Lo que sé del corazón no se lo debo a la ciencia. Ninguna información técnica relevante, ninguna evidencia cartesiana valdrá más que la poesía romántica inglesa o un verso suelto de Pablo Milanés con los que lo entretengo. No hay lenguaje de más probado oficio que el de las metáforas. A ellas confiamos el entendimiento del mundo, pero la revista Science es un recetario de prodigios al modo en que lo es un libro de Kavafis. Del cerebro dice, en un número antiguo del que anoche leí una breve reseña, que es elegantemente simple. Que el mapa de alta resolución de su maraña sináptica respeta un orden. Hay una geometría. Del corazón no he leído nada parecido. Como si no tuviese el rango de brújula espiritual del universo. Como si el desorden del cosmos no proviniese de los espasmos de su funcionamiento, de ese hermoso mantra de percusiones privadas que produce para que yo ahora escriba y usted lea, para que percibamos el olor del campo recién llovido o la belleza incuestionable del vals número dos de Shostakovich. Ahora lo escucho. Está haciendo que mi corazón lata al compás suyo.
30.4.21
29.4.21
Añil / José Ángel Cilleruelo
En cierto modo, a pesar de la concisión, se puede extraer un texto supletorio, más hondo, que deja al lector en un estado de zozobra o de fragilidad. Invita José Ángel al viento que hace ascender un globo y lo "desentiende del paisaje" y hasta lo convierte en nube o en algo más alto aún o a la permanencia paradójica de una barca que, sacada del mar, al tanto de su vaivén y de sus antojos, sufre en tierra el dolor de saberse inútil y comprometer su erguida constancia. Esa imagen, la de la barca desalojada, estremece por su rigurosa verdad, por hacernos comprender que es uno mismo el que, a poco que se le zarandee o expulse de su rutina, cae en idéntica vacilación, se duele de un vaciamiento análogo.
Algunas de las imágenes que ocupan los brevísimos textos tardan en abandonarnos: vuelven con cierta insistencia, convierten lo real en una figuración enteramente poética. Ese hecho poético lo impregna todo. Es mirar con intención o es mirar adrede, con ese colmo de lirismo. Así el carro de heno detenido frente a un pajar antes o después de que una vaca se asombre (aquí cualquier anomalía en el discurso de la normalidad es bendecida y se agradece) y espante una banda de gorriones que aplazaba el vuelo en su grupa. Liviandad y trascendencia juntamente. Sigo leyendo. Lo pequeño se desprende de la consideración primaria del tamaño y adquiere un pronunciamiento etéreo, una inclinación natural a que se hurgue en su realidad y se advierta la presencia de lo recóndito, de todo lo que pugna por imponerse a lo real. Lo que no es (en apariencia) indicio de belleza se realza y adquiere rango de verdad. Belleza y verdad de las que se preguntan uno si no es posible que se paseen juntas y una no excluya a la otra. Tal es esa verdad que se extraña uno de que no haya caído en su cuenta antes de que nos la ofrecieran tan a las claras, en esa textura dulce y sencilla en la que las palabras son las justas y no hay manera de que otras las reemplacen y mejoren.
Hay una hendidura, cuándo no la hay. Es más visible cuanto más se oculta. Añil es el recado mismo de escribir, la tarea confiada a quien se apresta a inventariar lo diminuto y lo prescindible, aunque al final de la intervención, una vez se ha aquietado ese afán, lo prescindible irrumpa con un afán nuevo, el de querer saber, el de querer (también) comprender. Porque la poesía es una pesquisa, una indagación en la realidad. Frases que quedan en el aire sobre un cuaderno improvisado súbitamente reclaman que se las concluya y el desánimo primero (el que no las cerró) mude a entusiasmo. Imagino la felicidad del poeta hilvanando y deshilvanando estas piezas menudas y pensando qué lograrán, si animan la composición de un conjunto mayor, quién sabe de qué realidad más alta, cómo saberlo.
Las dos partes en que se divide el libro (son tres, en realidad: dos de aliento poemático y uno que concluye a modo de diario de la pandemia) podrían constituir dos obras independientes. Se dejan querer los dos, pero una lectura posterior (más detenida) hace que converjan y se abra un sentido único. Dejó escrito Borges que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía y luego se desdijo: la realidad es simple, pero su construcción sentimental es compleja. Así la literatura de José Ángel Cilleruelo: urde una tormenta sin que el cielo la presagie o, volviendo a las sensaciones de las que hace dietario militante, fija las metáforas en la piel: imágenes que uno desea recordar y a las que da un lenguaje, una estructura lingüística que la refrende cuando desaparezca de la vista o la memoria no la restituya con fidedigna verosimilitud. Hay una nueva manera de registrar la emoción que nos causan los objetos o los paisajes (hay muchos de ambos) y ese idilio recién alumbrado fluye con limpia verdad. "Por la página en blanco de la mañana las botas van escribiendo un versículo" y la nieve es un palimpsesto sagrado, una concesión que la blancura ofrece a quien desee sentirse concernido por la elocuencia de su mudanza. "El libro es, en cada pisada, ejemplar único".
El poeta es un indagador exigente, pero de una mansedumbre que se agradece. "Las pompas de jabón son pintores miniaturistas". Destellos luminosos. Pequeños indicios de un vuelo que se busca a sí mismo. Un banco de un parque no existe si no se ocupa: languidece. Un insecto muerto que entretiene el ocio interesado de unas hormigas. La brisa hace bailar unas hojas. Así todo. "Un banco vacío, junto al sendero, sin que importe si le da sombra o está el sol". La construcción de una imagen se agranda si se la hace pensar en sí misma: como el vuelo del pájaro o como la arena en la playa cuando el mar repara en lo alocado de su avance y se retrae. He aquí el oficio del poeta: sentarse, observar, cumplir con alargar en el tiempo el prodigio al que ha asistido. Hay que contar, más que lo sucedido, el modo en que sucede, su relato, el vuelo de las palabras, la constatación del destello, de modo que el banco del parque sea, haya sombra o lo adorne el sol, un instante en el tiempo, una de las herramientas con las que nos cuestiona nuestra posición en el mundo. Como una disciplina interior. Como un encargo privado.
Es el dulzor en la boca cuando las palabras han hecho el recado que se les confió lo que de verdad restaña la sensación de que algo maravilloso se ha perdido. Porque escribir produce una herida dulce, un estrago que duele y, al tiempo, sana: la verdad de la literatura está en la permanencia de lo leído, en su anclaje, de modo que no somos los mismos cuando la lectura concluye: algo hermoso se ha fijado más allá del continente tangible del libro, de su cerrada vocación de objeto. Añil dura más que lo que duran las 108 páginas que lo componen. Tiene Añil también otra vocación: la del regreso. Hay libros a los que se regresa: no acaban nunca, no tienen un inicio, ni un desenlace. No es ahí el tiempo una consideración mesurable: va a su antojadizo capricho y voltea (descuadra, deforma, descompone) la realidad a la que alude, sobre la que se urde, en la que establece su diálogo con el lector. ¡Qué fluido ese diálogo aquí, con qué primor van y vienen las palabras!
Como dietario, Añil anhela ser un muestrario de sensaciones inéditas, vertidas con la mirada del que se enfrenta a un paisaje nuevo, del que no sabe nada y con el que no sabe cómo relacionarse. De ahí el principio de incertidumbre, de descreimiento. no de la pandemia que nos cercó con más fiereza cuando Cilleruelo escribió esas páginas, sino de la actitud del cenobita amateur, reducido a una expresión doméstica de sí mismo, que se parapeta y observa, que se conmina a que la reclusión pueda tener un apresto benéfico, una especie de bondad sobrevenida e inocente. Las reglas benedictinas (es suyo el adjetivo), las que se impusieron, las que todavía (en otra medida) continúan, permiten que el poeta (sigue latiendo ese aliento) se permita una cierta relajación y se explaye con matices imprevistos: la sequía de información deportiva en la radio o el problema mayor (dirá Segismundo) de no poder ir al peluquero o al podólogo. El presente se ha visto de excepcionalidad, la realidad ha decidido mutar a ficción. La vida se ha reducido a un novicio sentido de la oportunidad en el que rasgamos el placer que buenamente concurra, pero sin la grandeza de los tiempos de la cosecha, sin la fastuosa hermosura de los días de la libertad. Con todo, Cilleruelo calza la poesía en el texto normativo: extrae la parte apartada, no incurre en la obviedad, ni se recrea en la desgracia.
Editado con el habitual rigor y mimo por José Luis Trullo, Añil es una cosa pequeña, no estará (ojalá) en esos inventarios de libros muy vendidos de los que se hacen eco los medios de comunicación. No es Cypress una editorial que desee (no habría problema en que prospere la idea contraria, la de la difusión masiva, la del éxito fulminante) incorporar su catálogo a esos rankings librescos. Su recorrido es muy elitista, así debe ser. No la élite como un registro de exclusividad, sino como un marchamo de belleza y de calidad, de compromiso con la literatura.
Añil es una pieza extraña, además. Asombra de ella el mero hecho de que exista, así estamos. Hace pensar en la honestidad de la palabra y en la elocuencia de la poesía, tan rebajada en estos tiempos, tan confundida ella, tan hecha a dejarse vestir con prendas que no se precisan. También hay algo que emerge con dulzura y se hace sólido, duradero, fiablemente tangible: es la enunciación primaria de las emociones. De una gota en un lienzo nace una amapola, pero no hay falta ser un pintor paisajista: el instrumento que hace erguirse a la inmarcesible amapola (es metafórica la flor, podemos darle ese sesgo eterno) es el bendito lenguaje, que José Ángel Cilleruelo mima como ese pintor haría con los trazos, difuminando unos, dando empaque y vistosidad a otros, imprimiendo fiereza a los colores o rebajando su duro engaste hasta que todo cuadra. Está la consistencia (lo dice él) y está la autenticidad: qué poco aprecio se le da a veces a estos dos atributos de la realidad. Lo milagroso (permitid que haga florecer un poco de mística, conviene que nos visite) es la certeza de que se está asistiendo a una confesión que podría ser la de otro, no necesariamente la volcada por el autor, sino la mía o la del amable lector. No hay casi nada de lo que aquí se narra, pues es una narración la que avanza, sobre todo al final, en el dietario, que no pueda ser sentido por cualquiera que aporte un grado convencido de sensibilidad. "El tiempo es un perro que se queda afuera cuando la cancela se cierra". Es también un diario del tiempo, cuál no lo es. "Un globo en la mano de un niño. Eso son las palabras". El tiempo es el globo y es el perro y el que ve cómo los dos se alejan y abandonan una incógnita. El poeta es el encargado de despejarla. Este libro es la declaración de esa ocupación feliz. Una celebración de la literatura.
27.4.21
Dietario 104
Un alumno ha dicho hoy que había visto el arcoiris al salir de casa y yo le contesté que por qué no lo había traído a clase. En el aire quedó la idea de que hay ladrones de arcoiris. Que alguien debe tenerlos. Otro quería saber si arcoiris tenía plural. Hay un lado estético y otro técnico en las cosas. O un lado metafísico y otro orgánico. La realidad tiene una costra que la protege de la ficción y, con idéntica inverosimilitud, la ficción posee otra que la protege de la realidad. Vamos de una a otra con aparente naturalidad y soltura, pero se resuelve que hay dos tipos de personas: los que buscan lo oculto y creen que ahí reside su interés y los que se esmeran en lo que se ve y creen que no hay nada más allá de esa rendición de lo tangible. Hoy, sin saberlo, hemos hablado de Dios. Nadie se ha percatado de eso, menos ellos, tan felizmente ajenos aún. Es mejor dejar la teologia para edades en que puedan percibir su paradójico encanto
26.4.21
Dietario 103
Ordenar una biblioteca requiere tener un cierto orden personal por lo que carezco de toda posibilidad de que yo pueda hacer cualquier cosa que tenga que ver con el orden en lo referente a la mía. Imagino que, una vez ordenada, lo que quiera que sea eso, acabaría nuevamente en libertaria (casi obscena) exhibición, a poco que se empiece a desobedecer la mecánica sencilla de devolver un volumen a su hueco en una balda o a dejar por ahí los libros para que más tarde la prisa o el desinterés los ubique a su antojo. De cualquier manera, no le tengo afecto a que todo esté en un lugar previsto: la de cosas que se acabarían perdiendo si obrase así. De entrada, borraría la infatigable capacidad de asombro a la que confío mis altas devociones sentimentales. Sin él, sin el bendito asombro, la vida sería de una tristeza tan grande que no valdría la pena continuar fatigándola. Otra cosa es el criterio a seguir, por cuál decantarse, qué arbitraria razón hará que uno prevalezca sobre otro. Desde luego que no valdría el de ordenarlos alfabéticamente. Qué haré, me pregunto, cuando compre un nuevo libro de Antonio Muñoz Molina y ya no tenga la M lugar para colocarlo. Ni me encandile el de los géneros: vueltas y más vueltas a la ya ajetreada cabeza para discernir si Moby Dick es de aventuras o es metafísico o si se podrían considerar de la misma corporativa selección las novelas policiacas de Chesterton y las detectivescas de Agatha Christie. Prefiero el caos, si se me permite el exabrupto. En él está más a gusto mi sensibilidad, la que pueda tener. Creo firmemente en la idea antigua de que una biblioteca es la extensión de su dueño. Ninguna anomalía me es ajena. Me inclino, aunque sea por mera comodidad, a que se igualen en altura, pero es opción insensata podría conducir a que la poesía de Mallarmé se codee con la colección de Harry Potter o que un tomo escandalosamente grande que tengo (las Hojas de poesía de Cántico, editadas con lujo por la Diputación de Córdoba) se emparente con la colección de cómics de Tintín o algunos números de Nickelodeon, la estupenda revista de cine que se marcó José Luis Garci. A lo que guardo un extraño respeto es a los libros de poesía. Como no suelen ser voluminosos, andan por ahí, hechos una especie de familia bonita. Alguno hay extraviado, residiendo alguna altura inasequible a la vista, en segunda fila, indecentemente tapado. No me paro a pensar si Machado y Bukowski hacen buena pareja. Al final, lo que importa, es que estén para cuando se les precisa. Esa función, sea cual sea la manera en que se compilen, está más que cumplida. Cualquier día de éstos, si me envalentono lo suficiente, me desdigo con todo el entusiasmo del que sea capaz y hago algo con mis libros. No sé. Darles un sentido estético. Hacer que sepa dónde está Represado jazmín, un maravilloso (y barroco y hondo pues) libro de poesía de un profesor mío de instituto (Manuel Tomás Sigüenza) al que hace muchísimo tiempo que no le dedico un rato. Será sólo por eso por lo que podría darle al orden un lugar en mi corazón. Puede extenderse este razonar con el argüido para ordenar los discos. No tengo tiempo (no tendré, no me apena) para dar cuenta de ese vértigo. Seré feliz (lo soy) en la creencia de que siempre hay un libro (o un disco) cuando lo necesito.
25.4.21
Dietario 102
de lo que no me conforta, de lo que me excluye, de las mesas sin recoger, en una terraza de un bar, de las palabras a medio decir, en un sueño, de todo lo que aplaza la felicidad y da al día el tono gris de los poemas tristes, el día en que uno escribe un poema triste ya no sabe cómo levantarlo, se aplica, se esmera y se esmera mucho, pero no se le van de la cabeza las palabras y el poema ronronea en la cabeza, que es donde están al final todos los poemas, yo tengo en mi cabeza todos los poemas que he escrito, los tristes son los que más duran, los que menos se dejan intimidar por mi voluntad de ser alegre y de poner la alegría en la ventana mientras suena una melodía pop, tres minutos de azúcar, si no fuese por las melodías pop mi humor sería gris o no tendría humor, no lo tengo casi nunca, aparento que hay uno, pero es un humor de circunstancias, como una mosca que de pronto se para en el brazo y la violentas con un gesto, la mosca siempre huye, no hay quien la convierta en una mosca muerta o una mosca moribunda, da lo mismo, lo que importa es ir avanzando y no sentir que me distrae una mosca, una mesa sin recoger en una terraza de un bar o un pobre en la puerta del supermercado ayer, clamando justicia, pidiendo un marcas blancas, pero el pobre sigue ahí, a dos calles de aquí, y yo estoy escuchando pop, escribiendo en plan disperso, ocupado en distraer la mañana del domingo, mientras escucho a charlie parker otra vez, no fue bastante la sesión del otro día, tan dispersa, no sé si alguna vez me concentraré y escribiré con más hondura, sabiendo de donde parto y mirando al lugar adonde acudo, no va a ser posible, al menos no de momento, me voy a conformar con ir cerrando el post, con ir pensando en cómo será el día, hay días que valen por muchos, días en tromba, días con los que no contar después, días que no gobierna la cabeza, ni el corazón, no sé qué hace mi cabeza cuando yo no la administro, si me traiciona, si es la cabeza crápula o la fiable y entera, la que no se mete en problemas, la que se deja acariciar, la que lee a keats y escucha a shostakovich, la que se mete tres episodios seguidos de su serie favorita, no sé qué habla el corazón, incluso cuando no habla, en esos momentos de rara quietud, está diciendo algo, siempre se dice algo, no hay ocasión en que no se exprese una voluntad o una carencia absoluta de ella, a veces no entiende uno los porqués, pero hasta esa inquietud se diluye, se va perdiendo, adquiere rango de cosa fortuita, de accidente, de mosca en mitad del brazo y los días van persiguiéndose, se prestan al desatino, parecen un carnaval
24.4.21
La fatalidad
La fatalidad emponzoña el campo fértil, esquilma la virtud, carcome los tallos prósperos, apaga la vela más firme, revienta la placenta de la dicha.
La fatalidad es imprevisible, camina a su antojo sin que nada la ate, no obedece a consejos, no se arredra de sus bárbaro recado, no tiene ni tiempo de ver el desmán que produjo.
La fatalidad es ciega, es sorda, es muda: cubre de moho el pétalo limpio, carcome el ojo que lo observa.
La fatalidad te estampa en la cabeza la mierdecita del jilguero o te hace cruzar cuando gira el coche imprevisto o te hace decir lo que no querrías o callar cuanto debiera haber sido dicho.
La fatalidad tiene su turbamulta de alucinados que la corean cuando hace su trabajo. Hay religiones que se levantaron para entenderla.
La fatalidad es una carta marcada, un idioma secreto, un sindiós: pertrechada de infamia, avanza con loco afán y no conoce cansancio ni desánimo
La fatalidad deshace el fulgor de la belleza, destensa el arco de la luz, irrumpe con su acopio de mugre y enturbia cualquier promesa de dicha.
La fatalidad es un descuido de Dios, una evidencia del imperio de la maldad, una pandemia incansable, un verso con todo el cáncer de la metáfora más cruel.
La fatalidad es imposible de gobernar, no hay instrucciones, ni se la puede persuadir ni rebajar: transcurre a ciegas, no se obedece ni a sí misma, no se calma ni cuando se ha colmado de odio.
parkeriana interior
ayer escuché a charlie parker en un supermercado, irrumpió cuando abordé el pasillo de charcutería y luego me acompañó hacia la fruta. donde el ruido de la gente hacía que flaqueara el fraseo, no entendí cómo la gente no dejaba de echar cosas al carro, dejaba de comprar cerveza, lejía, pan de molde, bayetas, leche semidesnatada, galletitas saladas, vino rosado, croissants, cintas para el pelo, aguacates, after shave, cinta de lomo, queso francés, gamba blanca, donuts, carne de vacuno, cerveza checa o berberechos y se ponía a escuchar a Charlie Parker en mitad del pasillo, en silencio, en trance, abriendo y cerrando imperceptiblemente los ojos, como si de pronto acaeciese una especie de milagro y se le hubiese adjudicado el cometido de asistir a su representación, en atento espectador, no vaya a ser que algo se pierda y no se registre toda la belleza, pero no pasa, eso no pasa nunca, qué va a pasar, ni yo hice eso que ahora me parece tan normal, pararse, darse el arrobo pequeño del placer cuando se te arrima, es que no hacemos cosas que llaman la atención, hay algo que nos cohíbe, se nos advirtió, se nos dijo ten cuidado, no te expongas, pasa desapercibido, no queremos descuidar un protocolo aprendido, del que no nos salimos, por precavidos, por temor al qué dirán, qué imagen daremos, si no perderemos el prestigio que hayamos podido ganar, cuidamos de que no nos miren mal, estamos siempre cuidando de que no nos miren mal, hacemos lo posible para que nos miren bien, para encajar, para ser una parte relevante de la tribu, no una apartada, ni la parte prescindible, la que da miedo o la que no se entiende, solo debemos hacernos entender y el bueno de Parker era un incomprendido, hizo de su vida un caos, pero hemos recibido la herencia, el caos suyo es una bendición, quién sabe si es precisamente su extravío el que lo visitó con las ropas de un dios, mirad al dios, está en el supermercado tocando night and day, estoy pagando en caja, treinta con doce, escucho a lo lejos algo que se parece a bossa nova, pero no parker, ya nunca más, deme dos bolsas más, por favor
22.4.21
Rosas
21.4.21
Libros 3
No habiendo estado nunca en Nueva York, la siento mía. Conozco calles, plazas, miradores, pequeños bares desde cuyas ventanas se ve un edificio que se pierde en la altura. Habrá quien haya venido a Córdoba y posea de la ciudad, la mía en este caso, una idea que no he adquirido jamás yo mismo. La lectura es una especie de viaje absoluto, uno que se emprende en soledad. Igual que no podemos leer en pareja, ni se hace una lectura con un grupo (sí, se hace, las hay muy buenas, pero ésa no es forma de leer, no lo es) tampoco deberíamos viajar con otros. El verdadero viaje debería ser siempre solitario. Uno viaja solo. Llega solo, camina solo y regresa solo. Como la vida misma. Recuerdo un personaje de Updike, no sé de qué obra, que era capaz de vivir enteramente con sus recuerdos. No precisaba ninguno más. Le valía ese inventario. Venía a decir, de verdad que está esto en bruma, como si la misma memoria me estuviera poniendo a prueba al saber que escribo sobre ella, que incluso no se precisaban una cantidad enorme de recuerdos. Bastaba con unos pocos. Si el memorista estaba instruido, haría por adornar lo que flaquease, dándole la veracidad que no poseían. Al final, no se trata de haber vivido algo, sino de que alguien te lo haya contado con la suficiente eficacia como para que parezca que en verdad lo has vivido tú. Eso es la literatura. En ese juego participan los libros. Quien la probó, lo entiende.
20.4.21
En el corazón del bosque / José Manuel Benítez Ariza
"Una parte de la vida se va en juntar cosas; otra, en aprender a desinteresarse de ellas".
J.M.B.A.
No es más adentro, en la espesura, como quería el Santo Juan, sino en la claridad entrevista en ella, la que se recama en las hojas y en el aire que ocupa la vasta ocupación del poeta y, de alguna manera, José Manuel Benítez Ariza tiene la honda preocupación del poeta, no únicamente la del narrador, el que hace constar esa efusión íntima y cuenta el recado de lo sentido.
Habiendo uno leído mucho a José Manuel posee una idea certera de cuál podría ser una de sus preocupaciones a la hora de escribir: la de dar con lo oculto y hacer que, una vez ofrecido, parezca que está bien a la vista. Esta licencia de lector está colmadamente refrendada en En el corazón del bosque, el pequeño (grande debajo) libro que ha publicado Cypress en su Apeadero de Aforistas.
Entonces queda a cuenta de uno saber mirar, descomponer la apariencia de normalidad de sus textos y encontrar la desbordante imaginería que tutelan. No tanto la musicalidad de lo pronunciado, esa parte de poesía que podría ser requerida o que irrumpe sin disimulo, sino la enunciación primorosa de las palabras.
Benítez Ariza es un sugeridor y se toma en serio el encargo de invitar a que otros se adentren en donde buenamente, por estricta voluntad personal, no lo harían. Quizá de ahí lo del bosque. Asombra (cuanto más se le lee, mayor es esa fascinación) que emplee la sencillez como instrumento y lo cotidiano como material de trabajo. Lo extraordinario (lo que se opone a lo común) acude sin que exista fricción. Qué podría ser mejor, me pregunto, que escribir sin que parezca que se está escribiendo, permitidme la reiteración. Que todo fluya con una normalidad que acaba por conquistar al lector, en el que hay una especie de rendición, un dejarse conducir y no tener conciencia (no sé si esto es del todo cierto) de que está siendo llevado.
Repare el atento lector en la atención del escritor, en esa cualidad en la que lo sutil evoca y deleita. También en la contención, tan escasa a veces. Se suele traer la idea de que hace falta agotar un objeto para transcribirlo con eficacia, pero si algo enseña esta colección de aforismos es que la literatura obra milagros con materiales sencillos: la opulencia de lo cotidiano, el oropel de la rutina.
Hay humor y se agradece que sea también liviano, sin pretender deshacer la intensidad de las imágenes, su deslumbramiento y su pequeña (por contenida, por mesurada) eclosión de milagros. Son de andar por casa esos milagros. El principio de verdad desalienta cualquier otro que se envalentone y desee desplazarlo. El propósito de las entradas (está bien llamarlas así, he tardado en dar con una palabra que me contentara) es el diálogo, el decir manso de las palabras, que son escuchadas y promueven (imagino que ese es el anhelo de José Manuel) inducir a que se inicie una conversación. De hecho, hay muchas que son trazos de conversación, como si se hubieran extraído de ellas y adecentadas para que muten en literatura.
Por lo mismo, por esa voluntad comunicativa, En el corazón del bosque apela al corazón: es a él al que se dirige, a quien estimula para que se sienta aludido y, conforme a ese arrimo de intimidad, conteste. El corazón del lector, supongo, será al final el reclamado. Si está el corazón de por medio, si es reconocible su presencia, habrá también poesía o belleza. "En el bosque silencio y clamor se confunden. Y los dos son formas de canto". Es la arquitectura del bosque (de la literatura, del alma, no sé) la hilvanada por los pájaros (él lo dice) en la bóveda frondosa de las copas de los árboles.
Me agrada que compare un bosque con una catedral. "Quien construyó la primera catedral se inspiró en un bosque. Y quedó muy descontento con la copia". Las certezas se desvanecen cuando no es posible "otear a lo lejos lo que de ningún modo se deja ver". Cunde la primaria sensación de que cualquier suceso puede trabarse en palabras, prendido ahí un fuego condenado a apagarse, pero siempre prevalece la confianza en que podrá ser enardecido de nuevo, ofrecido con toda su majestuosa reata de significados.
El aforista se las ingenia para que no prospere la vocación de escribir sobre uno mismo, pero de algún modo se puede percibir la persona detrás del escritor. Una primera persona que comparece sin estridencias y dice de sí misma lo que podría aplicarse a cualquiera. "Cuando no tengo nada que hacer, la propia nada es un campo lleno de posibilidades, es decir, de incitaciones a la acción. Nunca se está tan ocupado como entonces". Nunca se muestra uno más que cuando interpone una tercera presencia, ajena en apariencia, pero abrumadoramente personal. Igual que "el hambre te reconcilia con tus ancestros", escribir te iguala con tus lectores, o debiera ser dicho a la reversa y es el lector (yo, tras haber leído de varias maneras el breve volumen que edita con su habitual generosidad y respeto José Luis Trullo) el que de pronto se siente conmocionado, porque lo que está leyendo es algo que ha rumiado a ciegas, pensado a ciegas y finalmente sentido a ciegas, pero que jamás ha podido organizar en palabras.
Se añade otra virtud al conjunto: la de no hacer ruido, la de esos silencios que a veces confluyen en el paisaje "y se escucha cantar a los pájaros y una suave brisa mueve la fronda de los árboles y zumban los insectos". Es muy de paisaje José Manuel. Se advierte en la ternura con la que se arranca a contarnos lo que no vemos. El silencio pautado, dice él. Una especie de bondad que va de lo invisible a lo invisible y que nosotros, ya digo que hay que estar atento, recibimos en una suerte de epifanía. Es lo que tiene tener querencia a pintar, como a él le sucede: combina dos lenguajes y es inevitable que uno y otro mariden, dicen ahora los modernos, como si fuese un sabor que escandalosamente hace que otro se realce de modo que ambos congenian en un alarde de prodigios. Algo así.
A pesar de que el propio autor (ha confesado) desee que su aforística sea leída poéticamente, podría ser igualmente entendida como un diario. Tiene esa intención de volcado. El dietario es un irse irguiendo continuo, un exhibir la costra y la seda, un darse sin que en modo alguno haya algo propio a lo que se renuncie en el hermoso acto de la entrega. Así que en este diario impostado (lo será en líneas sueltas) hay asperezas y hay partes mullidas y pasar la mano por una o por otra termina siendo una actividad en la que terminamos apreciando la necesidad de las dos. Una parte de la vida se consagra a juntar cosas. La otra, ya saben, a deshacernos de ellas.
En el corazón del bosque es libro de lenta lectura. No crea el amable lector que se despacha en un (fogoso) abrir y cerrar de ojos. La calentura de los textos, ese diálogo abierto que requiere una respuesta, aunque íntima, solitaria, solicita volver a ellos. Ha sido mi caso. Lo he llevado en mi bolso de hombro, aunque prefiera los inviernos y la generosidad de los bolsillos de los abrigos, durante un buen par de semanas. Se abre, se lee un poco, se guarda. Se paladea un murmullo, resuelve uno la incógnita hostil, recita sin alharaca una frase suelta ("Ver comer a los cerdos invita siempre a la humildad") y se siente protegido (eso hacen los libros) cuando te sobreviene un rato inesperado de soledad en mitad del tráfago del día. Aunque únicamente fuese por eso, he disfrutado la compañía de este libro. Es esa la palabra: el libro como amigo, como bálsamo, como una especie de refugio o de mirador. Se ve el mundo y tiene un brillo hermoso.
No es más adentro, en la espesura, que también, sino en la claridad, en la celebración de la luz, en esa humilde ceremonia que consiste en escribir para que otros alcancen a entender lo que por ellos mismos no habrían entendido o lo habrían hecho con mucha menor fortuna o con mucha menor belleza. No puedo dejar de invitar a cualquiera que esté leyendo esto a que se dé un paseo por el blog de José Manuel, Columna de humo. Es otro libro ése: más antiguo, de más entrañable visita, como andar por casa.
Dietario 100
Se aspira a que la muerte nos sorprenda viejos, sin más propiedades que las precisas, colmados de vida, sin otra voluntad que ese ir dejándose, ocupado en recordar a qué nos entregamos, con qué secreto esmero amamos u odiamos, hacia qué lugar dirigimos los pasos del día y cómo conciliamos el sueño por las noches. Alegre (tal vez convenga la alegría para expresar lo que deseo) por haber realizado el trayecto, consciente de que no hay manera de que se pueda echar la vista atrás y escribirlo todo de otro modo. Como el novelista que, al concluir su obra, no la relee, no la pasa hoja a hoja, por si cae en la cuenta de un roto en la tela o de muchos, sino que se contenta con la evidencia de su acabado, con la felicidad de que puso el alma en todas las palabras que la visten. Como el poeta que da con la metáfora y la pule con oficio hasta que de pronto advierte que no es posible avanzar más, darle una hondura mayor, hacer que brille con más entera eficacia y deja el poema a su antojadiza voluntad sin dueño. Porque, en ocasiones, lo que hacemos es más de otros que nuestro. Ojalá se así, en el fondo. Que dejemos una evidencia en la memoria de los demás de que pasamos por sus vidas y fuimos agasajados con su afecto o con su amistad o con su amor. Esa es la mejor de las evidencias.
Libros 2
La idea que se tiene de la memoria es siempre falible. Cree uno que existe una propiedad de lo registrado, pero todo se deja contaminar por la imprecisión, por el veneno del olvido. Lo que no se recuerda no importa. Es maravilloso que nuestra memoria esté invadida por todas las demás, por las palabras que no hemos dicho y por las historias que no hemos vivido, no al menos en primera persona. Somos todas esas revelaciones ajenas, somos esa azarosa suma. Por eso leemos. Leemos para que dure más la memoria. Leemos para tener en el plazo de una la consistencia de dos vidas. Leemos para que lo que sabemos no enferme, ni sucumba a la pereza. Por hacernos creer que hemos estado en lugares fantásticos, algunos a los que ni siquiera nuestra imaginación alcanza. Por ser otros que no podríamos ser jamás. Esos otros que hacen lo que nosotros no podríamos hacer. Los que aman a sabiendas de que los matará el amor o los que triunfan y el amor los viste y los calza con entusiasmo o los que no tienen riesgo en el correr gris de sus días y deciden envalentonarse y buscar el asombro de la aventura al abrir un libro. Por eso necesitamos la imaginación de los otros, la fantasía de los que escriben para que podamos vivir las vidas que no nos pertenecen. Vidas prestadas. Vidas arrimadas un instante a las nuestras, pero tan gozosas, tan recamadas de épica y de belleza y de asombro. La memoria se construye también leyendo. O viendo cine. Todo lo que la realidad no nos ofrece y está codificado en los libros, en las películas.
19.4.21
Libros
Hay muchas maneras de animar a leer, pero ya no es únicamente la importancia de la lectura, sino el hecho mismo del libro. También habría que hacer oír al desatento la importancia de ese objeto. Uno entre otros, pero conteniéndolos y dándoles sentido también. El libro como caricia. El libro como abrigo. El libro como oración. El libro como consuelo. El libro como refugio. El libro como delirio. El libro como madre. El libro como sexo. El libro como droga. El libro como fuego. El libro como bálsamo. El libro como paraíso. El libro como hijo. El libro como Dios. El libro como espejo. El libro como sueño. El libro como hambre. El libro como sed. El libro como alimento. El libro como agua. El libro como temblor. El libro como descanso. No podría uno terminar de inventariar lo que hay dentro de un libro. Está el infinito. Está el amor. Está la vida. Está la muerte. Luego de ellos o a la vez que ellos, está el abrazo. Está la salvación. Está la inteligencia. Está la belleza. No hay otro objeto en el mundo que contenga el mundo entero en su interior. Debería festejarse a diario que haya libros. Lo dice Irene Vallejo en su espléndido libro. Curioso que un libro que hable de libros sea uno de los más vendidos y (sorprendentemente a la vez) uno de los más elogiados. No hay instrumento mejor hecho. Es una extensión de nuestro cuerpo, escribió Borges. Es el más asombroso, de hecho. Es una prolongación de la memoria y de la imaginación. Después de la facultad del habla, la de escribir es la más noble. Después de la facultad de escuchar, la de leer se antoja la más digna. Las religiones se han cimentado alrededor de la aureola mágica de los libros. No sabemos si esos libros sagrados fueron una emanación de la divinidad o son trasunto humano, evidencia de nuestra fragilidad y de nuestro deseo de perdurar y que no todo finalice cuando irrumpe la muerte. La felicidad es un libro. Pensar en que tiene uno un libro a mano hace que la posibilidad de aburrirse no exista. Una de las razones que yo arguyo para explicar mi absoluto idilio con ellos es ésa precisamente: denme un libro y olvídense de mí, no les preciso, no hay nada vuestro que me distraiga. Es tal el prodigio de su hechizo que habría que precaverse ante ellos. Tal vez por que nos aturdan o por que nos hagan perder la poca o mucha cordura que se nos ha entregado o la que hayamos podido ir amasando para sobrellevar el tráfago de la vida. Un libro es una vida alternativa. No es en realidad así: un libro está formado por el arrimo de muchas vidas, aunque semeje una o creamos que es sólo una.
18.4.21
Dietario 99
Hay gente entendida que sostiene que se escribe de un solo asunto. Que ese argumento (breve o extenso) impregna todos los demás, por alejados de él que parezca. Yo creo que escribo sobre Dios. Soy, en una medida amateur, un teólogo privado. Todo está untado de Dios. A todo acude Dios y en todo deja su huella. No hay nada que pueda ser dicho que no posea una marca divina. Se puede creer o no en que Dios ande ahí, en su vigilia infinita, en su atalaya sin mancha, observando el camino que tomamos, pero es hermoso pensar que es cierto, aunque luego uno comprenda la extensión del engaño y se dedique a conferenciar en los bares sobre las cosas de la mística y haga chistes de una metafísica que reprobaría cualquier alumno de Filosofía. Es lo que tiene el alcohol, que desata la lengua y anima la temeridad. Hay quien dice cree y es descreído, en fondo, pero se contenta con esa fácil inercia. Yo, el que se descarrió del amparo de la madre iglesia y de todas los discursos con los que trata de mantener abierto el negocio, puedo creer. Soy un teólogo en ciernes. Están en mí los mimbres para que hocique sin resistencia a la llamada de la causa divina o para que acabe afiliado a la incredulidad y sienta (en el fondo) lo entrete nido que ha sido el viaje. En lo que no entra duda es que escuchando esta mañana a Purcell (un rato) y Bach (en otro) he caído en la cuenta de que la música es emisaria de la divinidad. Alguna incluso su única depositaria.
17.4.21
Dietario 98
15.4.21
La herencia del amor
De todas las maneras en que podría festejar el recuerdo de mi padre, que nos dejó hoy hace un año, he pensado que la que más le complacería a él sería la de hacer recuento de los ratos buenos que empleó en viajar. No he visto a nadie que le gustara más ni a nadie que, una vez regresado, se recreara con más vehemencia en contar el viaje y hacer ver a quien escuchara lo que se pierde al no animarse y plantarse en Cantabria o en Italia o en Sevilla, tampoco crean que fueron muchos los sitios. Ni el tiempo disponible (en una época) ni la abundancia económica (en otra) le permitió haber conocido lugares que secretamente amaba y de los que hablaba con emoción, exhibiendo en el timbre de la voz un pequeño arrullo de contenido orgullo. Era como si París existiese para que él ocupara un buen día sus calles y se demorase en alguna terraza. Hizo de viajar un propósito de vida. Y en esa expresión abreviada de su carácter no se incluía la necesidad de que se tuviese que viajar mucho para cumplirla: de verdad que bastaba poco. Él ya se encargaría de magnificarlo y hacerlo épico. Creo que he dado con la palabra: mi padre a la vida le pedía la épica que no había concurrido como él hubiese deseado en la suya. Dadme paseos por Roma, por favor. Dejadme a los pies del Teide. Qué bonito era Montecarlo. A mí no me importaría volver a Santiago de Compostela. Así se manifestó hasta en sus últimos momentos, cuando se le fue la voz y emitía palabras que no era posible comprender. Así que hoy se me ocurre que es esa parte suya la que me hace más feliz traer a mis recuerdos. No trae a cuenta rebuscar en cualquier otra que sólo nos impregne de tristeza. Porque claro que hoy es un día triste. De algún modo que no sé manejar, pensar en mi padre hace que la tristeza rebaje (mucho a veces) el ánimo con el que habitualmente me avituallo para elevar la cumbre de los días, y los hay levantiscos y hasta alguno (por mucho que uno manifieste su contrariedad o arrime las soluciones que lo salven) se presentan grises y también negros. No tocan hoy los días grises ni los días negros. No hacen nada, no tienen invitación en este día en casa. Es mi padre, el aficionado sencillo a tantas cosas, el viajero, el hombre ocupado en sus paseos y en sus cafés, en sus cigarrillos y en sus periódicos, el que hoy se presenta. Se alegraría de que a su nieta le hayan publicado un artículo para su doctorado o que al nieto las cosas le vayan mejor que nunca los estudios o a que al hijo le publiquen otro libro en breve. Eso de los libros era tal vez lo que más le alegraba. Amaba a su manera los libros. Pensaba que adentro se custodiaba la belleza y la memoria. Cualquier posible querencia mía hacia ellos proviene de él. Esa es su huella. Una de ellas. Le echamos de menos. Eso es lo que perdura de uno mismo: que los que se quedan aquí cuando se parte nos echen en falta y piensen en nosotros y festejen los ratos buenos compartidos, la herencia del amor, que es el patrimonio más grande que dejamos.
14.4.21
Dietario 97
Leído hace pocos días: que el texto que no contempla en principio un tono poético contenga algo que pueda también invitarlo al goce puramente sensorial.
Una patria
13.4.21
Tras leer a Jaime Gil de Biedma
Poema escrito tras leer El hijo pródigo
12.4.21
Tras leer a Jaime Gil de Biedma
Poema escrito tras leer Noche triste de octubre
10.4.21
Dietario 96
6.4.21
Dietario 96
La escritura posee su propia cartografía: se la puede embutir en un patrón y extraer pautas y elaborar incluso un procedimiento creativo, una especie de guía confiable. Luego se echa en falta un ingrediente que acaba malogrando la copia. Cree uno que sabe cómo escribe Cortázar porque ha leído muchísimo Cortázar, pero nadie escribe como Cortázar. En ocasiones ni el propio Cortázar escribiría como Cortázar, y ya estoy incurriendo en esa inclinación un poco involuntaria o inevitable de que la escritura de uno sea la del autor sobre el que se piensa o del que se está leyendo algo o se ha leído mucho. Lo difícil es encontrar un estilo propio, no distraerse con las voces conocidas, no dejarnos engatusar por lo que nos guste en los otros. Los años Kafka hacen que escribas a la Kafka. Y hay también años Poe o años Borges, periodos fértiles en los que la literatura nos explica más que la propia vida y en donde nos afanamos por encontrar un asidero sólido al modo en que lo ofrece la religión a quienes abrevan en ella. También somos un poco de las personas cercanas a las que amamos. Razonablemente debo parecerme a mi mujer y ella (espero que no mucho) un poco a mí, no es algo de lo que presumiría. Nudos narrativos. Ignoro cuál será el mío, si es que alguno hay. Tampoco me preocupa tener uno mientras siga escribiendo. Sospecho cuáles me son más afines y poseo una certeza absoluta sobre los que no me incumben en absoluto. Ya no tengo a ningún autor en la cabeza o no como los tuve, guiando mi crecimiento como escritor, tutelando la travesía de la sintaxis y de la hondura de las palabras. . Escribir es siempre un ejercicio de riesgo. Vivir también. Qué más da.
Los guerreros estamos solos
Salvadas las distancias, las intenciones estéticas e incluso el compromiso cultural, Ezra Pound me hace siempre pensar en Charles Bukowski. Sobre todo Pound ya anciano, vencido por los años, solicitándole al tiempo, al implacable, una bula, la concesión de un aplazamiento. El poeta, en esa edad ya reveladoramente provecta, se siente una especie de dios del mundo que ha ido registrando en sus versos. Al igual que un novelista necesita el vértigo de los años, su fiebre y su clausura, para crear su obra, el poeta también se alarga y adquiere relevancia mitológica cuando sabe envejecer y entender las heridas de las horas, el vaciamiento del alma que antes se dedicó con paciencia y con rigor y con pasión a ir llenando de belleza y de inteligencia. Los guerreros, al final, estamos solos, dijo en una entrevista. La suya fue una poética contra la usura, contra el mercado del dinero, que es más terrible que todos los sueños perversos de los dictadores. A diferencia de Bukowski, que vivió la feliz vida de quien se deja llevar absolutamente por sus vicios y acepta que esos vicios le retiren de ella, Pound fue un prisionero de su pensamiento y habitó cárceles y fue torturado y rebajado al grado mínimo de humanidad. Dentro de la jaula, Pound concibió su idea del mundo. Bukowski fatigó barras de bar, alternó con putas y jamás fue hecho prisionero por las palabras que dijo. Lo apresaron por calavera, por vividor, por mujeriego, por borracho. Los dos fueron, no obstante, honrados en lo suyo. La poesía es un arte mayor. Tal vez el más grande junto al de músico . El que con más precisión hurga en lo invisible, en lo que no está y, sin embargo, mueve el mundo y mueve el sol y también las estrellas, como quería Dante.
5.4.21
Dietario 95
Las casas, como los cuerpos, adquieren malos vicios. Los
propietarios las colman en atenciones, las miman con delicadeza, les conceden
la gracia de que perdurarán más allá de ellos mismos y luego, en cuanto ellos
decaen, hacen que ellas decaigan también, las desatienden, dejan de cuidarlas
con ese esmero de antes y permiten que mueran poco a poco. Se aprecia, en
algunas, el señorío que tuvieron, el apresto de residencia noble y fastuosa,
pero incluso en esas, en las más historiadas y colmadas de lujo, penetra con
idéntica voracidad el tiempo, el caos, la fiebre del olvido. Sufren a su
secreta manera, se desmoronan poco a poco, imitan el ánimo de quienes las
hicieron, perturban al observador desavisado, al que de pronto asiste a esa
representación de la decadencia o del olvido y fantasea con la posibilidad de
que el tiempo obre con alguna de sus arteras mañas y podamos ver la plenitud
absoluta de lo que fueron, cuando tuvieron alma y latía, en sus adentros, un
corazón poderoso. Hoy he estado casi todo el día fuera de la mía. La sentía en la lejanía y ansiaba el regreso, pero también me demoraba en retrasarlo, en no añadir prisa, ni que lo vivido afuera (muchas cosas, algunas más alegres que otras) durase menos, se menguara y adquiriese una titularidad secundaria. De todas maneras, qué feliz estoy en mi casa, cuánto me conforta, con qué regalada caricia me recibe.
Tras leer a Jaime Gil de Biedma
Poema escrito tras leer Apología y petición
-Jaime Gil de Biedma, 1961-
De España
De España queda el nombre.
No la llamen madre.
Los malos gobiernos
han borrado toda posibilidad de patria.
De todas las patrias, la nuestra es la más triste.
Quiero creer que los que nos administran
no son únicamente comerciantes.
Me aflige pensar
que solo miran la soldada,
el negocio redondo y la mesa puesta.
Para que este país de todos los demonios levante vuelo
hace falta que los pobres la gobiernen.
Pido el sencillo escaño del descarriado.
Me basta, hoy que me duele España
como si alguna vez de verdad la hubiese amado,
el sereno grano que germine en la boca del pobre
y estalle en el aire y lo preñe de ilusión.
Son los pobres los que salvarán al mundo,
pero uno mira lo que tiene a mano,
lee la prensa en el bar, apurando
el café de la tristeza,
y solo se ocurren ideas.
Como si las ideas pudieran
echar a los desalmados de sus grandes sillas,
de su campo arado y de su mesa puesta.
4.4.21
Dietario 94
De las vidas ajenas apena que, vistas en detalle, todas sean tan iguales a las nuestras.
Estar solo es tutear a la muerte.
Prefiero la dulzura semántica de la palabra oblea a la
contundencia sin rebaja de hostia.
Ejercí la filantropía hasta que tuve que solicitar la ajena.
La verdad, incluso la más noble y necesaria, nunca debe
arruinar una buena historia.
3.4.21
Mentir
Dietario 93
Hay objetos a los que atribuimos un significado único, pero poseen otros que no están a la vista. A un amigo al que no veo (nos separó la distancia y ahora son menos salvables que antaño, aunque ya entonces no nos prodigábamos, vaya usted a saber las razones) le dio una época por coleccionar latas de cerveza y las disponía con absoluto rigor en unas baldas de las que quitó los libros. El coleccionismo es una suerte de desviación del sentido común o una recreación fantástica de la repetición. Todas las latas de cerveza del mundo son, a su modo, una única lata. Se concita en esa ejemplar lata antológica las cualidades de todas las demás y puede arrogarse la posibilidad de contener a las demás. No se me ocurrió argumentarle nada parecido a esto. Su afán inconsolable despertaba cierta admiración. Mira, esta lata es coreana. A J. se le llenaba la boca con los países exóticos y los nombres impronunciables. Mucho alemán y mucho belga, creo recordar. El hecho de que estuvieran sin abrir le daba al conjunto una trascendencia mayor. Acabarían caducadas (lo estarán ahora, si sigue en esa obstinada perseverancia, perdóneseme el pleonasmo), pero lo de menos era su consumo. De hecho, era un bebedor eventual, lo cual hace que la colección mengüe en relevancia. Nunca se me ocurrió iniciar una colección de latas de cerveza. O ellas o yo. No hay sitio para tanto vicio. No caben los libros, no caben los discos, no caben las películas, así que no cabe que desaloje una de esas devociones (tan altas y nobles todas) y arranque otra. Es cosa de espacio. Algo tan vulgar como el espacio. Hoy, abrir la lata checa, pensé en J. Igual toda su colección sólo sirve para que nos acordemos de él.
2.4.21
Dietario 92
Creo que mala, pero tengo la costumbre de pensar en un autor a los ojos de otro. Pienso en Julio Verne como si lo razonara Raymond Carver o a Borges lo cruzo con Edward Hopper. No hace falta que sean autores que coincidan en sus disciplinas. Stravinski puede escucharse leyendo a Kafka de modo que la música impregne el cuento o el cuento, conforme se va leyendo, mudara el sentido o la impresión que nos proporciona la música. Es un juego divertido, pero a veces no sé conciliar algunas de las inclinaciones estéticas o intelectuales o musicales que se me van ocurriendo. Deja de ser divertido cuando no se me va de la cabeza la idea de que Bécquer ponga letra a las melodías de Extremoduro o imaginar con qué trazos narrativos haría Machado un cuento a la Lovecraft. Se envicia todavía más la historia cuando la realidad se obstina en ponerme a huevo (dejen que use la burda expresión) material con el que engolosinar este capricho enteramente mío. Es lo mestizo lo que me incita a sentirme cómodo en estas distracciones. Comenté con K. lo excitante que sería volver a leer El corazón de las tinieblas después de haber visto Apocalypse Now. Conrad contado por Coppola, sí, pero quizá también al revés y pensar en Kurtz, en su pequeño reinado en la jungla, como si lo acabase de escribir Conrad. Se deja lo leído conducir por lo vivido y la vida, en ocasiones, permite que las lecturas la conduzcan también. No hay nada que no sea abrazado por cuanto lo rodea. Todo está entremezclado. Basta fijarse. No hay compartimentos estancos. Puedes ver cosas que no esperas si abres mucho los ojos, pero solemos mirar sin entrar, sin abarcar, sin contenerlo todo y después hacer una criba. El cosmos entero, ah, el inasequible cosmos, es una fiesta de contrarios que se aman, perdonad si en la imagen me parezco al recurrido Coelho. Alucinados, en trance, los invitados recogen los últimos vasos y se van, bosque adentro, hacia lo oscuro. El viernes santo ha sido un poco menos viernes y un poco menos santo de lo habitual. Lo he mirado con detalle y he apreciado que parecía un domingo.
1.4.21
Dietario 91
La edad es siempre cosa de otros. La mía no se resiente si me la echan en cara. No es que la lleve bien, sino que ni se me ocurre llevarla mal. Lo que no tengo es conciencia de que todos esos años sean de mi propiedad. En realidad, no sé cuáles fueron de verdad míos. Andan algunos muy a la deriva. Como si otro los hubiese llevado encima, no yo. La felicidad es una propiedad prestada. Se tiene, se suelta, se aleja, regresa. Todo es bucle. Feliz bucle. Hasta dentro de un solo día es posible comprobar esa montaña rusa formidable de estados de ánimo. Uno cumple años sin que intervenga la voluntad de hacerlo. Los años se persiguen, los días se acumulan. Qué jolgorio. No hay nada que nos distinga de quien ayer era un día más joven. Al tiempo se le encomiendan las cosas que nosotros mismos no nos aventuramos a hacer, pero soy feliz hoy. El año próximo contaré.
La gris línea recta
Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...
-
A elegir, si hubiera que tomar uno, mi color sería el rojo, no habría manera de explicar por qué se descartó el azul o el negro o el r...
-
Con suerte habré muerto cuando el formato digital reemplace al tradicional de forma absoluta. Si en otros asuntos la tecnología abre caminos...
-
Celebrar la filosofía es festejar la propia vida y el gozo de cuestionarnos su existencia o gozo el de pensar los porqués que la sustenta...