Será para siempre la cortesana feliz, etérea, culta y drogada de los felices sesenta del Swinging London, la novia de Mick Jagger, la amante de una noche de despecho de Keith Richards, la mujer que sabe quién mató a Jim Morrison, la que fumaba como si extrajese el mismísimo infierno de cada calada, el ángel de las tetas grandes, la enciclopedia de todos los entresijos de la cultura del rock, la hermana morfina, la madre de todas las fiestas, la Marlene Dietrich del rock, la musa de Brown Sugar, Wild horses y As time goes by, la imposible resurrección de Janis Joplin, la superviviente de todos los naufragios, la niña que se quería autodestruir y casi lo logra, la suicida aplazada, la madre interrumpida, la lectora de William Blake, la mujer que puso a Jagger entre sus piernas para que devorara una chocolatina Mars, la anoréxica, la que le hizo leer El maestro y Margarita de Bulgákov para que acabara componiendo Sympathy for the devil (la mejor pieza de la banda), la patética rehabilitada, la actriz, la finalmente tensa y grave cantautora que fuma cigarrillos electrónicos cuando canta en los escenarios todos los himnos de aquella época tóxica y lúbrica, la gran dama de la voz cascada y de la memoria intacta, la vencedora del cáncer, la inmortal.
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