Para Pedro del Espino, conticionostas los dos.
Se tiene a veces la idea de que estamos a la deriva y que no hay rumbo ni brújula. También la de que no sabemos mucho o incluso nada de lo que nos aguarda, aunque se barrunten frágiles y torpes trazos y se vislumbren horizontes. Hay días en que se aclara todo un poco y días en que es lo turbio lo que dicta el color y dibuja el ánimo. En la incertidumbre, uno avanza, dice las palabras con las que prosigue la encomienda de vivir, prospera en lo que puede o en lo que le permiten y vaticina a sus adentros una felicidad en ciernes, tenida antes, considerada propia al modo en que también es propiedad la tristeza o el desamparo, que no nos abandonan nunca y concurren a su antojadiza y terca manera.
Vendrán días de una dulzura que ahora no se advierte, consentirá la voluntad que parezcan de otros los pesares, no nuestros, ocurrirán los prodigios y nos mirarán a la cara. En la espera de esa epifanía agradece uno que anochezca. Parece que el mundo sigue ejecutando su terca coreografía. Es el conticinio, la eclosión del silencio, su perseverancia pura. Se va la luz y el frío en estos días cobra un peaje llevadero. Son las palabras las que impiden que todo sucumba, ellas le dan cuerda al mundo. Escribo para que todo empiece nuevamente. Pronunció hoy “conticinio”, la paladeo en la boca, masco deleitosamente sus sílabas antiguas. Me cuento las cosas y las pienso mientras las leo. Ni siquiera tengo la certeza de que sea yo quien las escribe.
Pero no se sabe qué contar, nunca hay un camino fiable, es la palabra la que lo hace avanzar todo, quien organiza el mismo relato de lo vivido o, mejor, de lo fingido. Escribir es dar a la paradoja de contar (que es en esencia tergiversar, arrimar el azar a lo narrado) un rango verosímil, que no haga despertar la sospecha de que se está especulando, concediendo a la historia la posibilidad de que desbarre a su antojadizo capricho. Escribir es hablar también. Uno cuenta qué hizo o qué hará y arriesga siempre y marra siempre. Todo lo que decide contar está fieramente sujeto a la realidad, y la realidad no es nuestra, no es algo que podamos considerar gobernado. Leer es un modo de comprender. Leer es disponer de un instrumento infalible. Se lee el silencio, su elipsis preciosa.
La vida, el argumento más valioso, es impregnada de literatura. No es posible desligarla de ese arrimo de letras; en ese apresto de la ficción en donde vivir se adensa, cobra la pujanza que en ocasiones no posee, se erige como brújula, acepta el timón y avanza. De lo que se trata, a la vista del rigor con el que se nos abate en ocasiones, es de avanzar. Hacia adelante pues. Acabo el café. La apuro para partir al trabajo. Salgo a la calle sin que me haga flaquear el frío, descuidado, sin que me obligue la prisa, viendo la gente ir y venir, saludando a unos y a otros, pensando en el sentido de lo que uno escribe, aceptando (a la larga todo es verlas venir y aceptar y aceptar otra vez) y en la necesidad de esta pequeña confesión que me hago. Se fue ese conticinio de anoche. Fuimos los dos pasajeros y encontradizos. Esta noche estará de nuevo.
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