Hay cuadros que no son de Edward Hopper y parecen suyos. Hay también fotografías que le pertenecen sin que sepamos que se valiese de la cámara para contar el mundo al modo en que lo hacía con un lienzo. Lo extraordinario de Hopper es esa intención narrativa que ofrece una historia de la que sólo sabemos un fragmento, ni siquiera tiene que ser el primero, tal vez uno alojado a la mitad o al final de la misma. Hopper hace cine sin que se hile un fotograma a otro. En cualquier momento podremos observar cómo el hombre sentado en la cama se levanta y recoge con meticulosidad sus cosas en la maleta o se desviste y se afeita morosamente o se asoma a la ventana y escucha el ruido de la realidad que no existe en su habitación de motel. Porque Hopper es un maestro en convertir en paisaje la habitaciones de los moteles. Un paisaje es un personaje que no reconoce la primacía de la trama, sino que va por libre e interfiere a la trama misma y, en casos excepcionales, se hace personaje y modela el devenir de los acontecimientos como si hablase o decidiera una posibilidad de entre otras. No sabemos nada del inquilino, ni tampoco del lugar en que se hospeda. Es una historia de fantasmas la que vemos. Hopper es el pintor de los fantasmas. No existe nada a lo que aferrarnos, no hay nada que pueda iniciar una historia y, sin embargo, ahí están todas las historias; en ese ensimismamiento que exhibe el señor de la fotografía, están todas las ramificaciones posibles. Como si fuese un Aleph, el infinito Aleph que mi temerosa memoria no abarca, alojado en una carretera secundaria de la América profunda y en la quinta porteña de Beatriz Viterbo que recreó Borges. Se ve todo, a todo se le cursa trayecto, en todo se oficia la ceremonia de la memoria. Cada pequeña cosa accede a la realidad con el concurso extraordinario de la magia. He escrito Hopper, pero es de William Eggleston de quien hablaba. Su fotografía es la sublimación de lo banal. El marcado acento del color embriaga, aturde, concede un rango de ebriedad. La pura representación de lo real es, en Hopper y en su discípulo Eggleston, un continuo diálogo con el espectador, que no precisa saber si es pintado o fotografiado lo que observa. Hopper era un fotógrafo, aunque solo pintara. “Me compré una cámara fotográfica para captar detalles arquitectónicos y cosas por el estilo, pero la foto era siempre tan distinta respecto a la perspectiva dada por el ojo, que desistí”, declaró en 1956. Eggleston pinta, aunque dispare una cámara. Fotografía sin diferenciar si lo elegido es un objeto o una persona. Todo está en la misma consideración plástica. Ves a un hombre con un carro de la compra o una estación de servicio y no crees tener dos entidades distintas. La melancólica puesta es escena de los personajes de Hopper puede entreverse en los de Eggleston. La arquitectura es una extensión de esa soledad o de esa rutinaria asepsia con la que los dos hacen tu trabajo. Uno desiste en cuadrar un patrón, no lo precisa. Se embelesa con esa instantánea que detiene el tiempo. Eso harían los dos: evitar que el olvido desgraciara una imagen. No sé si la gran fotografía emula a la gran pintura. Ambas congelan el tiempo.