No parece que se acabe el verano, nos lo recuerdan a diario, a pesar de que bastaría abrir la ventana o pasear en las horas en que se aplica con más rigurosidad. Se le echará en falta cuando se eche encima el otoño de verdad, no el de ahora, que conserva todavía maneras de estío. Se sacan las prendas de entretiempo, pero seguimos vestidos como hace un mes. Quizá esta permanencia del calor sea culpa nuestra. No pensamos nunca a largo plazo, vivimos el hoy, siempre fue así, no hay esperanza de que cambiemos. Mientras las tramas de ciencia-ficción organizan hogares alternativos, planetas habitables, zonas de confort en el lejano e insondable cosmos, los que todavía vivimos aquí desoímos las advertencias de quienes entienden, pensamos que no es cosa nuestra, ni se nos ocurre especular con la posibilidad de que el mundo que dejemos sea cada vez peor y menos habitable del que nos dejaron. No siempre es la falta de cultura la que propicia estos desafectos: los pronuncia el promiscuo bienestar, su ceguera, el estrés o el caos. A veces concurre la falta de interés. Hay gente preparada y avisada sobre lo que se cierne que sencillamente no le da importancia. Que los que vengan apenquen, vienen a decir. Tenemos hasta mal atendida la casa propia, la de la ciudad en la que vivimos, que cuidamos poco o no cuidamos en absoluto. Sólo hay que pasearla y constatar lo sucio que está, la voluntad de que esté sucia por parte de algunos que no tienen miramiento alguno por evitarlo. Hubo algo que no se hizo bien con nosotros, no se nos contó con calma la película del futuro, nadie nos convenció de que el verano puede durar un año entero.
26.10.22
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