Hay objetos a los que atribuimos un significado único, pero poseen otros que no están a la vista. A un amigo al que no veo (nos separó la distancia y ahora son menos salvables que antaño, aunque ya entonces no nos prodigábamos, vaya usted a saber las razones) le dio una época por coleccionar latas de cerveza y las disponía con absoluto rigor en unas baldas de las que quitó los libros. El coleccionismo es una suerte de desviación del sentido común o una recreación fantástica de la repetición. Todas las latas de cerveza del mundo son, a su modo, una única lata. Se concita en esa ejemplar lata antológica las cualidades de todas las demás y puede arrogarse la posibilidad de contener a las demás. No se me ocurrió argumentarle nada parecido a esto. Su afán inconsolable despertaba cierta admiración. Mira, esta lata es coreana. A J. se le llenaba la boca con los países exóticos y los nombres impronunciables. Mucho alemán y mucho belga, creo recordar. El hecho de que estuvieran sin abrir le daba al conjunto una trascendencia mayor. Acabarían caducadas (lo estarán ahora, si sigue en esa obstinada perseverancia, perdóneseme el pleonasmo), pero lo de menos era su consumo. De hecho, era un bebedor eventual, lo cual hace que la colección mengüe en relevancia. Nunca se me ocurrió iniciar una colección de latas de cerveza. O ellas o yo. No hay sitio para tanto vicio. No caben los libros, no caben los discos, no caben las películas, así que no cabe que desaloje una de esas devociones (tan altas y nobles todas) y arranque otra. Es cosa de espacio. Algo tan vulgar como el espacio. Hoy, abrir la lata checa, pensé en J. Igual toda su colección sólo sirve para que nos acordemos de él.
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