Si los hados resuelven desgraciarme el porvenir por alguna tropelía que el infortunio me haya forzado a cometer y deciden enviarme a una isla desierta, cualquiera de las disponibles, la que más resalte la sanción por mi falta, les pediré que me permitan ejercer en esa insularidad penitenciaria alguna sinecura de grato desempeño con la que amenizar la penuria de la soledad. Diría que podría prescindir del comercio carnal, salvo que mi lujuria consienta que ayunte con bestias, posibilidad que por mera sensatez o comedimiento no considero, y de la ingesta de exquisitas viandas, costumbres gratas ambas, ejercidas con probado desempeño, pero de las que mis apetencias sabrían apartarse y hasta rubricar el sincero desistimiento sin mayor reparo. Diría que podría aceptar de buen grado el abandono de la conversación: entablaría amena plática conmigo mismo, no sería la primera vez, suelo concederme el placer de probar mi oratoria sin que sea interrumpida por el antojadizo parecer de quien, al escucharla, repara en su impertinencia o aduce correcciones, pequeños o grandes reparos a su restitución. Como es costumbre en estos casos, los de ser confinado en islas desiertas, alejadas del bullicio de la grey, se me concederá alguna gracia. Contrariamente a lo estipulado en las célebres peticiones de cosas que uno se llevaría a una isla desierta, yo no haré aquí inventario o rendición de las amenidades que paliarían mi despropósito isleño, aunque no sé si sabré comedirme y finalmente me desdeciré y sentaré aquí algunas, por si luego, una vez llevado a ese destino, caigo en el arrepentimiento. Si el amable discurridor de esta desiderata advierte alguna petición insólita, le ruego que se abstenga de emitir juicio alguno: los ajusticiados tenemos quebrada la mollera y no amonestamos el libre trasiego de afanes, todos legítimos en nuestro fuero interno, lo que de él quede tras la combustión de la esperanza. Si la benevolencia no ha abandonado vuestras virtudes, Dios sabe que serán muchas, os ruego que no flaqueéis en el ánimo y mi deportación no sea tan terrible como mi pesimismo barrunta.
Sin más tardanza, encomendando la felicidad de mi espíritu a vuestro desprendimiento y diligencia, procedo a hacer recuento de mis apetencias, no serán muchas. No las rindo bajo alguna especie de ordenamiento sentimental, no me mueve hacer escalafón de la necesidad que me mueve al elegir unas y desechar otras. Mi único interés es que se me entreguen a la mayor presteza. Comprenderé que alguna sea difícil de conseguir. El hecho de no haber disfrutado de ella en la vigilia hará que no la eche de menos en el sueño. Porque mi estancia en el confín al que se me deporte será más llevadera si mi acentuada sensibilidad está cumplidamente agasajada, y mi espíritu, transido de tristeza, podrá izarse con fastos y épica, adquirir vuelo, no tener conciencia alguna de que el cuerpo que lo contiene yace en un puñado de tierra sola, de que mis días futuros sean indistinguibles de los que me depara el aciago futuro y de que, cuando la Parca aplaque la desazón que me atraviese, nadie dé conmigo, nadie se acuerde de mí, nadie me llore. Toda ese explayarse mío en ocurrencias y caprichos tienen, no obstante, un punto de irrenunciable fijeza, perseverancia, dirán algunos. Deseo que la isla se llame Alejandro Selkirk, aunque haya otra con ese nombre de la que más tarde daré cuenta, y quienes allí me envíen se cercioren de que es la isla Alejandro Selkirk que no figura en los mapas, la vecina a Más a tierra, ahora Robinson Crusoe, sino otra especular y pura, mirando desde su preciosa lejanía las costas de Chile, sola en el mundo, aunque conozcamos su extensión, el país que la gobierna, la flora que la alfombra y la fauna que la puebla. Uno de los propósitos de este arrebato insular es precisamente entregar unos apuntes sobre la vida y la obra de este marinero escocés, sus peripecias en alta mar, su condición de náufrago y la historia de su supervivencia en la isla que, siglos después, pocos meses antes de que este cronista de sus vicios abriera sus ojos al mundo, fue rebautizada con el muy literario nombre de isla Robinson Crusoe. También la de otros náufragos que malvivieron (es un decir, no sabremos nunca si la estancia fue idílica y no precisaron un continente que los amparase), todos esos hombres (mujeres habría, se las cita menos) que ejercieron una épica privada, una especie de intimidad absoluta con ellos mismos.
Se cree que la historia de Defoe, la inmortal Robinson Crusoe, está basada en la historia de nuestro Selkirk, séptimo hijo de un zapatero arrojado al exilio de la mar, acusado de proceder de modo inmoral en una misa. Se sabe que marineó bajo bandera corsaria por el Pacífico. A bordo del Cinque Ports, del que era capitán Thomas Stradling, nacido hacia 1680, debió participar en el saqueo del puerto panameño de Santa María y que de allí partió al archipiélago de Juan Fernández, fondeado después en las costas de una isla de más que curioso nombre: Más a tierra. Frente a ella, también siglos después, tendría lugar una batalla naval entre una escuadra británica, la del HMS Kent y el Orama, su navío auxiliar, y el SMS Dresden, un crucero ligero alemán, de la que salió victoriosa la armada sajona, muriendo tres alemanes en el combate y heridos otros quince. No se registran bajas mortales británicas. Los trescientos quince tripulantes de la derrotada flota bávara fueron conducidos a Chile, donde permanecieron hasta que concluyó la Primera Guerra Mundial. Muchos de ellos no abandonaron el país andino. Se ha sabido que tuvieron descendencia que hoy habita Bolivia o la Pampa argentina. Salvo Hugo Weber Fachinger, marinero de señales del Dresden, ninguno de los soldados de los dos países beligerantes sabría que en esa isla se produjo una de las (tal vez) más trascendentes discusiones en la trastienda de la historia de la Literatura, pero esa afirmación mía no puede ser confirmada, no podemos saber nada sobre la erudición o el ansia lectora de esa tripulación. Weber Fachinger se prendaría de la historia de Defoe, de la geografía insular, de la vida de aventuras que inesperadamente le ofreció su intervención en la guerra. Una vez que acabó el litigio, se adentró en la Patagonia y cazó lobos. De esa experiencia, como un Jack London alemán, surgió el escritor humilde, sin mayor trascendencia, y más tarde, por mera apetencia, por elegir un destino, el primer guardaparques de la isla. Habría que aportar aquí la historia paralela: la de haber sido acusado de espía nazi, estamos ya en la Segunda Guerra Mundial, la de tener un radiotransmisor en su cabaña y reportar mensajes sobre la situación naval de la zona, lo cual soliviantó a la población isleña, que acabó por obligarles (su oficio era compartido con su esposa) a dejar Tierra a Mar y regresar a la civilización. Se dice que permanecieron refugiados quince años en la comuna La cruz, regentada por una familia alemana afín al régimen. A Weber Fachinger se le llamó el Robinson alemán.
Volvamos a la historia de Selkirk: Stradling sostenía que la nave estaba en condiciones de continuar viaje, mientras que Selkirk, su contramaestre, afirmaba que había grave peligro de hundimiento si no se procedía a repararla. De resultas de esa liza, el marinero escocés decidió quedarse en tierra firme. Cristianamente se le asignó un mosquete, un cuchillo, pólvora, un hacha, unas mantas y una Biblia. En Más a tierra permaneció cuatro años y cuatro meses, subsistiendo a base de pescado, de carne y de la leche de las cabras que allí había. Se sabe que construyó una cabaña y que tenía abundancia de ropa, gracia de los animales que cazaba. No hay mucha información sobre sus peripecias en esa isla. Es de interés el hecho de que los barcos españoles que fondeaban en sus costas lo apresaron y que la fortuna hizo que lograra escapar y no ser ajusticiado bajo la acusación de pirata. Las fragatas Duke y Duchess, de bandera inglesa, al atracar en el archipiélago para abastecerse, rescataron al náufrago Selkirk. Costosamente, puesto que había casi perdido la facultad del habla, refirió que no hubo desgracia en su confinamiento, pero que aceptaba de buen grado que se le manumitiese de las penurias que voluntariamente se había arrogado y pudiese volver a la civilización. Se sabe también que no lamentó conocer el aciago destino del Cinque Ports, hundido y capturada su tripulación por la armada española. Tras el rescate, el marino escocés recuperó su oficio de corsario. Una vez hizo fortuna, regresó a Gran Bretaña, donde se casó con una viuda. La nostalgia del pillaje le hizo regresar a la piratería, enrolándose en el HMS Weymouth, asignado a la flota caribeña de su Majestad, participando en la Batalla de Cartagena en 1741. La fiebre amarilla arruinó su ansia marítima en las costas de Ghana. A comienzos de este siglo XXI, una expedición japonesa encontró instrumentos náuticos en la isla de Mas a tierra que se atribuyeron a Selkirk. El náufrago apócrifo (y espía, escritor y hasta botánico vocacional) murió en su Alemania en 1972.
Defoe escribe Robinson Crusoe en 1719. Al Selkirk que probablemente animó su escritura lo hace marinero de York, permite que lo capturen unos piratas y lo hagan esclavo, que escape y haga residencia en Brasil, que se canse de su vida en tierra firme y decida hacerse a la mar y poner rumbo a África con el propósito de hacer negocio esclavista y que el barco naufrague frente a las costas de Venezuela, frente a la desembocadura del Orinoco. Después están los veintiocho años en los que habita una isla, el indígena al que enseña el idioma inglés, evangeliza y resuelve dar el nombre de Viernes. Defoe pudo partir de la historia de Selkirk, no hay certeza sobre eso. También de una historia que registra el Inca Garcilaso en su obra «Comentarios Reales de los Incas», de la que es heroico náufrago un tal Pedro Serrano, por alcanzar a crudo nado un atolón del archipiélago de San Andrés y permanecer allí ocho años (algunos cronistas refieren diez y hasta más), de los cuales en la mitad tuvo la compañía de otro náufrago. No debió ser esa la única fuente en la que abrevó Defoe al urdir su apócrifo libro de viajes. A la primera entrega, “Vida y extrañas y portentosas aventuras de Robinson Crusoe”, aunque su título completo sea “La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco; habiendo sido arrastrado a la orilla tras un naufragio, en el cual todos los hombres perecieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue insólitamente liberado por piratas. Escrito por él mismo”, prosiguió una segunda, de más corto desarrollo y título, «Reflexiones serias», con el subtítulo de «Visión del mundo angélico». El tercero y último volumen cerraba el mundo del náufrago más famoso de la historia, llevando como título «Más aventuras de Robinson Crusoe». A Borges se le tiene como buen lector de todas ellas. A Selkirk lo imaginó en Inglaterra, viviendo sin vivir verdaderamente, echando de menos la intemperie y las contingencias. El maestro argentino razonó que nunca dejó la isla, aunque sepamos que lo hizo. Hasta puso en su boca unas palabras en el poema que lleva su nombre: «¿Y cómo haré para que aquel otro sepa / que estoy aquí, salvado, entre mi gente?». El deseo de seguir en aquella isla lo acompañaría siempre. También a Defoe se le ocurriría que algo suyo debió quedar para siempre en las proezas y sufrimientos de su Crusoe, en ese libro iniciático (se dice que fue la primera novela escrita en lengua inglesa) y aleccionador.
Y se me ocurre que todos tendremos una isla desierta en la que desearíamos estar y de la que, ocupado un tiempo en ella, no más del conveniente, vivido con alborozo y padecido con la misma intensidad, querríamos partir para retomar la convivencia con los otros, que no saben que también están en una isla, que de igual modo naufragaron y la fatigan con incertidumbre, con perplejidad, ciegamente, desamparados en muchas ocasiones, ignorantes en otras, sintiendo que algo ha sido escamoteado en la información que se les dio sobre sus dimensiones, en la verdadera naturaleza del propósito que el azar o la voluntad les encomendó para que residieran en ella hasta que el mismo azar o la misma voluntad (o la muerte entreverada en ambas) zanjara esa estancia. Queda el humor del humorista Chesterton al dar a la pregunta sobre qué se llevaría a la isla desierta la respuesta de que unas instrucciones para construir barcos. Nunca estamos felices con lo que tenemos. Incluso la felicidad exige una puerta trasera que podamos usar para liberarnos de ella. Son estos tiempos los menos indicados para permitir que cada uno haga de su capa el sayo que se le antoje, por utilizar lo que mi abuela me decía cuando comprendía que al final hacía lo que me daba la gana, pese a las advertencias y las sanciones expuestas si desobedecía.
Del Robinson Crusoe que yo recuerdo, el leído o sorbido en mi adolescencia tardía, queda la idea plenipotenciaria de la soledad como absoluto remanso de paz y de armonía. Creo haber buscado esa soledad toda mi vida y también haber dado con ella en cualquier lugar, sintiendo que lo que me separaba de su abrazo era únicamente mi voluntad de retiro, de no darme por aludido cuando era preciso, de deponer cualquier intento de hacerme comprender y de desechar la posibilidad de comprender a cualquier que requiera que yo lo comprendiese. Se esta bien en esa insularidad. En ella es indistinguible la misma soledad, la que la cruza y de la que se vale para imponerse a la realidad o a la lo que sea la realidad predique. No es tal soledad: es puro afán de uno mismo, es esa mismidad preciosa la que nos hace no caer en el desasosiego ni el aburrimiento. Cuando irrumpe, en esa epifanía lírica y dulce, el mundo cobra el sentido que alguna vez no tuve, quizá muchas veces. No ansía uno una isla desierta, no esa circunscripción de lo obligadamente solitario, fijada en un mapa, lejos del devenir loco de lo ajeno a su singularidad sin público, pero se recrea en la idea de confinamiento, de buscarse uno adentro (la cabeza es una isla) y poder perseverar en su inagotable cartografía de luz y de sombra, de verdad sólida, sin quebranto ni arrepentimiento. Todo ese ahínco se encuentra en los libros, en su inventario prolijo de robinsones. Están a disposición de quien desee acogerlos. La azarosa cuenta de sucesos que atraviesan toda biografía de un náufrago no difiere de la que concurra en quien no haya visto nunca el mar ni haya puesto pie en una isla.
Lo terrible es la exclusión forzada, ese verse solo sin que se pueda remediar el sonido de las olas al romper en la orilla y la monótona danza de las estrellas en el cielo al clausurarse el infinito día. Así que si el infortunio o una suma desgraciada de ellos me importuna y malogra mi estancia en el idilio de las ciudades pediría que me avituallasen de libros. Ahí sentiría que no me desangro del todo, que el aire continúa haciendo su oficio en mis pulmones, que mi cabeza está ocupada en el heroico acto de inmiscuirse en la de todos los que en alguna ocasión decidieron abrirse la suya y registrar con palabras lo que allí fueron encontrando. Yo mismo desalojo la mía en cuando tengo ocasión o cuando la inspiración, qué será eso, me corteja y extrae las palabras y luego las frases enteras, unas detrás de otras, encomendadas a la atención del lector, que es también un escritor que todavía no ha decidido decantarse por volcar su espíritu. Porque ningún hombre es una isla. No será cosa ahora de que recuerde las palabras de John Donne, recogidas en “Devociones para circunstancias inminentes”: la disminución propia cuando se disminuye lo ajeno, lo de no preguntar nunca por quién doblan las campanas (doblan por ti). Y son tiempos extraños. Los devasta la costumbre de señalar al distinto, de sancionar su otredad, de maniobrar (sibilinamente muchas veces) para que el futuro no sea fértil para todos, sino que dé sustento a los pocos que se arrogan su propiedad. La atención que se dispensa a lo distinto es todavía ínfima. Las soledades que hoy abundan son una consecuencia de estos tenebrismos legislativos o morales, una cosa conduce a la otra. La política es a veces una forma velada de piratería. Hay gente sola, hay hambre de compañía. No queremos robinsones. Los naufragios ocurren en casa. Un día te levantas apesadumbrado: percibes que este mundo no es el tuyo, deseas que ninguna lo sea. Esa desgracia es la que escribe el espíritu de esta sociedad acelerada, apenas consciente del mal que la cerca y corrompe.
Coda
La isla Robinson Crusoe fue prisión de 1927 a 1931, parque natural desde 1935 y la UNESCO la declaró Reserva de la Biosfera en 1977. En la actualidad hay un municipio, San Juan Bautista, con recursos hosteleros para la recepción de turistas, así como un puerto con tráfico estable y un aeródromo. Posee potabilizadora para el agua, una planta termoeléctrica, una posta de salud con médico, enfermero, matrona y dentista, un centro de enseñanza preescolar y otro anexo hasta cuarto de enseñanza básica. No sé el gentilicio de los poco más de mil personas que la habitan. Serán robinsones, supongo. Con más o menos fortuna, forzada o libremente, nosotros también lo seremos.
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