La novela negra americana, ahora que la europea puja con el éxito de Donna Leon, Henning Mankel o Andrea Camilleri, le tiene un afecto indisimulado al cine de modo que el sano matrimonio ha levantado a lo largo del siglo XX formidables obras en ambas artes, la cinematográfica y la libresca. Ellroy, como Jim Thompson o James M. Cain o Raymond Chandler o Dashiell Hammett, que son los que al fin y al cabo conozco, han visto cómo sus argumentos literarios eran traducidos a fotogramas, democratizados, aventados al gran público por la magia de la industria del entretenimiento, y convertidos en parte del acervo cultural de un país tan escaso en materias nobles en ese peculiar bagaje que tiene que echar mano de lo que encuentra al paso. A ese paso, los Estados Unidos inventaron el rock and roll, el jazz, el blues, el cine negro perfecto y la alta comedia, entre otros hallazgos inconmovibles de la cultura del siglo XX.
El cine de policías es otro filón exportable, pero nadie como ellos lo filma. Esta rama del noir sacrifica la épica romántica del delincuente a lo Cody Jarrett (James Cagney) por la eficacia pragmática de Serpico (Al Pacino) y se abastece de un muy reducido inventario de clichés (corrupción, redención, abatimiento, desolación existencial, nihilismo casi) pero que funcionan a la perfección y abastecen de pautas narrativas al género.
Dueños de la calle está basado en una historia de James Ellroy expresamente escrita para la gran pantalla y se advierte en la película de David Ayer que el guión es escrupulosamente fiel a los criterios de agilidad expositiva y contundencia visual que han caracterizado las obras maestras del género. Aquí no hay ninguna obra maestra, pero es (con mucho) el acercamiento más noble y digno a los clásicos en muchos años y exhibe con orgullo una forma moderna de hacer cine que no desentona (en absoluto) con la estética de los cuarenta (pongo por caso). De hecho Dueños de la calle se muestra como un film actual, de caracteres contemporáneos, pero se deja ver un aire retro, una especie de fondo antiguo sobre una capa de pintura nueva. La hiperbólica imaginería de la violencia (aquí tratada con oficio sin caer en excesos impertinentes) no escamotea un tratamiento dramático convincente, más hondo y veraz que otros productos aliñados con idénticas texturas y que acaban entreteniendo (no les quepa duda que el cine negro es un diamante siempre explotable para las productoras) pero que no alimentan cinefilia alguna y terminan engrosando, inermes, los anaqueles de los videoclubs o la programación nocturna (de relleno puro) de las cadenas privadas a altas horas de la noche, pero echo el freno, que me deslizo siempre a donde no debo.
Ayer maneja con rigor academicista el dibujo de los personajes: nunca Keanu Reeves estuvo mejor y por fin podemos arrebatarle del imaginario colectivo la etiqueta del metafísico ángel de salvación que protagonizaba en Matrix. Esta Streest kings,en el original inglés, debía llamarse Night watchman pero Ayer cedió ante la insistencia de la productora de que el título era inconveniente por la inminencia en cartelera de Watchmen, el relato épico/heroico basado en el cómic de Alan Moore. La vigilancia nocturna tiene en realidad algo de vigilancia fascista: el recorrido metódico de los barrios peligrosos a la caza del mal hace que el vigilante, el que tutela el proceder recto y la observancia de las reglas, cometa a su beneficio los pecados que él mismo castiga: nada nuevo. Como si el mal propio tuviese la tozuda osadía de censurar el mal ajeno en una absurda competición por ver quién desacata con más estruendo la ley y quién se escora más de la buena senda y de la dignidad. Sobre este díptico (el mal, el bien) se edifica toda la maquinaria narrativa del cine negro: sobre esta dicotomía moral Ayer construye un refinado ejercicio de clasicismo argumental, finamente alicatado de subtramas
reincidentes en la principal, que es la redención.
Tom Ludlow, el desquiciado policía que ocupa casi todas las escenas del film, se ha descarriado, aunque acaba viendo la luz. Todo el film es el relato de esa revelación. Spade o Marlowe, es decir, Hammett o Chandler, no luchaban contra el sistema sino que se permitían cierta licencia nihilista y untaba de ironía y de sarcasmo cada diálogo y cada gesto. Todo el distancimiento del héroe de antaño es ambigüedad moral o inercia sentimental en el héroe de ahora, escasamente idealista, sin esa necesidad de exhibir (ruidosamente incluso) las adherencias románticas que lo impregnaban entonces.
La contundencia visual es Ayer es impecable: ninguna economía de medios, ninguna vanguardia creativa, ningún propósito de modernidad expositiva. Dueños de la calle cumple a rajatabla el mandato constitucional de presentación, nudo y desenlace. Esto es, guión, guión, guión.
A pesar de esta retahíla sincera de elogios, la cinta se construye sobre pilares cinematográficos tan eficientes (y tan probados) que es muy difícil que chirríe, que se escore en exceso y aburra. Agradece uno (sobre todo) la altìsima profesionalidad de la producción, el aroma costumbrista, esa maniobra de márketing inteligente que consiste en vendernos, bajo telas nuevas, el mismo viejo cuerpo que amamos antes. Ya es bastante.