30.6.08

El ministerio de los cláxons



Anoche las calles de Lucena hervían como si hubiesen tutelado un secreto durante cientos de años y el gol de Fernando Torres lo hubiera revelado. El pueblo nunca finge en estas festividades de los sentidos. Como el feligrés que no mira quién tiene a su vera en el banquillo de la iglesia, el futbolero, ese ser con conciencia gremial y absoluto desparpajo en sus vicios, se abraza con el primer correligionario de su entusiasmo. Eso hace el misterio del fútbol, que viene a ser como una especie de religión especulativa, integrada en la epidermis lúdica de una cultura y obligada a desmontar a base de cañonazos al área y paradones bajo los palos la miseria de una país. Cuando no es el lenguaje, que en ocasiones desmembra más que solapa, es el deporte o es la fanfarria entre lo místico y lo hueco de la Semana Santa, que expresa la deuda de una cultura con sus mitos primigenios, a los que no desea enfadar y con los que comparte la secreta esperanza de que el mundo va a ser mejor o quién sabe qué oscuridad de deseos latiendo bajo el capirote o en las abigarradas aceras. El fútbol, anoche, fue una epifanía absoluta que reventó las calles de mi pueblo y las avenidas de las grandes ciudades: fue el capítulo final de una fiesta aplazada en exceso y que al fin tenía representación teatral exacta. Porque el fútbol posee la magnífica capacidad de devolvernos a la infancia, que era un territorio sin derrotas ni victorias definitivas, sino abonado a la alegría sencilla y a los gestos diminutos de haber marcado un gol fenomenal o de haber hecho una palomita en el aire que recordarán nuestros amigos hasta que se mueran de puro viejos. Anoche Fernando Torres, el niño, escenificó el renglón final de una novela decimonónica que no hubiese desencantado a Víctor Hugo y en la que España, un país de masas enfervorecidas y rapsodas siempre dispuestos a glosar la coreografía de las risas y del sudor de la carne, se siente reflejada sin un ápice de rubor en sus abundantes siglos de Historia. La vida sigue, aunque no lo parezca. Hoy es Lunes y los autobuses se empetan de acartonados obreros que dirigen su cansancio místico a la fábrica o a la oficina o a la tienda de golosinas. Lo de anoche fue una golosina perfecta y el mundo sigue después girando. España no ganó en Viena a Alemania: se ganó a sí misma. Ésa es la batalla más necesaria y la que da luego más categoría a la fiesta.
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28.6.08

Haneke B. de Mille


A falta de sostener con pruebas condenatorias las naturales inclinaciones pesimistas sobre una película de Haneke (y más ésta) embutida en un traje comprado en Sunset Blvd., me quedo con el morbo de devorarla y hacer luego la pirotecnica sentimental habitual. Hace tiempo (y me equivocaré) que no tenía tantas ganas de ver una película.

Neil Young (live)



Anoche vi a Neil Young encima de un escenario. Lo hizo posible La 2, a la que no se le puede perdonar la infamia de interrumpir una canción para colocar publicidad en una esquina de la pantalla. Por lo demás, el abuelo del rock, uno de ellos, al fin y al cabo, dio un recital prodigioso a la vera cómplice de sus Crazy Horse, la banda de siempre. Salvo el sombrero y la camisa a rayas, Neil Young estaba en el Rock in Rio hispano para deleite de varias generaciones de amantes de la música. Seco y profesional, a la manera de un Van Morrison politizado, Neil hurgó en el repertorio de su decenas de discos e hizo que Cinammon girl recordara los gloriosos setenta. Como una especie de oso electrificado, de gurú grande de un rock brioso y musculado, capaz de confundir a quien ignore que en los sesenta este hombre ya estaba haciendo canciones. Algunas son inmortales en la Historia de la música del siglo XX. Yo me quedo con Harvest, un disco antológico, un monumento al lirismo que no debería faltar en la memoria (las estanterías se llenan siempre de polvo) de cualquier aficionado a la emoción convertida en música.
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Las cosas buenas de esta vida pasan así: llega uno a casa, desfondado por el rigor del verano recién aterrizado en mi pueblo, pone la televisión y ve a Neil Young engancharse una guitarra, y en directo. Noche completa. No quise grabarlo, a pesar de que ésa fuera mi primera intención. Me quedé perplejo, conmovido, perdido en un buen puñado de temas que he oído muchas veces. Me sentí agradecido. Pensé que ese hombre me había entregado mucha felicidad durante muchos años. Y que no tenía nada a mano con lo que demostrarle mi afecto y mi devoción. Esta entrada en esta página mía tan modestita. Me voy a poner Harvest un rato. Imítenme, please.

27.6.08

El curso del 84

Voy a empezar hablando de Dios y voy a terminar (o casi) con Alan Parsons Project. En mitad del trayecto saldrá mi vida universitaria y mis amistades de entonces, tan formidables, tan proverbiales. Lo tengo pensado. Verán: Dios sigue durmiendo en su eterno séptimo día. Lo descomunal de la obra le dejó en ese estado de hibernación mística, aunque antes de perderse en el sueño divino redactó el contrato de filiación popular que le ha valido una gerencia de lo espiritual en los últimos dos milenios. La amenaza de que un día despierte y las hordas famélicas de la destrucción arrasen la faz de la Tierra (en justo castigo a nuestra vida crápula y pecaminosa) ha sobrevolado las culturas de muchos pueblos y sobre esa invención catastrofista (el pecador que debe pagar por sus desvaríos, delirios y desobediencias) se ha escriturado la hipoteca de nuestras vidas. Se quiera o no, este sencillo argumento apocalíptico gobierna la moralidad, que viene a ser una especie de mejunje sentimental entre la superstición y la metáfora. O aceptamos literalmente la teología milagrera y aceptamos que la fe mueve montañas o nos quedamos en la cómoda certeza de que las religiones son una ramificación de la literatura de cuño fantástico. Ser cristiano es un enamoramiento, un deslumbramiento, una singularidad electiva en la que el elegido por las flechas de esa revelación descubre que la ecuación de la vida se resuelve siempre y todas las incógnitas son despejadas con desperpajo por la oración, el recogimiento y la entrega pura.

Recuerdo mis años universitarios como un titubeante reconocimiento de mi extrañeza hacia lo religioso. Por más que la inercia y la incontestable tradición familiar me conducían a no hacerme preguntas, mi inquietud se excitaba con la formulación del mayor número de preguntas posibles. Echo en falta las tertulias metafísicas alrededor de un café en el sótano de la Escuela. El sol del invierno, caído como una alfombra invisible sobre las mesas, fomentaba la intimidad de las conversaciones. La traída y la llevada de libros (ortodoxos, heterodoxos, apocalípticos, integrados) formó la capacidad crítica de un buen puñado de alumnos (somos siempre alumnos en algo). Qué felicidad discrepar, enervarse en la charla, disentir, aceptar errores: lo que hacíamos era crecer como personas, y para eso nada mejor que buscar la naturaleza ontológica de Dios. Luego hubo política y hubo versos de Ángel González, hubo música de Alan Parsons Project (The turn of a friendly card, Pyramid, Eve, I robot: qué años) y hubo sexo romántico todavía, del tipo que ocurre en un sintagma nominal y muere en un complemento circunstancial de lugar, que no siempre era una cama o el asiento trasero de un Ford Fiesta.
Mañana sucederá el milagro del regreso y buscaremos algunos de esos alumnos un restaurante cordobés en el que celebrar la existencia de la melancolía y de la belleza. Importará muy escasamente que el tiempo, el insobornable, el canalla, nos haya devastado la piel o que la vida nos haya aburguesado, narcotizado, humillado o enamorado al punto de ser felices como un infante en el día de Reyes: lo verdaderamente fascinante (lo será, no me cabe duda) es que esa reunión resucite palabras de entonces, gestos, lugares irremisiblemente condenados al limbo imperfecto que existe entre el olvido y la limpia memoria. Y al pensar en si Dios existe o no, al volver a plantearme las preguntas de siempre, las que nunca tienen respuestas perfectas, exactas y útiles, he pensado en la nostalgia, en la posibilidad de que mañana sábado esos estudiantes universitarios de antaño celebremos sin estruendo la posibilidad de que Dios, aquel Ser levantisco y justiciero, bonancible y lírico que ocupaba las cafeterías y los paseos por Córdoba, exista o no, qué importa, vivirá mañana alrededor de otra mesa. Veremos.

Love and rockets: Ground control to Major Tom

El Espejo nunca quiso ser una ventana a la realidad. Ni tan siquiera un agujero. Sólo le incumben cuatro o cinco pequeños vicios de escritor doméstico, pero uno no vive ajeno a los cañonazos de los titulares de prensa y se levanta ya mosqueado cuando ve a Ibarreche (voy a escribirlo así) reflotando la idea de la nación vasca a costa de hacer peligrar la integridad moral (política) de su discurso, caso de que haya algún discurso debajo de ese prontuario eficaz (verbalmente eficaz, tan sólo) de alocuciones mediáticas que aspiran (a lo sumo) a inflamar voluntades alicaídas y a terminar de reforzar las ya inspiradas, aquéllas de filiación nacionalista clara. Digo que se levanta uno alegre, en el fondo, por los goles de España a Rusia. Alguien habló ayer en una tertulia radiofónica del oro de Moscú y hasta se esforzaron en explicarlo para que las generaciones entrantes se abastezcan de la épica de sus mayores y no incurran en sus mismos pecados. O incurran deliberadamente y la Historia nunca abandone el bucle sentimental de sus batallitas. A lo que iba: que España volvió a enardecer a España. Eso sí que es un bucle. Que se entregó al desparpajo y retiró de los tópicos la antigua furia roja, ésa que ha llenado titulares durante varias décadas y que tan escasos réditos balompédicos ha dado. Ya iba siendo hora, dijo mi amigo K., al que le motivan las manifestaciones ciudadanas espontáneas más que el fútbol en sí mismo, que le dice bien poco.
Qué más decir que no haya sido dicho ya antes, como decían Les Luthiers: que El astronauta zurdo, mi pequeño vástago literario o pseudoliterario tomó vuelo el miércoles pasado tras ser bautizado (rioja, cerveza, tapitas varias, todos los amigos, recitado de cuentos, abrazos, besos: lo normal en estos casos). Ahora me pertenece menos que cuando estaba en el disco duro de mi portátil. Debe ser así. En todo caso, no nos pertenece lo que escribimos sino lo que leemos. Eso de regresar siempre a Borges cuando uno tiene que soltar una frase grandilocuente se está convirtiendo en una rutina y eso es malo, pero no va por ahí el asunto de esta entrada. Era el fútbol o el señor Ibarreche y luego se coló el astronauta y la canción de Bowie sonando en mi cabeza desde anoche. Ahí anda el día, enmarañado por esas dos evidencias de que el mundo sigue girando.

25.6.08

Dura lex

Lo suyo era que la nueva Ley del Cine sembrara discordias. Tener al gremio artístico encabronado fomenta la creatividad. Lo deben tener claro los jerifaltes que promulgan los textos y escrituran el futuro del séptimo arte en España. Pasará igual con el sindicato de poetas o con la asociación de músicos o con la cofradía de escultores. Todos los artistas, por el hecho de serlo, deben acatar esa máxima invisible que consiste en que los políticos desoyen, olvidan o ignoran lo que los operarios de esas artes exigen. Claro que no todo se ajusta al arbitrio inmaleable de la razón: ahí están los guerreros de los derechos de autor, que se han estrellado contra los muros ciclópeos de la banda ancha o contra el metal emponzoñado de los discos vírgenes. Piden lo que creen justo, aunque en esa exigencia caigan tributos a sus bolsillos que provendrán, no lo tengan en duda, de las fotos que hoy haré cuando salga o a la calle o de los textos de mis críticas de cine, que suelo volcar en un disco duro. Pagan los justos por los que pecan si bien nadie está limpio del todo y tampoco nadie peca todo el rato. Iba yo diciendo, y vuelvo a lo que empecé, que el artista, cuando está enfadado, crea mejor, canta mejor, escribe mejor, pinta mejor. Todo sea entonces por el pabellón artístico patrio. En el fondo, tal vez se trate de una maniobra orquestada por algún gabinete de psicólogos o de gurús de los nuevos tiempos que han visto en esta fractura continua entre el poder y los titiriteros una vía de remodelación del gremio.

24.6.08

Otro cine

Ir al cine se está convirtiendo en una costumbre amenazada. Lo dice Carlos Boyero en el Babelia del fin de semana pasado, pero ya lo sabíamos. Al cine lo amenaza el propio cine y su declive, su heroica muerte, la está patrocinando uno de los suyos, un hijo bastardo o un primo lejano que de pronto ha visto las luces de neón y se ha sentido fascinado por el glamour y por la celebridad. El cine tal como lo hemos entendido en los últimos cien años está amenazado por multitud de agentes nocivos, pero no hay problema. Se reconvertirá. Perderemos el romanticismo de la sala enorme con su magia perdurable, pero ganaremos tal vez otra forma de disfrutarlo y nos investirán con la potestad de elegir el formato en que queremos verlo. Lo entendí cuando vi una película en un dispositivo portátil en un autocar camino de Córdoba. Cómo disfruté. Entendí que el cine moría en ese bichejo coreano que ocupaba únicamente el bolsillo interno de mi abrigo de invierno. El cine muere, pero renace. El virus está dentro y lo ha liberado algún ejecutivo achispado por la fiebre del oro digital, por la sonancia grácil y juguetona de las monedas tintineando en la caja. En el fondo, esto es un negocio, aunque detrás o debajo o a la vera millones de corazón latan a su ritmo y la vida sea, en ese compás, en ese amor cómplice, más hermosa y, por supuesto, más llevadera. Porque la vida se pone muy puta de vez en cuando y hace falta perderse en una pantalla y regresar después a la rutina del tiempo y del espacio con la sonrisa puesta y con el cerebro enchufado otra vez. En eso estamos.

23.6.08

Iker, Cesc y todos los demás


Lo bueno que tiene el fútbol es que un gol puede cambiar la Historia. No hay otra disciplina artística o cultural que pueda presumir de conseguir tantísimo con tan escasos mimbres. Es la magia del gol, esa proeza de la dinámica de los cuerpos en movimientos en que un balón se aloja en una portería para alborozo de los cofrades de esa liturgia. Por eso ayer España, la Roja, la selección de fútbol, enmendó el curso errático de un país y todos los españoles ingresaron en el plácido sueño con la cara de Iker Casillas brincando como un colegial al que le hubiesen dado el día libre. Un gol contra Italia compensa la subida del precio del barril de petróleo o hace olvidar cómo se pierde la Oposición política en cainismo y en egos maniatados. El gol de Cesc Fábregas a Giancarlo Buffon es más que una simple evidencia de las leyes de la física: se convierte en una obra de arte mediática, en la certificación de que el azar, por muy bicho cabrón que sea cuando se le planta, también concede treguas, pequeñas licencias para que el júbilo sea patrimonio de todos y no lujo de unos cuantos, pero nada dura para siempre y lo mismo que hoy el feligrés de esta santa hermandad balompédica (yo mismo me siento, en ocasiones, uno de ellos) celebra la festividad de la concordia nacional, que aparca por unos días su precariedad laboral, su debilidad monetaria, su fragilidad cívica y todas las pandemias de la delicuencia organizada y sin organizar que asolan la epidermis patria, para sumergirse sin brizna de pudor en la contagiosa sacudida eléctrica del gol. Hoy no se habla de otra cosa. Da igual que la calina en mi tierra esté abrasando los cerebros y empezando a fundirlos hasta hacia principios de agosto ya ni razonan ni entienden. Hoy mismo he visto escolares gritar a pleno pulmón España, España, España. Y he estado a punto de preguntarles qué era España. Los del 98 se exprimieron la sesera a la búsqueda de una definición para lo nuestro y se murieron con el folio a medio rellenar. Ahora tenemos el gol de Fábregas y las paradas de Iker. Ahí reside el élan vital, el soplo vivífico, el numen puro.
Además, como motivo extra de alborozo, ha sido a Italia a la que hemos abatido. Eso, a decir de los antiguos, ha sido el colofón perfecto a tanta dicha. Rusia, el jueves, nos abroncará tanta alegría. Estamos hechos para el dolor. Volveremos al tedio, al pesimismo ilustrado con episodios puntuales de la Historia reciente. Recordaremos el precio del barril, los índices de precios al consumo, los números del paro y el calentamiento global. Mientras tanto, San Iker, San Cesc

El astronauta zurdo

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Salvo capricho del azar, inclemencia sideral, agujero negro imprevisto o ráfaga de meteoritos, Cuentos del Astronauta Zurdo aterriza en las librerías el Miércoles 25. Que su odisea editorial sea favorable y al amable lector le entretengan las 33 historias que la componen.

21.6.08

El increíble Hulk: Contundencia hueca



Confieso que soy un fan de La Masa. Hulk es una acuñación semántica moderna que me duele en el alma adolescente que todavía debe andar por ahi adentro y que me hace volar a cada estreno que la factoría Marvel vomita de verano en verano a beneficio de caja y adoctrinamiento de las generaciones venideras. Mi hijo cayó hace unos años y tiene un punto de hermosura familiar vernos a los dos con los ojos abiertos de par en par a la espera de que las luces abdiquen en su tozuda impertinencia y la oscuridad deje pasar la luz prodigiosa del proyector. Luego las letras de MARVEL van cayendo como páginas de un cómic y he aquí la aventura. Hasta ahí el romanticismo. Luego viene la realidad y su crónica desamparada de mitos y su hastío infranqueable. A eso voy, si me permiten.
Si el acercamiento a la historia de La Masa por parte de Ang Lee pecaba de intelectual, por redondear con una palabra que se ajuste a su vocación, que no a sus resultados finales, la versión del francés Louis Leterrier peca de standard y sucumbe al libreto clásico de cintas manufacturadas con casi el único propósito de rellenar metraje con acción devastadora, la misma que luego ocupa plataformas de juego y engolosine al personal adicto a las maquinitas. Nada que objetar: todo forma parte del mismo gran negocio. Si Ang Lee era instrospección salpimentada con algunas dosis de dinamismo infográfico, ésta incurre en las virtudes contrarias, y desestima (por poco comercial) el lado sesudo del asunto para abrazar (desprejuicidamente) la acción tremebunda, que termina por apabullar y empalaga al extremo de que terminemos con hartazgo de efectos especiales y pedimos la hora. Yo, al menos, pedí en secreto, por lo bajito, la hora y los dioses favorables, los que oyen cuando uno pide con fe, y eso que soy descreído por naturaleza, te hacen caso y ves como maná digital the end en la pantalla.
La cinta de Ang Lee, al menos, matrimoniaba con acierto lirismo y adrenalina. Aquí ninguna de las dos brilla. Ni siquiera la abundancia de escenas de pura acción satisfacen al espectador exigente. No veo yo el despliegue técnico de otras cintas de idéntico pelaje. Se me hace muy difícil de asimilar Hulk de día, en un parque, dando caña a los soldados. El sol le perjudica. Ahí pensé que estaba viendo un videojuego en forma de largometraje. Eso me robó toda posibilidad de indulgencia. No la tengo.

20.6.08

En la muerte de un pianista

Yo crecí, en términos de jazz, con Keith Jarrett, con Bill Evans, con Oscar Peterson y con Chick Corea. Habrá estudiosos del piano que pongan algún obstáculo técnico a este parnaso de genios que acabo de citar, pero a mí me dieron (me dan) horas de júbilo absoluto. El piano, en el jazz, es uno de mis instrumentos favoritos.
Esbjörn Svensson (E.S.T.) murió en un accidente de submarismo y ha dejado el piano jazzístico del siglo XXI mudo. Quedan discos formidables. Hace pocos días escuchaba de nuevo Strange place for snow. Oí ese disco en unas vacaciones de playa. Sonaba en un chiringuito de costa y pregunté en la barra qué estaba sonando. Me ofrecieron amablemente el disco. Era original, nada de copias piratas. Recuerdo que apunté el título y el nombre del grupo en la agenda del móvil. No tardé mucho en oirlo a placer y desde entonces he ido adquiriendo toda la discografía de la banda. Siento la pérdida egoístamente. Suele pasar. No habrá música nueva. El jazz europeo ha perdido uno de sus músicos más relevantes. Hoy estamos un poco de luto.



16.6.08

Palabras más, palabras menos


Debajo de las palabras, en su envés más oculto, reside en ocasiones su significado más visible. Tenía yo una definición errónea de piquete y ahora, por obra del alza en el precio del combustible, poseo otra distinta. Y me asaltan dudas tremendas sobre si aferrarme a la antigua, que se sustentaba sobre la convicción de la palabra y sobre el edificio formidable del razonamiento, o dejarme llevar por la evidencia bastarda de la nueva, cómplice de cierta violencia primitiva, tal vez ese tipo de violencia primaria a la que acudimos cuando hay un enemigo que nos quita el pan y nos confina en el tenebroso territorio de la inseguridad y del abuso. Al camionero, al defenestrado, al aquejado de esta nueva fiebre del capitalismo asalvajado, le importan escasamente las palabras, su envés oculto y la madre que las parió en un arrebato lingüístico. Más cornadas da el hambre, decía una frase de acuño franquista que todavía se oye cuando la realidad aprieta e incluso cuando ahoga. El lenguaje confía ciegamente en su abnegado ejército de peones y el camionero confía en los actos extremistas, en cegar una carretera o en disuadir a quien no comparte su discurso con lo que tenga más cerca. Un camión, un gesto, una destemplaza léxica.
Tal vez piquete confunda como casi ninguna otra palabra. Sólo es necesario ver los informativos en televisión para adquirir esta perplejidad que tenemos. Sólo hay que contemplar, por eso es buena la televisión en este ocasión, cómo un envalentonado (y dolido) gremio rehúsa hacer su trabajo en la exigencia de que éste sea dignificado o se le apliquen razonables criterios de explotación. Importa muy poco que los camioneros fomrulen peticiones sólidas: las suyas lo son. Las formas, en todo caso, han sido las imprudentes. Mi supervivencia o la tuya, parecen decir. El juego, llevado a su hiperbólico extremo, garantiza hostilidades, fricciones en donde las palabras pierden por completo su valía.
Hace falta que no haya leche en el supermercado para que de pronto obtengamos una definición más satisfactoria de piquete. Yo la tengo.
Y ahora, al finiquito de esta entrada, se oye que la huelga (no es tal: volvamos a las palabras) se desconvoca.
Mañana, cuando otro colectivo se percate de que está siendo pisoteado, ocupará las carreteras o las pizarras en las escuelas o los quirófanos y nos quedaremos sin leche, sin educación o sin un transplante. Es la llamada fuerza bruta, la fuerza a la que se acude cuando no se tienen argumentos, no se saben expresar o (quién sabe) no hay nadie que quiera escucharlos para darles una solución.
En otra nos vemos.

Retratos del más allá (Shutter): Bazofia espectral


Estamos saturados de terror espectral. Nos incomoda este exceso de almas en pena que vagan los vagones del metro y se cuelan en el ascensor con su desnortada víctima para darle la mañana. Estamos a un paso de prohibirnos el antaño sano cine de espíritus que vagan las calles. Ya lo sentencia un refranillo manchego: lo poco gusta y lo mucha empalaga. Y descontando el sencillo hecho de que Retratos del más allá sea un bodrio catedralicio, aturde ya este empalago de ectoplasmas inquietos, vengativos o juguetones que amenaza con necesitar un videoclub para ellos solitos, sacando de las estanterías otros bodrios de calado similar o, he aquí el verdadero problema, el cine de calidad, el que se adhiere al alma y no la suelta. De ese cine no hay aquí una sola brizna.
No he tenido el placer de ver la original sobre la que se ha montado ésta: mi pesimismo vaticina que no va a merecer la pena el esfuerzo. Me arrepiento incluso de haber entregado hora y media de mi precioso tiempo en este endeble ejercicio de cine que queda en telefilm resultón, cromáticamente impecable, copia indisimulada (descarada incluso) de Lo que la verdad esconde, sin necesidad de hurgar más en la memoria cinéfila. Incluso siendo aquélla una mala película, aburrida, previsible y razonablemente impactante, queda en la comparación ahora como una joya compacta y lucible, uno de esos raros ejemplos de cine comercial bien avenido con la calidad artística. Eso ha conseguido este Shutter, que revise mi particular listado de estrellas y escalafone la cinta del ahora infógrafico Robert Zemeckis.


13.6.08

Guantánamo existe


Hay argumentos medievales que triunfan en la corte del siglo XXI. Guantánamo era un limbo medieval en la sociedad de la banda ancha y de las galas de la MTV en alta definición, pero he aquí que el Supremo de los Estados Unidos declara solemnemente que el infierno es un estado mental que se inventan los hombre de fe cristiana y que no hace falta escenificarlo en Cuba. El Supremo, en un acto sublime de coherencia jurídica que llega tarde, pero acaba llegando, desmonta la anomalía geográfica o topológica o cartesiana de esa base americana donde los prisioneros de guerra eran vejados a la humillación más absoluta (con independencia de los crímenes cometidos) y donde los derechos humanos, esa carta formidable que sólo leen los pobres y que causan urticaria mental a los que manejan las finanzas, eran un cuento chino o cubano, un instrumento razonable, pero de dudosa ejecución por las consecuencias terribles que contrae hacer el bien por encima de todas las cosas. Así que Bush se traga el fallo de 70 páginas en donde un juez, Anthony Kennedy, más independiente que clarividente, sentencia que no es razonable ni defendible un gulag en el corazón de las barras y estrellas. Añade (imagino) la figura trascendente de la vergüenza de un país que se ha cegado en la violencia y en la venganza tras la barbarie del 11-S, pero Bush, que ahora comadrea con Berlusconi, se pasa por todos los forros el acta de los jueces y disiente en su calidad de César Magnífico. Nada nuevo bajo el sol de la infamia. La Historia está llena de confinados sin derechos, sujetos al albedrío vengativo de quienes consideran que pueden subir o bajar el pulgar y sentenciar con ese minúsculo movimiento la vida de un hombre. Ni Obama ni McCain, los presidenciables, comparten con Bush su mesiánica concepción de la venganza. O simplemente son más cautos, más ladinos y han sido convenientemente untados de protocolo y saben que en estos tiempos no pueden pisotear de forma tan infame los Derechos Humanos. Yo no entiendo a los políticos. Ni a los aupados al escalón más alto ni los domésticos con los que tomas un café o con quienes has crecido y compartes vicios y hasta borracheras. En el fondo, la noticia de que Guantánamo empieza a existir en el momento en que va a ser clausurado evidencia el terror absoluto de este siglo cabrón en donde no es posible, pese a los hallazgos de la democracia y a los prodigios del raciocinio humano, confiar en que las leyes te defienden y no tienes nada que temer si eres inocente. Incluso si no lo eres.

11.6.08

Enfrentados: Peckinpah poético

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Si esto es un western, habría que convenir que el género no ha muerto, a pesar del acta de defunción que algunos pretenden. Aunque quizá Enfrentados (Seraphim falls, más líricamente en su original) no se ajuste al patrón clásico y derive en una pieza de innecesario encasillamiento formal y se afilie sin rubor a un subgénero de reminiscencias clásicas, que igual conviene al thriller que al western y que se resume en la primaria idea de la supervivencia y de la caza, de la muy agreste y honesta convicción de que el ser humano es una criatura fascinante, capaz de erigir monumentos a la belleza y a la inteligencia pura y de hocicar en la venganza sin atender a ningún rasgo noble ni hermoso.
De eso precisamente trata Enfrentados: de la noción rústica de la caza como primer mandamiento del hombre primitivo. La cacería humana que se explicita en el film da la posibilidad de que el director, David Von Ancken, un tipo curtido en seriales televisivos estilo C.S.I. y similares, haga un logrado ejercicio de contención narrativa porque en ningún momento (o casi en ningún momento) se advierten licencias excesivamente comerciales y los episodios que salpimentan la historia del perseguidor y de su perseguido abundan en cuidados rasgos morales, en una especie de reivindicación del western como género eminentemente didáctico (ya se sabe: la forja de un país, la biografía mitificada de sus primeros colonos, la reverencia por los espacios vírgenes y los sentimientos universales) .
Enfrentados es (también) la colosal evidencia de que un buen guión no requiere alambiques narrativos innecesarios sino que puede brillar (y aquí hay brillo ) por encima de los giros argumentales, tan recurribles para conseguir el impacto que cubre la ausencia de una mínima limpieza literaria exigible.Pero hay más o este cronista de sus vicios disfrutó con más ingredientes de los que, a priori, esperaba: Enfrentados es una preciosa fábula sobre la redención y un descarnado ensayo (disfrazado de prosa novelada) sobre los efectos tardíos de la barbarie y como sabemos que todavía la barbarie campea a sus anchas por rotativos y campos de maíz del mundo, la película se ve con un punto de complicidad moral mayor.
La sorprendente (y plásticamente perfecta) conclusión del relato ofrece una felicidad inesperada, una en donde lo onírico y lo real se mezclan a beneficio de la trama, que no es cosa de revelar en esta reseña. El amable lector puede recusar la invitación y sostener que el western pasó a mejor vida, pero pocos géneros tan dúctiles y válidos para ejemplificar conflictos emocionales y, al tiempo, entretener con sabiduría y artesanía. Que se lo cuenten a Ford. Como añadido, por si todavía hay alguien que no se haya obligado a dejarse llevar por esta invitación, contar que la fotografía es una obra de arte, un delirio estético que aprovecha el panorámico y la luz al máximo. Liam Neeson y Pierce Brosnan exprimen las muchísima vena dramática de sus personajes. El ya para siempre ex-agente Bond luce, en mi opinión, como un actor sólido, consciente de que las etiquetas son difíciles de borrar, pero tozudo en evidenciar que esta es la mejor manera de hacerlo.




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9.6.08

Alucinación sobre Joel Barish


Joel Barish camina conmigo estos días igual que el fuego tutelaba los paseos de David Lynch: me acompaña, aunque no tenga certeza de que esté a mi lado; me mira, aunque no note que me está mirando. Al final, advierto restos de su tristeza nihilista, de sus ansias de amar y de ser amado y prefiguro que no es un invento y que no existe únicamente en un DVD almacenado en una estantería de mi habitación. Pienso (creo) que Joel está en las calles, perdido, remoto, en algún lugar y que la ficción y la realidad son anverso y reverso de una moneda y que está en mi bolsillo. Igual tiene que ver que haya conocido a uno de sus fans más acérrimos este fin de semana en Córdoba. Puede ser. La cabeza no la gobierna nunca el corazón. O era al revés. José Antonio sabe de qué hablo. De cualquier manera Joel existe igual que el coronel Kurtz. Una pareja imposible, pero no tengo ninguna duda de que sabré sacarlos juntos a pasear mi infinita devoción por los mitos. Éstos son fiables y puedo ser hospitalario y dejarlos para siempre en mi memoria.

7.6.08

De caballos y vírgenes




Usaba yo la historia antigua que refiere cómo Calígula nombró procónsul de una sus provincias a su caballo como ejemplo perfecto para evidenciar la locura del gobernante, su capacidad para borrar la cultura de un pueblo y arrastrarlo al fango de la mediocridad y de la barbarie, pero hete aquí que la Historia vuelve por sus fueros más deprimentes y trae un suceso de singular parecido.

Si no fuera por cosas como ésta parecería que estamos de verdad en el siglo XXI, pero es mentira. Estamos en el XIX o si hurgamos en la ampulosa geografía y entramos en muchos consistorios tal vez más atrás. La última ha sido en Morón de la Frontera: allí han nombrado Alcaldesa Honoraria a la Vírgen María Auxiliadora. Ignoramos si la flamante incorporación al Pleno tendrá voz y voto, pero todo está por ver. De momento, el video circula por la Red y abochorna, por cutre, por absurdo, por surrealista. A mí me hizo pensar en Berlanga ya que en realidad parece una copia (malísima, eso sí) de sus sainetes populares de cuando la única forma de poner en solfa al Poder era no emborronar sus tropelías con mensajes velados, metáforas o sutilezas del intelecto sino (he aquí el verdadero logro de la ironía y de la fineza satírica) mostrar la realidad tal cual es. Aquí la realidad aparece así: sin manipulación alguna. Se ve el siglo XIX y su mostrenca visión de la política y se ve al siglo XXI, saliendo del consistorio mientras el Alcalde, un tal Morilla, mayoría absoluta, PP, incita a los presentes a que, mientras suena el himno de la Señora, abucheen a los disidentes. Luego uno investiga y advierte el truco: el alcalde de marras ha sido procesado por delitos urbanísticos. Así que, amable lector ofendido ya por este exceso de palabrería cuando las imágenes hablan con elocuencia infinita, todo es una maniobra de distracción. Son listos.

6.6.08

La niebla de Stephen King: Serie B fundamentalista

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Una de las aspiraciones confesas de Stephen King es que su literatura no fracase en el cine y, a lo visto, el escritor ha tenido más descalabros que atinos y mientras que Frank Darabont continúe hechizado por su novelística no hay mucho que temer. De hecho las tres adaptaciones del director sobre la obra de King son, cuanto menos, dignas, y ésta en particular es notable. Cadena Perpetua era una película de aliño clásico, romántica, ejecutada con un amor infinito al noble material del que procedía. La milla verde era más rancia, se dejaba contaminar más por el espíritu comercial de bajo presupuesto o influencia televisiva que siempre de la que siempre ha huido King.
Una de las muchas virtudes de esta nueva adaptación (en este caso de una narración breve no editada como novela) es su fortaleza dramática, aunque la evidencia, su reclamo y su caché en la cartelera, es su plasticidad y su (casi) ilimitada capacidad para extraer de elementos verdaderamente muy restringidos un muestrario competente de emociones humanas, abiertas a la desolación absoluta de saberse víctimas inmediatas de unas criaturas absolutamente kitsch, exentas de lirismo, planificadas como un ejército descontrolado ávido de sangre y de destrucción.
Lo de menos, lo que importa menos, es el muestrario de bichos: da igual que nos inquieten mucho o muchísimo o que nos lo tomemos a chota y echemos una sonrisita cuando los mosquitos gigantes toman el control del supermercado en el que se acuertelan los ciudadanos achantados por la niebla que devora la ciudad. A lo que Darabont le da una atención primorosa es al conflicto entre esos ciudadanos y nos hace asentir a su derrotista (sincero, patético, en el fondo) confianza en el género humano y ahí se muestra convincente, habilidoso en el manejo de la atmósfera claustrofóbica en la que se convierte su atrezzo casi único, ese supermercado convertido en un microcosmos de odio puro y de supervivencia.
Sádica en su devastador final, La niebla de Stephen King adolece de muchos requerimientos para ser considerada como un producto enteramente recomendable, pero hay sutilidad en el mensaje de fondo y el asedio, al más puro estilo carpenteriano, se abastece de rutinarias escenas de pura serie B, es decir, cinefilia cero, como diría mi amigo K., que no comparte mi gusto por estos productos alegóricos, capaces de promover conversaciones interiores muy ricas desde un envoltorio icónico ciertamente pulp, adolescente casi en muchas escenas. Ahí está el personaje de la Sra. Carmody, estupenda Marcia Gay Harden, la pirada del pueblo, investida por Dios de la clarividencia y convertida, conforme la película va mostrando sus verdaderas cartas, en el verdadero engendro diabólico capaz de producir (ella solita) un cataclismo no menos espectacular y demoledor que el asalto de los monstruos de la otra dimensión (licencias así hay unas pocas).
Palabrera en exceso, tratándose de una película abiertamente comercial y sacada de un best-seller de King, La niebla es una metáfora demasiado evidente como para pretender buscarle algún sostén veraz: se trataría, más allá de su consistente traza visual, de un inquietante investigación sobre el miedo y cómo ese miedo, convenientemente condimentado de salmos y otros vericuetos morales varios, azuza el mal y lo convierte en un instrumento legítimo entregado por alguna divinidad oscura y vengativa. Ese Dios, llega a decir un personaje, es más peligroso que todos las criaturas del averno. Ya está dicho: fundamentalismo vestido de serie B. Una proeza o un riesgo, en estos tiempos...




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4.6.08

Dueños de la calle: El triunfo de la lógica

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La novela negra americana, ahora que la europea puja con el éxito de Donna Leon, Henning Mankel o Andrea Camilleri, le tiene un afecto indisimulado al cine de modo que el sano matrimonio ha levantado a lo largo del siglo XX formidables obras en ambas artes, la cinematográfica y la libresca. Ellroy, como Jim Thompson o James M. Cain o Raymond Chandler o Dashiell Hammett, que son los que al fin y al cabo conozco, han visto cómo sus argumentos literarios eran traducidos a fotogramas, democratizados, aventados al gran público por la magia de la industria del entretenimiento, y convertidos en parte del acervo cultural de un país tan escaso en materias nobles en ese peculiar bagaje que tiene que echar mano de lo que encuentra al paso. A ese paso, los Estados Unidos inventaron el rock and roll, el jazz, el blues, el cine negro perfecto y la alta comedia, entre otros hallazgos inconmovibles de la cultura del siglo XX.
El cine de policías es otro filón exportable, pero nadie como ellos lo filma. Esta rama del noir sacrifica la épica romántica del delincuente a lo Cody Jarrett (James Cagney) por la eficacia pragmática de Serpico (Al Pacino) y se abastece de un muy reducido inventario de clichés (corrupción, redención, abatimiento, desolación existencial, nihilismo casi) pero que funcionan a la perfección y abastecen de pautas narrativas al género.
Dueños de la calle está basado en una historia de James Ellroy expresamente escrita para la gran pantalla y se advierte en la película de David Ayer que el guión es escrupulosamente fiel a los criterios de agilidad expositiva y contundencia visual que han caracterizado las obras maestras del género. Aquí no hay ninguna obra maestra, pero es (con mucho) el acercamiento más noble y digno a los clásicos en muchos años y exhibe con orgullo una forma moderna de hacer cine que no desentona (en absoluto) con la estética de los cuarenta (pongo por caso). De hecho Dueños de la calle se muestra como un film actual, de caracteres contemporáneos, pero se deja ver un aire retro, una especie de fondo antiguo sobre una capa de pintura nueva. La hiperbólica imaginería de la violencia (aquí tratada con oficio sin caer en excesos impertinentes) no escamotea un tratamiento dramático convincente, más hondo y veraz que otros productos aliñados con idénticas texturas y que acaban entreteniendo (no les quepa duda que el cine negro es un diamante siempre explotable para las productoras) pero que no alimentan cinefilia alguna y terminan engrosando, inermes, los anaqueles de los videoclubs o la programación nocturna (de relleno puro) de las cadenas privadas a altas horas de la noche, pero echo el freno, que me deslizo siempre a donde no debo.
Ayer maneja con rigor academicista el dibujo de los personajes: nunca Keanu Reeves estuvo mejor y por fin podemos arrebatarle del imaginario colectivo la etiqueta del metafísico ángel de salvación que protagonizaba en Matrix. Esta Streest kings,en el original inglés, debía llamarse Night watchman pero Ayer cedió ante la insistencia de la productora de que el título era inconveniente por la inminencia en cartelera de Watchmen, el relato épico/heroico basado en el cómic de Alan Moore. La vigilancia nocturna tiene en realidad algo de vigilancia fascista: el recorrido metódico de los barrios peligrosos a la caza del mal hace que el vigilante, el que tutela el proceder recto y la observancia de las reglas, cometa a su beneficio los pecados que él mismo castiga: nada nuevo. Como si el mal propio tuviese la tozuda osadía de censurar el mal ajeno en una absurda competición por ver quién desacata con más estruendo la ley y quién se escora más de la buena senda y de la dignidad. Sobre este díptico (el mal, el bien) se edifica toda la maquinaria narrativa del cine negro: sobre esta dicotomía moral Ayer construye un refinado ejercicio de clasicismo argumental, finamente alicatado de subtramas
reincidentes en la principal, que es la redención.
Tom Ludlow, el desquiciado policía que ocupa casi todas las escenas del film, se ha descarriado, aunque acaba viendo la luz. Todo el film es el relato de esa revelación. Spade o Marlowe, es decir, Hammett o Chandler, no luchaban contra el sistema sino que se permitían cierta licencia nihilista y untaba de ironía y de sarcasmo cada diálogo y cada gesto. Todo el distancimiento del héroe de antaño es ambigüedad moral o inercia sentimental en el héroe de ahora, escasamente idealista, sin esa necesidad de exhibir (ruidosamente incluso) las adherencias románticas que lo impregnaban entonces.
La contundencia visual es Ayer es impecable: ninguna economía de medios, ninguna vanguardia creativa, ningún propósito de modernidad expositiva. Dueños de la calle cumple a rajatabla el mandato constitucional de presentación, nudo y desenlace. Esto es, guión, guión, guión.
A pesar de esta retahíla sincera de elogios, la cinta se construye sobre pilares cinematográficos tan eficientes (y tan probados) que es muy difícil que chirríe, que se escore en exceso y aburra. Agradece uno (sobre todo) la altìsima profesionalidad de la producción, el aroma costumbrista, esa maniobra de márketing inteligente que consiste en vendernos, bajo telas nuevas, el mismo viejo cuerpo que amamos antes. Ya es bastante.


3.6.08

El inagotable ingenio de la mente ociosa


Igual que Borges escribió una Historia universal de la infamia y Ian Gibson lleva lustros configurando un mapa sentimental de la Guerra Civil, alguien debería echar mano de la iconografía popular, atiborrarse del conveniente sentido del humor, grueso y campechano, por supuesto, y entregar al entretenimiento literario una historia universal del retrete. Especulo, no hablo con conocimiento del asunto, estoy al margen de todas las novedades editoriales, porque igual ya está editado el atrevimiento y el curioso y el profesional pueden acceder a los vericuetos de la moda y de la etiología humana a través de ese noble apéndice de nuestras más íntimas necesidades.
Lo que no creo que haya sido facturado, expuesto al criterio feroz de los comercios, es un estudio en profundidad sobre el comportamiento del ser humano una vez que entra en el excusado y se sienta en el refectorio de sus evacuaciones. Esa parte de la intimidad ofrece más información de la personalidad del ejecutante que muchas de las cosas que hace o deja de hacer en su tráfago diario de camino a la oficina, en el bar con los amigos o en la mesa familiar. Y como los tiempos avanzan a pasos agigantados, la industria del entretenimiento ha inventado gadgets fastuosos que se escapan del ámbito meramente informático y entran triunfantes en el cuarto de baño. He aquí uno: un Ipod íntimo donde los haya, convertido no únicamente en nuestro inseparable compañero de paseos, huésped de la mesita de noche y parte imprescindible de una maleta de viaje, sino también cómplice de nuestra más parte más privada, aquélla exenta de prisa (salvo que algún cólico nos dicte lo contrario), ésa (en definitiva) reservada en el más amplio sentido del término. Tampoco acierto a imaginar, a pesar de mi desbocada inclinación a fabular y a disfrutar con mis delirios, qué música alojar en su lujurioso disco duro. Si colocar el Requiem de Mozart para hacer trágico algún desvarío intestinal severo o una pasadita de dixieland (la Pasadena Roof Orchestra vale) para amenizar entradas cortas que no precisan alargue metafísico ni consistencia sinfónica. Cada hijo de vecino obrará, nunca mejor dicho, conforme a sus pasiones y no pongo en duda que su felicidad será más completa.
Completa el set un curioso rollo de papel higiénico con el logotipo de Apple o, si el usuario es quisquilloso con la marca del señor Gates, el anagrama de Microsoft. Colores a elegir. Todo sea por la salubridad pública.

2.6.08

La muesca infinita

"Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y antes de empezar la tarea diaria, escribo una línea en una larga carta donde, desde hace seis años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio".

Luís Mateo Díez, La Carta

Añadido personal de lunes: "Pues así se conciben a veces los blogs."

Un funeral de muerte: El discreto encanto de la flema británica





El discreto encanto de la flema británica precisa latigazos de mala leche para que rehaga un vuelo que nunca, a ojos hispanos, fue excesivo ni luminoso, pero que les encanta a ellos como aquí despachamos comedias urbanas y sosas historietas de amor castizo que a juicio extranjero demuestran que el cine español, a pesar de Almodóvar, Amenábar y compañía, continúa bajo mínimos, pero ésa es otra historia. La historia de Frank Oz aguanta el tipo como puede, convenientemente sostenida por una retahila de slapsticks en la onda Monty Python, pero sin Monty Python.
La predecible configuración de viñetas divertidas no cansa, cuela (digamos), y da un sano rato de evasión. Oz no es Robert Altman ni Woody Allen y la composición coral del relato esboza más que plantea, adorna más que asienta: el enredo teatral es eficaz, se deja conducir con naturalidad y no chirría, pero se echa en falta un punto de encabronamiento, un exabrupto a tiempo, una taza de cianuro a los postres que Oz (curtido en la todavía más sosa comedia yankee) desaprovecha por desconocimiento o por timidez narrativa. Por eso uno piensa en Blake Edwards, en la posibilidad de que una historia como ésta (plana, pero enormemente directa) hubiese sido abordada por un director más osado. Edwards es un artesano del humor; Oz es un negociante de tickets que necesita un hervor todavía para alcanzar cierto grado de maestría en lo que (honestamente) hace.
La salida del enano gay del ataúd como un alien de la BBC, el novio vitaminado de alucinógenos que se pasea desnudo por los tejados o el abuelete en sillas de ruedas, cascarrabias y tirano, haciendo sus deposiciones (hits de la trama, en términos musicales) dan idea de la frescura de una comedia muy fácil de ver y, me temo, igualmente fácil de olvidar.

1.6.08

Tarde de feria


El tiempo no deslució la Feria ayer en Córdoba, pero permitió esta imagen inquietante de noria cubierta por un infierno gris de nubes que principiaban un diluvio que luego no fue. La calidad del móvil, siempre a mano, no dio para más, pero sirve.

"Talibanismo de sacristía"


En política, en periodismo, conviene que haya predicadores del pesismismo, gente muy al tanto de los vaivenes del mercado y de la conveniencia de una crisis a tiempo, que conocen a fondo su oficio y parecen próceres de la comunidad, sujetos responsables, ciudadanos ejemplares, modelos de civismo y de gestión del patrimonio o de la información y que han convertido el despacho en un templo, miran de reojo al votante y viven más del desmérito ajeno que de la eficacia propia.
Federico Jiménez Losantos, tan a mano el hombre para hervirnos la sangre sin esfuerzo aparente, cuenta que el político es, por natural, pieza poco sincero, a quien no puedes confiar tus ahorros o tus confidencias porque luego te sale por peteneras mediáticas y dice que no te ha visto o que no recuerdo qué le dijiste o cómo. Desalentado, Losantos vuelve a la carga en su púlpito de la COPE, en su columnita de El Mundo, en sus rincones cibernéticos: este mundo nuestro de hoy tiene esas cosas, que uno puede proclamar alto y claro su desencanto con la certeza de que hay feligreses, cómplices en ideología, que van a darte las palmaditas en la espalda y van a pregonar tu cruzada como si fuesen mercenarios de tu causa.
Losantos, que confió y ahora ve la confianza traicionada, arrastra su oficio de tinieblas y convoca legiones de adeptos y de enemigos. Incendiario, consentido de obispos, el periodista se alza en España como vocero de la disidencia absoluta, rancio predicador de ese pesimismo social al que muchos lectores se afilian para confirmar sus peregrinas ideas de que todo va de pésimo hacia abajo y que, tal vez, haga falta alguna mano dura desde algún despacho para que la cordura y el recto proceder político devuelva al país al sitio donde (suponemos) estuvo y del que ahora falta. No sé yo qué sitio pueda ser ése por más que intento ir al día en lo que pasa ahora y estar al cabo de lo que pasó antes. Mi edad no me permite razonar las pandemias del pasado, pero tengo argumentos ya suficientes para entender las del presente y me da grima (epidérmica, mental) la inquina de este hombre hacia todo lo que no comulga con sus criterios.
Menos mal que nos queda el Gran Wyoming, que le da un contrapunto sentimental al periodista Losantos en su programa televisivo de La Sexta, cadena abominable (no lo dudo) a ojos del recién traicionado cronista. Decir que Gallardón no quiso investigar a fondo el 11-S puede ser una infamia que merece que el alcalde siente al periodista en el banquillo. A Losantos le importa poco esa exposición pública: todo es carnaza para su verbo inflado, todo conviene para su catequesis política. Además va a tener más argumentos: Pilar Manjón, presidenta de la Asociación del 11-M, va a quererllase por menospreciar, humillar y ningunear a las víctimas del terrorismo. Nada que el emperador de la destemplaza no pueda capear. La AVT, sin embargo, corona a Losantos como Luz de Esparanza, apoyar la memoria y la dignidad para con las víctimas del terrorismo.
Atribulado, dejado de la mano de los obispos, que es lo mismo que aceptar que Dios le ha dado la espalda, Losantos se enfrenta a un episodio singular en su escalafonato mediático: demostrar que lleva razón, arengar con brío y espléndidos argumentos a su envalentonada tropa de oyentes, lectores y simpatizantes varios para que su causa, su descalabro, sea una cosa de interés nacional y cope (ja) teletipos y parrillas de información en los telediarios.
El flanco duro del PP le ha abandonado en el camino. Ya no tiene apoyos o los tiene muy debilitados. Ni Esperanza, que lo defendió ante el Rey, le ha alfombrado la defensa y todo hace ver que la sentencia será desfavorable y tendrá que pagar costas y someterse a los dictados de la Ley. No problem, he said. Losantos eleva vuelo, aunque Dios le haya dejado en la estacada. He dicho Dios, o sea Rouco.
Hay mucho virtuoso del descrédito suelto en la arena periodística, mucho adalid de la disidencia, mucho tertuliano encabronado, mucho pájaro desjaulado que se cobra víctimas en cada aleteo. La política, a lo visto siempre, es un negociado muy sensible que se vale de influencias muy íntimas y de gestos muy privados. Todo muy doméstico y, sin embargo, muy relevante. Por la mañana se le oye vocinglar su cruzada. Los taxista lo vitorean entre carrera y cigarrito.

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...