13.12.24

Flipando

 

Hay que flipar más y hay que flipar mejor. No hacerlo, ser mesurado en eso, no dejarse llevar, no esmerarse en flipar a tope, envinagra el carácter, lo entristece, lo entenebrece, incluso lo mustia y hasta enferma. He visto gente flipar con un entusiasmo tan contagioso que de pronto he comprendido que únicamente flipando se puede alcanzar ese clímax de armonía con el que nada nos afecta y del que se puede valer uno para escalar la cumbre de los días y dormir a pierna suelta en el vértigo de las noches.


La manera en que uno flipa queda a consideración del esforzado ejecutante. No basta ver cómo lo hacen los otros o comprar libros que ilustren los procedimientos. Estoy por asegurar que no se logra jamás la destreza que otros oficios contraen a poco que se practican. Flipar es otra cosa. Quienes lo han probado no son capaces de sustraerse del placer que procura su práctica o del placer añadido, el que concurre cuando, una vez ha finalizado el flipe, uno advierte que el cuerpo funciona mejor y que la cabeza barrunta ideas que, antes de la exposición, no eran ni por asomo imaginables.


Yo mismo he flipado en colores y en blanco y negro. Flipado nada más levantarme o en ese instante en que el sueño se invita solo y los ojos caen como una persiana a la que se le ha roto el mecanismo que la mantiene fija, izada, permitiendo el ingreso limpio de toda la luz del mundo. He flipado con conocimiento de lo flipado y flipado sin que me percate de nada y no tenga ni idea de los motivos de esa dulce epifanía. 


No sé con qué flipe quedarme, si con los conscientes y anhelados o con los acontecidos sin el concurso de mi voluntad, sobrevenidos como una fiebre o como un orgasmo. Se flipa a espaldas de la voluntad, aunque si en efecto interviene la cosa flipada adquiere el rango de las cosas sublimes. Como ver a Dios. De hecho, Dios es uno de esos flipes inefables, de difícil o inasequible traducción en términos estrictamente lingüísticos. La religión entera, cualquiera de las muchas disponibles, es una extensión del flipe puro.


Han sido tantas y tan placenteras las veces en que he flipado que elegir una entre todas sería sacrificar la felicidad (una ilusión de felicidad tal vez) de que todas están a mi alcance y que puedo acceder a ellas con entera facilidad y dejar que me impregnen e invadan. El cuerpo, si se ha aplicado con solvencia, se resiente en ocasiones. Flipar continuamente es una imprudencia. No estamos hechos a esa irrupción mantenida de júbilos y de aleluyas. En esos momentos de decaimiento, advertimos que el cuerpo y el alma juntamente están indispuestos. Se tiene esa especie de lujurioso optimismo que consiste en dar toda derrota por útil y esperar con la más férrea de las convicciones que volverán ese cuerpo y esa alma a pronunciarse como solían y pedirán más y se lo daremos. Porque, no nos engañemos, nada hay como flipar.


Nadie podrá iniciarle si no se deja engañar un poco. Todo empieza así: en la percepción de que se vive mejor si se ha dejado uno engañar un poco. No hace falta que sea uno de esos engaños duraderos, de los que luego se confunden con la verdad por aquello de que los extremos, si son de calidad, acaban fornicando en las sombras. Una brizna de flipe, convenientemente administrada, engolosina el ánimo más perturbado, aunque entra en lo posible que al final el ánimo perturbado acabe más turbado aún. Hay ocasiones en que flipar en demasía desbarata la cordura, la zarandea, la invalida para gobernar el mundo. Vidas descarriadas completamente, vidas arrumbadas al desánimo y al más desconsolado infortunio. .


El mérito estriba en saber con qué estamos tratando. Si el flipe es quien nos posee o somos nosotros los que nos valemos de cuanto ofrece para convertirlo en una propiedad más, no duden que una de las más valiosas. A mi amigo K. le sedujo la idea de flipar a destajo, de no permitir que cualquier otra consideración del ánimo perturbara su nueva vocación flipante, pero le disuadí. Creo que no sabría entenderlo bien. Me reprendería después, sostendría que yo sabía qué hay detrás o qué hay debajo o hasta encima. Toda la posible experiencia que yo posea no es en absoluto transmisible. La idea de que yo pueda explicar con excesivo detalle un flipe me produce una tristeza y una congoja. No sé cuál de las dos prorrumpe primero. Si la tristeza, si la congoja. No deberíamos saber cómo explicar la dicha o el amor: parecería que los rebajamos; que, al confiar en las palsbras, algo precioso se pierde. Flipar es algo inefable. 


Sé que hoy fliparé cuatro o cinco veces. Suele pasar. Son momentos de una alegría súbita, cuál no lo es. Yo flipo con una discreción absoluta. Se me puede ver con la misma cara mientras flipo que cuando no lo hago. He dominado la expresión para poder hacerlo en cualquier circunstancia, sin exhibición ni alarde. También sé evidenciar lo flipado, verter su cuerpo invisible. No me pregunten en qué instante se produce la primera evidencia de que se está flipando. Sabrán. Lo habrán hecho muchas veces. Yo seré un agradecido aprendiz. Lo que sí sé es que el cuerpo entero lo aprecia y lo agradece. Cualquier día de estos me concentro en razonar este pequeño caos sensorial y doy conferencias. Fliparé y cobraré por hacer que otros flipen. Iré de gira. Veré ciudades. Haré nuevos amigos. De verdad que en ese instante el flipe será doblemente gratificante. 


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