De vez en cuando es bueno detener la búsqueda de la felicidad y simplemente ser feliz”.
Guillaume Apollinaire
(En los jardines ajenos de Elías Moro)
A veces no sabe uno cómo expresar la alegría, pero con qué esmero se obstina el ingenio en manifestar la tristeza, en hacer ver a los otros lo mal que nos sentimos y la terrible desdicha que nos descabala el alma. Hay una especie de inclinación en el espíritu a no exhibir lo maravillosamente bien que se siente. Prefiere la pesadumbre, el desencanto, la turbiedad. De ahí que sea más fácil hacer reír que llorar, aunque una y otra cosa irrumpan a su antojadizo capricho y no podamos gobernar su estancia. Hay días en los que el sol esplende en lo alto, los leones fornican en el Serengueti y las guitarras de los Beach Boys suenan dentro del cerebro. Días fértiles. Días felices. Días pop. Los días deberían más pop que clásicos. Piezas cortas. Tres minutos de absoluta jovialidad. Lo malo es que no hay canciones perfectas que duren más de catorce, pongo por caso. En el minuto seis se desangela el tono festivo y entremeten un paréntesis más solemne. Solo al final, regresa a modo de coda la algarabía, el coro del júbilo. La felicidad, en ese extraño modo de contarse uno las cosas, no es algo aprehensible. Se puede defender la idea de que haya fragmentos idílicos, una felicidad desmenuzada, convertida en fragmentos muy pequeños, en piececitas de un puzle, por fuerza, maravilloso, pero caótico. Los días fértiles y los días felices son los que nos afanamos por tener. Los otros, los del gris, los dignos de pena, escoltan (en irremediable abundancia) a los que de verdad hacen que vivir sea un festejo. Lo es de una manera frágil. De esa belleza casi inasible nace el dolor que produce su peculiar tránsito. De pronto damos con una melodía que se deja querer y a la que uno regresa y donde se siente perturbado, dulcemente perturbado, conmovido. No sé cómo contarlo de otra forma. No es preciso ni siquiera contarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario