30.10.22

303/365 Manuel Álvarez Ortega

 



Lo que da al agua su oficio de cauce es el vértigo de la tierra. 

Al aire se le desciñe la altura y su invisible cuerpo agita la copa de los árboles. 

El cielo es un mapa de la luz con el que los poetas y los dioses entretienen la lujuria del tiempo. 

Hay una música de una elocuencia fragilísima en el ocaso de la tarde. 

En la lejanía, un pájaro declina la responsabilidad del vuelo y se deja caer con la absolución unánime de las nubes. 

Cree oír el hombre una luz que se aventura por el pecho y lo reclama con ávara lujuria.

Aves nocturnas consagran su vuelo a recitar la ebria danza de las palabras.

Hemos sido elegidos para contemplar el humo y a tocar con asombro el peso sin codicia de la ceniza.

Todavía arde el reino al que consagré mi cruzada.

"Piedra el rostro ya, el cuerpo amortajado", el llanto igual que un manantial abierto" pides que se te conceda un último deseo. 

La nostalgia, eso pediste. 

Y que la memoria sea un delirio de sangre aventada a besos

mientras el amor te llena la boca de alejandrinos cuando declina el día. 


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