17.10.22

290/365 Brian Eno

 


De no tener la idónea disposición de ánimo, deberá usted abstenerse de ocupar la tarde en cualquier disco de Brian Eno. Da igual cuál escoja: todos contienen elementos disuasorios, piezas que predisponen al abatimiento o a la extrañeza o incluso a cierto desvalimiento espiritual. Si por el contrario encuentra alguna condición favorable, se envalentona y no se distrae con los primores de la realidad, está usted entre los elegidos, que son legión. Ninguno de esos privilegiados posee idea de a qué se entrega cuando cierra los ojos y toda esa música atmosférica hace mella en cada uno de sus saltos sinápticos. Los feligreses no saben qué fe profesan, ignoran si precisan un altar o les basta un cuarto oscuro en el que comprometerse con el silencio o con el eco del silencio, con todos esos leves pulsos que percuten como hormigas desvalidas en tu cabeza y ponen huevos inapreciables. Toda esa liturgia psicodélica surte el efecto buscado: la semilla debe expanderse, la vida debe hacerse paso y cada disco de nuestro Santo Padre Eno merecerá la más altas devociones, las apreciaciones más vehementes. Puedes caer en la tentación de creer que serás salvado, pero nada más lejos de la realidad, tan terca, tan prosaica ella. A lo más a  lo que puede aspirar tu espíritu apetente es a soñar en una especie de vigilia o a estar despierto cuando te mece el éter del sueño. Es la música ambiental, apreciado lector. Es el ruido de las cosas cuando  no se aprecie ni siquiera que hagan ruido. Puede ser la eclosión de un pétalo o la lluvia cuando percute el alféizar de tu ventana mientras observas declinar la tarde en un horizonte en el que se divisan naves extraplanetarias o unas nubes que colisionan o una cañería que deja caer una terca gota. Si es la literatura la que nos mueve, Eno es una especie de Queneau y se ha propuesto contar la misma circunstancia acústica bajo todas las formas posibles. En realidad, la música, siendo mayúscula, todo depende de qué le pida usted a la música, es lo de menos. Se puede pensar que las notas (ni eso son a veces) son prescindibles. 

Brian Peter George St. John le Baptiste de la Salle Eno, el hijo de un cartero de Essex es, a pesar de estas extravagancias, uno de los padres del pop y (con probabilidad) alguien sin el que la música popular del último tercio del siglo XX habría sido radicalmente otra. Hizo que existieran Roxy Music (estamos hablando de uno de los grupos más elegantes, de la aristocracia sonora) y ha llevado de la mano (alentando, produciendo, abrazando) a gente como David Bowie (el Bowie de Berlin, el de Low, Lodger y Heroes), U2 (con dos de sus mejores discos: The unforgettable fire, The Joshua Tree), David Byrne (y a Talking Heads), Devo, Coldplay o la mismísima locura de Grace Jones. El hecho de no ser un músico (a los que adoraba) hizo que Eno se interesara por la electrónica, que era menos exigente y podía dar rienda suelta a alguien eminentemente creativo, pero carente de preparación académica. La música es pintar con sonidos, dijo una vez. Más que interpretar (sentir), lo que hacía Eno (también Robert Fripp, alma de los primeros King Crimson, con quien trabajó)  o en otro rango Vangelis, Jean Michel Jarre o Kraftwerk) era tocar, explayarse en mantas de sonido que se enredaba en construcciones barrocas o minimalistas o irrelevantes o trascendentes. Era una maravillosa música estática, apenas presente, como desvanecida. Ambient I: Music for airports puede redescubrirse a cada escucha, salvo que en la primeriza impidas que la propuesta concluya y conmutes la experiencia. Eno es un suministrador de experiencias, eso es. Como si te propusiera un viaje lisérgico sin que metieras en tu cuerpo ninguna sustancia nociva. Algo así como lo que hacía Bach, pero sin la intermediación de la divinidad, sin que el alma se quebrase y pareciera que se iza al mismísmo cielo. Eno no es dueño de sus creaciones: le basta sembrar y luego ver cómo crecen. Yo creo que él mismo se sienta a escuchar sus discos como si no le pertenecieran. "Nosotros no terminamos nunca las cosas". Ni siquiera sus cuadros (él prefiere que se le llame, más que pintor, artista plástico) tienen esa sensación de cosa clausurada, expuesta al desempeño sensible de un espectador, sino que su sencillez (aparente) requiere que nos involucremos. Puedes inferir que sea una anomalía esa inacción, pero el concepto es el mismo que la música de la naturaleza: se tiene y no nos pertenece, la oímos y rara vez la escuchamos. Una sinergia en la que un perfume tiene melodía o un sabor se puede acariciar. Como la banda sonora de un ascensor inacabable. Como el de un aeropuerto en el que esperar un avión que no llega. 


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