19.10.22

292/365 Fred Vargas

 





Lo bueno de la novela negra es que hurga en la parte nuestra que no conocemos del todo, la que aflora cuando se nos violenta o la que se guarece porque no conviene airearla, por incómoda, por poco presentable. Todos somos malvados y perversos cuando la maldad y la perversión se abren paso a gritos y exigen su cuota de realidad. La literatura de Frédérique Audoin-Rouzeau, Fred Vargas en adelante, es visceral, es maligna, es perversa, es inteligente. Sus novelas tienden a avanzar hacia abajo, la pesquisa es siempre interior, su escritura es laberíntica, hay que entrar con voluntad, no se puede uno descuidar a pesar de la aparente liviandad de las tramas. Le interesa, más que atrapar a un asesino, bosquejar la rendición de una manera de entender el mundo y descerrajar sus trampas. Un amigo y buen lector me confesó que no compra libros que se venden mucho. Se declara escéptico de toda esa literatura que ocupa los mostradores preferentes en las librerías. Sí, esos en los que Stephen King y Vargas Llosa rivalizan con Paulo Coelho o María Dueñas. Cuando le presté El ejército furioso, cogió el libro con educación, agradecido, haciéndome ver que le daría una oportunidad. Al mes (creo que no mucho más) me llamó para contarme que estaba con otro de Vargas (no recuerdo cuál) y encantado de que hubiera decenas de libros suyos. Lo que hace Fred Vargas en convencernos de que la escasa importancia del género (novela negra, erótica o fantástica) y que lo único verdaderamente importante es leer y encontrar la salida del laberinto. Cuando sale la reclusa (la novela que acabo de leer, no nueva precisamente) hay fluidez y hay verdad: se adentra uno en ella con credulidad y con una sonrisa, lo cual es bueno si se sabe de antemano que habrá maldad y que bestias y horrores cubrirán la tela de la historia. Es capaz Vargas de salirse de lo esperado (qué se espera, al cabo) y hacer un receso en las pesquisas para contarnos una historia tal vez baladí, pero revestida de ironía, constituyente de por sí un cuento paralelo, si no de otra novela (pienso en el episodio de las cinco crías de mirlos de esa novela o en la injerencia del sapo doméstico de su inspector favorito, el gran Bufo).


Declarada admiradora de Agatha Christie, Vargas es una estupenda enigmista. Mima el misterio, respeta como pocos autores la intriga y cuida amorosamente de las claves para que no lleguemos demasiado pronto al desenlace o, llegado a él, aceptemos que nos haya engañado. En una de ellas (La tercera virgen) se tiene la impresión de que no habrá un final que nos contente: es tal la brillantez de la trama que creemos que no habrá talento para cerrarla a entera satisfacción nuestra. Quizá el hecho de que sea arqueozoológa de oficio contribuya a que sus historias se impregnen de ese aura de historia oculta y de épica con su ruda lírica que tienen las piedras. La realidad se oculta siempre, es ruda y tiene épica. Alegra que se premie a escritores que le gustan a uno. El Princesa de Asturias tiene una trascendencia que excede el rango de la literatura, se escuchará en sitios donde estas cosas nunca se escuchan que existe una autora francesa que escribe maravillosamente, monta historias inteligentes y convierte la lectura en un apasionado descenso a las fosas abisales del alma, que es un cielo y un infierno juntamente. Ahí están los enigmas, los muertos tranquilos y los que reclaman justicia, el paseo que va de la sangre a la sangre, todas las desventuras del género humano. Y eso lo hace esta señora sin escatimar humor y cultura y un lenguaje hermoso y limpio.  Omnisciente, un demiurgo total, Fred Vargas paseará como su detective favorito, Adamsberg. En ese deambular observará, anotará, concederá a la parte no visible la que está oculta. No habrá  un Hammett, un Chandler o un Himes, pero ella defiende el género con solvencia. Que el Princesa de Asturias de las Letras recayera en ella hizo que las voces más ortodoxas reclamaran una revisión de las exigencias para el próximo: no era Vargas la que salía malparada, sino el género, imagino, que no tiene todavía el predicamento de otros, sin que se pueda extraer un argumento fiable de esa lamentable reflexión. La misma literatura (toda ella) es género negro. La vida, al cabo, es de una negritud que apabulla. Está llena de muerte y de enigmas, de esperanza y de redención. 


Viva el inspector Adamsberg, ese héroe apático en apariencia, pero vigoroso, alejado del canon de Sherlock Holmes, más apegado a la tierra, al olor de la carne y al peso humano del corazón. Quizá influya que Vargas sea también una medievalista seria, una historiadora en excedencia académica, pero volcada en cuerpo y en alma (de ambas cantidades apreciables) en escribir con lucidez sobre la muerte y sobre los vivos, sobre la luz y sobre la sombra. Leí hace tiempo una entrevista en la que venía a decir que sólo deseamos encontrar la luz y que toda nuestra existencia es una salida lenta de lo oscuro. De ahí que sus personajes (los buenos y los malos) ejerzan la misma atracción. Así que viva Adamsberg, viva le noir, viva Vargas. 



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