un tal Pedro Serrano, por alcanzar a crudo nado un atolón del archipiélago de San Andrés y permanecer allí ocho años (algunos cronistas refieren diez y hasta más), de los cuales en la mitad tuvo la compañía de otro náufrago. No debió ser esa la única fuente en la que abrevó Defoe al urdir su apócrifo libro de viajes. A la primera entrega, “Vida y extrañas y portentosas aventuras de Robinson Crusoe”, aunque su título completo sea “La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco; habiendo sido arrastrado a la orilla tras un naufragio, en el cual todos los hombres perecieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue insólitamente liberado por piratas. Escrito por él mismo”, prosiguió una segunda, de más corto desarrollo y título, «Reflexiones serias», con el subtítulo de «Visión del mundo angélico». El tercero y último volumen cerraba el mundo del náufrago más famoso de la historia, llevando como título «Más aventuras de Robinson Crusoe». A Borges se le tiene como buen lector de todas ellas. A Selkirk lo imaginó en Inglaterra, viviendo sin vivir verdaderamente, echando de menos la intemperie y las contingencias. El maestro argentino razonó que nunca dejó la isla, aunque sepamos que lo hizo. Hasta puso en su boca unas palabras en el poema que lleva su nombre: «¿Y cómo haré para que aquel otro sepa / que estoy aquí, salvado, entre mi gente?». El deseo de seguir en aquella isla lo acompañaría siempre. También a Defoe se le ocurriría que algo suyo debió quedar para siempre en las proezas y sufrimientos de su Crusoe, en ese libro iniciático (se dice que fue la primera novela escrita en lengua inglesa) y aleccionador.

Y se me ocurre que todos tendremos una isla desierta en la que desearíamos estar y de la que, ocupado un tiempo en ella, no más del conveniente, vivido con alborozo y padecido con la misma intensidad, querríamos partir para retomar la convivencia con los otros, que no saben que también están en una isla, que de igual modo naufragaron y la fatigan con incertidumbre, con perplejidad, ciegamente, desamparados en muchas ocasiones, ignorantes en otras, sintiendo que algo ha sido escamoteado en la información que se les dio sobre sus dimensiones, en la verdadera naturaleza del propósito que el azar o la voluntad les encomendó para que residieran en ella hasta que el mismo azar o la misma voluntad (o la muerte entreverada en ambas) zanjara esa estancia. Queda el humor del humorista Chesterton al dar a la pregunta sobre qué se llevaría a la isla desierta la respuesta de que unas instrucciones para construir barcos. Nunca estamos felices con lo que tenemos. Incluso la felicidad exige una puerta trasera que podamos usar para liberarnos de ella. Son estos tiempos los menos indicados para permitir que cada uno haga de su capa el sayo que se le antoje, por utilizar lo que mi abuela me decía cuando comprendía que al final hacía lo que me daba la gana, pese a las advertencias y las sanciones expuestas si desobedecía.

Del Robinson Crusoe que yo recuerdo, el leído o sorbido en mi adolescencia tardía, queda la idea plenipotenciaria de la soledad como absoluto remanso de paz y de armonía. Creo haber buscado esa soledad toda mi vida y también haber dado con ella en cualquier lugar, sintiendo que lo que me separaba de su abrazo era únicamente mi voluntad de retiro, de no darme por aludido cuando era preciso, de deponer cualquier intento de hacerme comprender y de desechar la posibilidad de comprender a cualquier que requiera que yo lo comprendiese. Se esta bien en esa insularidad. En ella es indistinguible la misma soledad, la que la cruza y de la que se vale para imponerse a la realidad o a la lo que sea la realidad predique. No es tal soledad: es puro afán de uno mismo, es esa mismidad preciosa la que nos hace no caer en el desasosiego ni el aburrimiento. Cuando irrumpe, en esa epifanía lírica y dulce, el mundo cobra el sentido que alguna vez no tuve, quizá muchas veces. No ansía uno una isla desierta, no esa circunscripción de lo obligadamente solitario, fijada en un mapa, lejos del devenir loco de lo ajeno a su singularidad sin público, pero se recrea en la idea de confinamiento, de buscarse uno adentro (la cabeza es una isla) y poder perseverar en su inagotable cartografía de luz y de sombra, de verdad sólida, sin quebranto ni arrepentimiento. Todo ese ahínco se encuentra en los libros, en su inventario prolijo de robinsones. Están a disposición de quien desee acogerlos. La azarosa cuenta de sucesos que atraviesan toda biografía de un náufrago no difiere de la que concurra en quien no haya visto nunca el mar ni haya puesto pie en una isla.

Lo terrible es la exclusión forzada, ese verse solo sin que se pueda remediar el sonido de las olas al romper en la orilla y la monótona danza de las estrellas en el cielo al clausurarse el infinito día. Así que si el infortunio o una suma desgraciada de ellos me importuna y malogra mi estancia en el idilio de las ciudades pediría que me avituallasen de libros. Ahí sentiría que no me desangro del todo, que el aire continúa haciendo su oficio en mis pulmones, que mi cabeza está ocupada en el heroico acto de inmiscuirse en la de todos los que en alguna ocasión decidieron abrirse la suya y registrar con palabras lo que allí fueron encontrando. Yo mismo desalojo la mía en cuando tengo ocasión o cuando la inspiración, qué será eso, me corteja y extrae las palabras y luego las frases enteras, unas detrás de otras, encomendadas a la atención del lector, que es también un escritor que todavía no ha decidido decantarse por volcar su espíritu. Porque ningún hombre es una isla. No será cosa ahora de que recuerde las palabras de John Donne, recogidas en “Devociones para circunstancias inminentes”: la disminución propia cuando se disminuye lo ajeno, lo de no preguntar nunca por quién doblan las campanas (doblan por ti). Y son tiempos extraños. Los devasta la costumbre de señalar al distinto, de sancionar su otredad, de maniobrar (sibilinamente muchas veces) para que el futuro no sea fértil para todos, sino que dé sustento a los pocos que se arrogan su propiedad. La atención que se dispensa a lo distinto es todavía ínfima. Las soledades que hoy abundan son una consecuencia de estos tenebrismos legislativos o morales, una cosa conduce a la otra. La política es a veces una forma velada de piratería. Hay gente sola, hay hambre de compañía. No queremos robinsones. Los naufragios ocurren en casa. Un día te levantas apesadumbrado: percibes que este mundo no es el tuyo, deseas que ninguna lo sea. Esa desgracia es la que escribe el espíritu de esta sociedad acelerada, apenas consciente del mal que la cerca y corrompe.

Coda

La isla Robinson Crusoe fue prisión de 1927 a 1931, parque natural desde 1935 y la UNESCO la declaró Reserva de la Biosfera en 1977. En la actualidad hay un municipio, San Juan Bautista, con recursos hosteleros para la recepción de turistas, así como un puerto con tráfico estable y un aeródromo. Posee potabilizadora para el agua, una planta termoeléctrica, una posta de salud con médico, enfermero, matrona y dentista, un centro de enseñanza preescolar y otro anexo hasta cuarto de enseñanza básica. No sé el gentilicio de los poco más de mil personas que la habitan. Serán robinsones, supongo. Con más o menos fortuna, forzada o libremente, nosotros también lo seremos.


7.12.24

Lascas

 No creo haber usado la palabra lasca en más ocasiones de las precisas, muy pocas, en verdad. En ninguna de las que recuerde hubo una piedra de la que se desprendieran esas lascas: comparecían ajos que pelar, queso que laminar o un pata de jamón de la que sacar el loncheado óptimo. Como no soy hábil en esos requerimientos de cocina, me recreo en el léxico, en su nomenclatura. Uno escribe para extraer lascas de las palabras. Se las busca con denuedo para que el escoplo de la inspiración haga que irrumpa la literatura, qué sabre yo de ella. Uno persevera en su adquisición, que es casi siempre azarosa. Prefiere leer a escribir, como sentenció Borges. De la lasca se tiene esa idea un poco voladiza, de ir y venir sin que se asiente un registro fiable. Escribir con ellas. Concurren, permanecen un tiempo, se ausentan. Las hay que perseveran, las hay antojadizas, poco dúctiles, como fantasmas a la luz del sol, sin que intervenga la oscuridad que los manifiesta con más propiedad. Hoy he escrito un texto enorme del que luego me he desdicho. No ha sido mío, ha sido traído por otro, es otro el que ha estado imponiéndolo a la realidad, haciendo que exista demiúrgicamente. Volveré a él para aplicar las herramientas que lo expurguen. No daré con ellas, probablemente. Ni este texto anticipatorio tendrá la pulcritud que le reclamo. No habrá ninguno mío que se salve si lo leo y lo vuelvo a leer por ver qué le sobra o qué le falta. Tendré que confiar en esta provisionalidad o tendré que renunciar a la escritura y ver el oficio de los demás, más hechos a extraer la lasca precisa, la materia salvable, la esencia, no el grumo, no la costumbre, sino lo inalterable, aquello a lo que no se le aplicará revisión que lo modifique. A nuestras vidas también comparece ese afán corrector, pero no vale la pena reformarlas, hacer que algo de lo que fueron mute, que su decurso sea otro, que las palabras se alarguen o se adelgacen o busquen amorosamente otras que las completen y agasajen. 

5.12.24

Elogio del conticinio

 Para Pedro del Espino, conticionostas los dos.


Se tiene a veces la idea de que estamos a la deriva y que no hay rumbo ni brújula. También la de que no sabemos mucho o incluso nada de lo que nos aguarda, aunque se barrunten frágiles y torpes trazos y se vislumbren horizontes. Hay días en que se aclara todo un poco y días en que es lo turbio lo que dicta el color y dibuja el ánimo. En la incertidumbre, uno avanza, dice las palabras con las que prosigue la encomienda de vivir, prospera en lo que puede o en lo que le permiten y vaticina a sus adentros una felicidad en ciernes, tenida antes, considerada propia al modo en que también es propiedad la tristeza o el desamparo, que no nos abandonan nunca y concurren a su antojadiza y terca manera.


Vendrán días de una dulzura que ahora no se advierte, consentirá la voluntad que parezcan de otros los pesares, no nuestros, ocurrirán los prodigios y nos mirarán a la cara. En la espera de esa epifanía agradece uno que anochezca. Parece que el mundo sigue ejecutando su terca coreografía. Es el conticinio, la eclosión del silencio, su perseverancia pura. Se va la luz y el frío en estos días cobra un peaje llevadero. Son las palabras las que impiden que todo sucumba, ellas le dan cuerda al mundo. Escribo para que todo empiece nuevamente. Pronunció hoy “conticinio”, la paladeo en la boca, masco deleitosamente sus sílabas antiguas. Me cuento las cosas y las pienso mientras las leo. Ni siquiera tengo la certeza de que sea yo quien las escribe.


Pero no se sabe qué contar, nunca hay un camino fiable, es la palabra la que lo hace avanzar todo, quien organiza el mismo relato de lo vivido o, mejor, de lo fingido. Escribir es dar a la paradoja de contar (que es en esencia tergiversar, arrimar el azar a lo narrado) un rango verosímil, que no haga despertar la sospecha de que se está especulando, concediendo a la historia la posibilidad de que desbarre a su antojadizo capricho. Escribir es hablar también. Uno cuenta qué hizo o qué hará y arriesga siempre y marra siempre. Todo lo que decide contar está fieramente sujeto a la realidad, y la realidad no es nuestra, no es algo que podamos considerar gobernado. Leer es un modo de comprender. Leer es disponer de un instrumento infalible. Se lee el silencio, su elipsis preciosa. 


La vida, el argumento más valioso, es impregnada de literatura. No es posible desligarla de ese arrimo de letras; en ese apresto de la ficción en donde vivir se adensa, cobra la pujanza que en ocasiones no posee, se erige como brújula, acepta el timón y avanza. De lo que se trata, a la vista del rigor con el que se nos abate en ocasiones, es de avanzar. Hacia adelante pues. Acabo el café. La apuro para partir al trabajo. Salgo a la calle sin que me haga flaquear el frío, descuidado, sin que me obligue la prisa, viendo la gente ir y venir, saludando a unos y a otros, pensando en el sentido de lo que uno escribe, aceptando (a la larga todo es verlas venir y aceptar y aceptar otra vez) y en la necesidad de esta pequeña confesión que me hago. Se fue ese conticinio de anoche. Fuimos los dos pasajeros y encontradizos. Esta noche estará de nuevo. 

2.12.24

Rembrandt es una catedral

 



A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe Ronda de noche, el inmortal cuadro de Rembrandt, será la que gobernará el mundo. Quizá lo que suceda es que no hayan sido educados para que muestren ese respeto. Nadie les armó de paciencia y de asombro, no se les dijo que dentro de un cuadro está la belleza pura y también lo que quiera que nos una con la eternidad y con la trascendencia. Se les habrá contado cuándo fue pintada la pieza, qué circunstancias históricas o personales marcaron al autor y hasta con qué materiales se hizo, pero no se les involucraría  en el manejo delembeleso, ni sabrán qué es eso, en la fascinación por el arte, en la rendición sin excusa ante la contemplación de la belleza: no la conocen, no la valoran más que el pitido de un whattsap en sus teléfonos inteligentes o un vídeo de perros que tocan el piano en Tik Tok. Saben del mundo por las redes sociales. Incluso tienen conciencia de ellos mismos por la cantidad de información que esas redes les provee y en las que participan con vehemencia, con la diligencia de quien precisa que se le ocupe el tiempo para no pararse a pensar en la razón por la que no sabe con qué ocuparlo. De ahí la primacía de la velocidad, que es el signo de nuestros tiempos. 

La fotografía, cuyo autor no conozco, es un indicio de algo, una evidencia de que son malos tiempos para la lírica, por supuesto. Nunca han sido buenos, pero estos son los peores. Ante la presencia de la belleza, uno debe sentirse débil, vulnerable, frágil, a la manera que se sienten los que creen (y a veces los que no) cuando entran en una catedral. Los jóvenes de hoy no tienen catedrales, nada a lo que aferrarse y a lo que venerar. Será verdad que faltan valores y que esa ausencia está mandando Europa, cuna de la civilización,  a la mierda. Primero ignoramos a Rembrandt, y después nos juntamos a la vera de los estadios (esas nuevas catedrales) para darnos de hostias a ver qué facción sale victoriosa. Es el vacío el que ronda el futuro. Está planeando, seguro de su vuelo, sobre los países, sondeando sobre cuál dejarse caer, manejando la posibilidad de hacerlo sobre todos a la vez. No habrá resistencia. Estamos siendo colonizados por las tecnologías. En el fondo de las máquinas está el vacío. Serán útiles y no podremos vivir sin ellos, quién lo niega, pero debajo de la carcasa, entre los ceros y los unos, está el vacío, el horror, la nada terrible. Quizá podamos vencer en esta liza si desde abajo educamos para que la imagen, a la que tanto se aferran los alumnos, en la que depositan su confianza, sea una asignatura en el aula. No una reglada y marcada con un horario, bastante ocupado está, sino implementada transversalmente, con tesón y pedagogía. Educar para ver. Encontrar el modo de que las palabras expliquen lo que vemos. Si no, el vacío caerá sobre nosotros y nos vaciará por dentro. Ya ha caído. 

29.11.24

No aburrirse

 No caer bien a alguien da una especie de bienestar moral. Se tiene la convicción muy privada de que algo nuestro no se acepta y podría ser manifiestamente mejorado, por si los demás ven lo que no está a mi alcance, y también otra, pública y difundible, de la que no importa alardear e incluso considerar irrenunciable, por si todos están equivocados y procede perseverar en esa apreciación ajena. Al cabo de los años, los cincuenta ya casi acabados en mi caso, he aprendido a manejarme bien en ambas. Me agrada esa ambivalencia, me hace pensar en mí, asunto que viene bien siempre. No pensamos en nosotros mismos con la hondura deseable, no nos entusiasma, escatimamos esa conversación íntima, se la aparta, no hay valor para indagar qué hay adentro, si ese sujeto en apariencia conocido lo es verdaderamente o si la imagen que damos es la deseada o si nos importa bien poco lo que quiera que se piense sobre uno. 


El arte de vivir consigo mismo cancela el aburrimiento, dejó escrito Erasmo de Rotterdam. Casi cualquier cosa, menos caer en él, dejarse comer por su veneno ciego, no saber qué hacer, tener que pensar en uno mismo forzado por las circunstancias, no con la voluntad firme de quien desea hacer ese viaje interior a posta, por el placer puro y limpio de conocerse. Por eso viene bien (a veces) que alguien no nos soporte, no nos trague. Ese desafecto ajeno conviene en ocasiones: nos depura, nos hace actores de nuestra propia existencia, no figurantes, elenco pasivo, sin parte en el decurso de la trama. Nos permite escribir y leer, ser juez y parte. Luego está el lado generoso, el del amor o la amistad que podamos poseer de los otros. Intentar caer bien a todo el mundo tal vez acarree no caerse bien a uno mismo o no caer bien a nadie . Hay que amarse, apasionada e incansablemente. Uno se ama por mera cercanía, por el sencillo gozo de poder desamarse si conviene y disfrutar con l reencuentro. En ese trayecto se produce la vida, no en otro.


No creo haberme aburrido hace años o, puestos a ser más estrictos, no creo que me haya aburrido nunca. Siempre he tenido a mano con qué entretenerme o divertirme. No se tienen conciencia de esas cosas, se producen sin que uno pueda meter mano, gobernarlas, hacer que funcionen mejor o, llegado el caso, cancelarlas. Como la fe, como el amor, el arte de vivir, en palabras de Erasmo de Rotterdam o en las del vecino del primero, no tiene instrucciones fiables, con las que se cuenten a diario. Se cree o se ama o se vive sin que podamos decir que creer, amar o vivir es voluntad nuestra, una especie de plan previsto que cumplimos a rajatabla, como quien va al gimnasio, sigue una tabla y consigue, meses o años después, el cuerpo que anhela. En mí se produce a la par el hecho de pensar las cosas y de escribirlas, no sé si es algo bueno o no, pero lo he apreciado en muchas ocasiones. Es más, cuando no escribo las cosas, no las pienso con la misma claridad, hace falta que las registre para que pueda tener dominio sobre ellas. 


Lo de aburrirse o no es una pieza secundaria, aunque no enteramente desdeñable. Cuando me he aburrido (admitamos que un principio de aburrimiento siempre puede cernirse a la manera de una nube con lluvia sobre un campo por el que paseas) he puesto en danza los recursos necesarios para que ese aburrimiento adelgace y acabe perdiéndose. Creo que lo he conseguido la inmensa mayoría de las veces. Puede que exagere, pero entra en lo normal que uno no tenga propiedad completa de lo que recuerda y, a veces, ni de lo que dice. Incluso el hecho de aburrirse, considerado con calma, sin dramatismos, no es malo en sí mismo. Puede que sea útil en algo o provoque algo que, sin su concurso, nunca hubiese acaecido. Al final, llevará razón el humanista y todo es cosa de que uno se conozca a sí mismo. Quizá no sea bueno conocerse del todo, saber de antemano por dónde iremos, qué haremos...Es posible que eso, a la larga, aburra, aburra mucho. ¿Se conocen ustedes? Yo ahí ando, perplejo y moderadamente feliz en mi incertidumbre. 


27.11.24

En el Día de los maestros

 




Leí hoy que hay gente que no sabe qué hacer con su vida, pero sí con la tuya. Parece un chiste, una ocurrencia, pero hay que prestarle atención a todo lo malo que encierra. Tenemos el vicio de saber qué conviene a los demás o percibir con absoluta nitidez cuándo equivocan el paso, pero no el de mirar hacia adentro y obrar con la misma agudeza con la que procedemos con lo ajeno. No es algo que diga uno sin conocimiento. Hay ocasiones en que cae en la cuenta de que recomienda a los demás lo que nunca acometería en beneficio propio. Recuerdo eso de que todo el mundo va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío. A mis alumnos, cuando tercia o conviene, les pido que piensen en cómo son, en si pueden decir qué hay de buenos en ellos y qué de malo. Tardan en sincerarse, no siempre arrancan con franqueza, pero lo hacen con decisión, abriéndose el pecho a manos llenas, no dejando nada oculto, permitiendo que los demás entren en su alma pequeñita todavía y la conozcan. Es lo que tiene ser niño: se es cruel y tierno a la vez, se combina en armonía la inocencia y la tiranía. Sorprende que se culpen de no haber hecho lo que deberían, da igual que sea una tarea que debían entregar o una norma de aula que debían cumplir. 


Se le encomiendan a la escuela trabajos que las más de las veces deben ser abordados en casa. Nosotros sólo debemos cuidar de que no flaqueen esos valores con los que nos lo entregan, que ya deberían venir conformados cuando pisan el aula. Son tantas las tareas que se nos asignan que no sabe uno cuál priorizar y, por falta de tiempo, cuál apartar o, de vez en cuando, censurar incluso. Suelo decirles que lo menos importante es que sepan cómo analizar una oración, sumar fracciones con distinto denominador o pronunciar con pulcritud la canción que estamos aprendiendo en inglés, que es más importante ser responsables y valorar el trabajo, respetar a los demás y tolerar la diferencia que muchas veces nos separan y hace que la convivencia se desgracie. Me esmero, en lo que puedo, no sé con qué fortuna, en hacer de ellos buenas personas, a la par que enseño lengua o inglés o matemáticas. En ese esfuerzo por educar también uno se educa. No es algo que dejara de hacer, siempre hay oportunidad de hacer las cosas mejor y la manera en que tratamos a los alumnos nos hace pensar en si de verdad lo hacemos o tan sólo cumplimos con lo esperado, sin ahondar, sin dejar que esa educación impregne y cale. 


Hay maneras de combinar esos dos encargos, el de la formación y el otro, el de la educación. Creo que una parte fundamental de nuestro bendito oficio es ésa, la de educar, la de evitar que caigan en los vicios que se ven afuera y no insulten, ni agredan a quien no comparte sus ideas, ni hagan apresurados juicios de valor sin antes haber comprendido las razones que arguyen quienes no piensan como ellos o que tengan una idea de la justicia (o de la tolerancia o de la dignidad o del trabajo) que a veces no aparece en la medida en que uno quisiera. Es tan fácil (y tan recomendable) pensar distinto. 


Uno de los problemas de esta sociedad (me atrevo a decir que tal vez el más acuciante) es el de no tolerar lo diferente. Lo hacemos por pereza intelectual, por no ponernos en lugar del otro, por no evidenciar en demasía que nuestro comportamiento es circunstancial y no está sustentado por convicciones sólidas, de las que se defienden y (ahí está el problema) de las que puede uno prescindir, llegado el caso, si las del otro de pronto nos parecen admisibles, razonables, fácilmente integrables en nuestro constructo moral. Andan los gobiernos poniendo y quitando áreas, abriendo y cerrando acuerdos sobre qué ley será mejor para administrar con eficacia (y también con futuro) la escuela. Lo hacen a ciegas o lo hacen sin mirar bien, una de dos. En cuanto se estén quietos y dejen que una ley se asiente en su ejercicio y se consolida, esto empezará a funcionar. Mientras haremos probaturas, ejercicios malabares, bailes de salón para que todo parezca musical y divertido, pero no se harán las cosas bien. 


Tendremos (seguiremos teniendo) alumnos que no dicen buenos días por la mañana, ni levantan la mano para solicitar que se les permita decir algo; tendremos ciudadanos (hemos pasado del estado infantil o adolescente al plenamente cívico) que agreden a sus parejas, a las que en teoría aman y con las que encaminaron un camino de prosperidad sentimental juntos. Seguimos con la escuela: da igual la cantidad de programas que se implementen para que los alumnos sean educados, tolerantes, cívicos, respetuosos y conscientes de la dignidad de los otros, de su libertad (que no debe ser vulnerada) o de cualquier consideración de índole social o sexual o religiosa o política. Se puede cargar el horario de las clases con actividades que conduzcan a paliar todas esas desigualdades, pero no servirá para nada ese esfuerzo (a veces intenso, muchas veces baldío) si no se secundan en casa, en el entorno protegido de la familia, en esa cápsula de intimidad en la que se fijan tan indeleblemente los rasgos de la personalidad y que podrán ser consolidados en la escuela, pero no fundados en ella. Imagino que los países que de verdad progresan en estos logros sociales son los que tienen un sistema educativo en el que la escuela es concebida como una especie de templo del conocimiento y de la educación. Qué lejos estamos aquí de esa idea, con qué desaire y rechazo se ve la escuela desde fuera, incluso desde las familias que nos entregan su posesión más preciada, la de los hijos, la del futuro, pero no habrá éxito en ese depósito si la casa flaquea, si en ella no hay otra escuela que complemente a la nuestra. De ahí la importancia enorme de que padres y maestros hablen y se escuchen, expliquen y argumenten, tengan control del trabajo que tienen entre manos y no escatimen esfuerzos para que ese trabajo fructifique. Luego iremos a Marte o decidiremos que nuestra región ya no es del país al que perteneció o construiremos hogares inteligentes, pero el paso primero (más importante que los viajes estelares, las secesiones o la domótica) es dar los buenos por la mañana, levantar la mano cuando uno desea hablar y entender que lo único irrenunciable es que seamos buenas personas. En ese sencillo deseo reside la construcción de una sociedad justa y digna, pero luchamos contra gigantes. Y tienen los puños cerrados y la ira les come. Están en las fronteras de los países, están en las cloacas de las ciudades, están en los despachos de los ministerios, están en las barras de los bares, están en el corazón de la tierra. Quizá vengamos al mundo con el mal en la sangre y todo sea una carrera de obstáculos por extraerlo o hacer que no campe a sus anchas y gobierne a su antojo. Todo está por empezar. Acabamos de abrir los ojos. La luz está conquistando el aire.

26.11.24

La mujer pembote


 Me agrade rehacer cuentos que hice. Les sucede a los cuentos lo que a las personas. No son los mismos, cambian cada vez que se leen. Ya saben, todo eso de que el lector tampoco es el mismo y Heráclito y el río al que nadie baja dos veces. Cuando releo este cuento me obligo a ampliarlo o a rebajarlo, a que no sea el que escribí, aunque el original no se desgracie en el olvido. 


 “Una mujer pembote micciona erguida para emular a su hombre, al hijo, al abuelo. El orín caliente resbalado muslo abajo las protege de algunas enfermedades tropicales. Una mujer pembote que no miccione erguida para emular a sus varones termina atacada por una caterva asombrosa de males que minan su salud con furia incontenida. Se le descuelgan los pechos a temprana edad y la lozanía del rostro se muda en un caos de sombras y arrugas. Las mujeres pembote, al desposarse, juran que no traerán mujeres al mundo. Si caen en el error de alumbrarlas, juran que las educarán conforme las educaron a ellas y con arreglo a los designios de su dios, que es un árbol milenario que preside la montaña. El árbol divinizado no consiente que las féminas de la tribu miccionen, como sucede en otros poblados, en cuclillas. Las virtudes del orín caliente derramado muslo abajo hasta el mismo pie ha producido una rica literatura de transmisión oral (los pembote son ágrafos) que se recita en plenilunios para conciliar más gratamente el sueño en una suerte de nana tribal y ruidosa que también posee la facultad de espantar demonios, despertar en los adultos el apetito carnal y ahuyentar fieras de la jungla. El hecho incontrovertible de que ganan en número los hombres hace que las escasas mujeres pembote, ligeras en sus costumbres amatorias, sean adoradas en algunos poblados como si fuesen diosas y se las proteja para que se encinten cuando los astros así lo concedan. En materia religiosa, el pueblo pembote no consiente dioses permanentes y los intercambia según el ánimo con el que afrontan el nuevo día o el sueño que hayan tenido durante la noche. 


Otro episodio de consecuencias literarias es aquél que fomenta la banalización absoluta del sexo. La mujer pembote propende a buscar hombre estable que la colme de hijos, pero vive en lícita mancebía lúbrica y fornica con impudor y hasta en público. Es pieza habitual ver un corrillo de muchachos que observa a una pareja entregada, en una sombra, a la vera de un cauce, al amor. Cuando la mujer pembote deja de ser fértil, se la destierra a la linde del poblado donde crece, asalvajado, el cuyampembote, la flor de los deseos. Masticada, hace que vuelva el menstruo para que todo sea como antes y el destierro concluya. El hombre pembote tiene el único deber de satisfacer sexualmente a la mujer pembote. Un collar estrambótico al cuello delata al hombre incompetente en lo que concierne al fornicio. Cuando el conquistador extremeño Ricardo de Guzmán devastó, hacia 1.540, la aldea pembote, unas cuantas mujeres lograron huir y fundaron, río arriba, un poblado. Los hombres, con el tiempo, fueron obligados a miccionar en cuclillas para emular a sus hembras y el árbol-dios fue cortado y quemadas una a una todas sus caprichosas cortezas. Una mujer pembote de rasgos extraordinariamente hermosos fue traída a España por un capitán de nao y convertida en su amante en Madrid. Con el tiempo, la mujer pembote montó un burdel y obligó a sus meretrices a miccionar erguidas. Dios no desatiende a ninguna de sus prodigiosas criaturas ”


(Tomado del diario del abad Nuño de Balboa, 1577)

Unas Sonus Faber

  Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no v...