29.10.22

302/365 Francisco Brines

 



Se cree leer sin que lo leído traspase, pero algunas líneas se alojan adentro y luego no sabemos mucho sobre ellas. Sólo concurren, irrumpen, hacen que lo hablado las acojan y aireen. La memoria no tiene la cabal restitución de las palabras, sino que bandea, se consuela en esa oscilar de lo verdadero a lo impostado, de la incertidumbre a la pura vehemencia. Mueren las personas a las que no conoces, pero con las que has estado en paz y en armonía, con las que has sentido toda la belleza que puede dar un poema. La felicidad que puede dar un poema es enorme. Lo sabe quien haya leído alguno que de verdad le haya calado hondo. Queda simple lo del calar y lo de la hondura. Es inefable la poesía, no se la registra: se pierde algo suyo cuando se intenta explicar. Sólo debe fluir. Permanecer. Hacer que el mundo sea más hermoso con ella dentro. Se mueren los poetas y siguen los poemas. "La luz que a las hojas asciende y las abrasa". Esa era el verso. No sé si exactamente así, Podría buscarlo y corregir, pero no lo haré. Será así como quede en mi memoria. Cuando dé con el poema (tengo el libro a mi espalda, puedo auparme y cogerlo) veré que difiere del suyo ese verso improvisado, hecho mío, mutado, convertido en una especie de extensión de su voz cuando la escuché y creí que me hablaba. Hace eso la poesía: hablarte. Ese diálogo no pertenece a nadie. Francisco Brines es la restitución de la vida cuando se lee. Hay vida leída que trasciende la echada al tiempo y al trasiego de lo meramente ágrafo. Donde muere la muerte (tituló así su pequeño libro póstumo) es donde vive la vida. No es un juego de palabras. Las pautadas elegías de Brines exultan, en su bosquejo de lo acabado, un ardiente inicio. Como un bucle. Como ese feliz eterno retorno. Su contemplar la vida fue la de un epicúreo venido razonablemente a menos, la de un hombre abrasado por la tragedia íntima de ver lo que otros no alcanzan. Leo hoy en un aparte casual del día su poesía con la misma gratitud con la que él debió leer a sus poetas griegos a orillas del común Mediterráneo. Me consuelan y me hieren. Admito haber encontrado el equilibrio. Brines es mesura, cernudiana calma vestida de todo el oropel de la lengua que amó. “Misericordia extraña / ésta de recordar cuanto he perdido, / y amar aún su inexistencia”. Así celebramos su verso, así festejaba el mundo. 

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