5.4.21

Dietario 95

 

Las casas, como los cuerpos, adquieren malos vicios. Los propietarios las colman en atenciones, las miman con delicadeza, les conceden la gracia de que perdurarán más allá de ellos mismos y luego, en cuanto ellos decaen, hacen que ellas decaigan también, las desatienden, dejan de cuidarlas con ese esmero de antes y permiten que mueran poco a poco. Se aprecia, en algunas, el señorío que tuvieron, el apresto de residencia noble y fastuosa, pero incluso en esas, en las más historiadas y colmadas de lujo, penetra con idéntica voracidad el tiempo, el caos, la fiebre del olvido. Sufren a su secreta manera, se desmoronan poco a poco, imitan el ánimo de quienes las hicieron, perturban al observador desavisado, al que de pronto asiste a esa representación de la decadencia o del olvido y fantasea con la posibilidad de que el tiempo obre con alguna de sus arteras mañas y podamos ver la plenitud absoluta de lo que fueron, cuando tuvieron alma y latía, en sus adentros, un corazón poderoso. Hoy he estado casi todo el día fuera de la mía. La sentía en la lejanía y ansiaba el regreso, pero también me demoraba en retrasarlo, en no añadir prisa, ni que lo vivido afuera (muchas cosas, algunas más alegres que otras) durase menos, se menguara y adquiriese una titularidad secundaria. De todas maneras, qué feliz estoy en mi casa, cuánto me conforta, con qué regalada caricia me recibe. 

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Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.