Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otros, hay gente que es incapaz de franquear la distancia que les separa de la belleza y necesitan que los demás se la sirvan en bandeja, traducida, reducida a una expresión masticable. Se aturden cuando deben emprender la escalada al significado y se pierden en las líneas de texto en donde se cifra (mágicamente) el camino de acceso a la cueva de todos los tesoros. Lo que está pasando es que no salimos a la lluvia y la contemplamos distraídamente desde la rutina burguesa de la ventana. Nos fatiga la travesía: nos incomoda incluso pensar en que esté ahí, extendida, a la espera de que la recorramos. Nos hechiza lo sencillo, nos da esa certidumbre impostada de que la vida se puede gobernar sin que tengamos que poner en juego demasiados recursos. Ajustamos el modo inteligente de la cámara y dejamos que el procesador de última generación haga el trabajo que no deseamos o no podemos hacer, tal vez el más bonito, el que nos pide un precio - moral, ético - que debemos pagar.
La vida es también la lluvia desde la ventana, el libro desde el escaparate, el paisaje en la pantalla y la ciudad cuando nos la narra quién fatigó sus calles. Y abrimos la televisión (porque las televisiones, en cierto modo, más que encenderse, se abren) para asegurarnos de que todos los demás hacen lo mismo que hacemos nosotros. Complicidad en la pereza. Divinas palabras de condolencia. Sentimientos que nos igualan y nos confortan. Si el vecino saca la bandera de España al runrún del éxito de la Roja, busco una bandera y cuelgo la mía. Lo que no entra en el cálculo es que yo abra camino y un día, sin esperar nada a cambio, me vista de otra manera, oiga otra música, vea otro cine o lea otros libros. En el otro, en la otredad, está la belleza. Pienso todo esto a propósito del significado de los viajes, de la realidad que se esconde debajo y de cómo el viajero, el bueno, prospera en la travesía, se identifica con lo viajado y se pierde en los caminos que recorre. Aunque eso exige un aprendizaje, un darse, en donde se cometan errores, en donde uno deseche el vértigo y prefiera la gris línea recta, el camino ya hollado. Todos somos viajeros buenos y viajeros malos. Depende del día, depende del deseo. En la pérdida, en esa fuga de la norma, está la verdadera esencia, en el desajuste del modo inteligente de la cámara, en la búsqueda de la novedad, en la querencia a descubrir paisajes nuevos. Huir de las franquicias de pizza, pisar calles que no aparecen en las guías, entrar en bares que no registra la guía Michelín, pensar que el mundo está ahí a capricho propio, que la vida siempre está afuera. Que vivir es un riesgo adorable.
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