Voy a empezar hablando de Dios y voy a terminar (o casi) con Alan Parsons Project. En mitad del trayecto saldrá mi vida universitaria y mis amistades de entonces, tan formidables, tan proverbiales. Lo tengo pensado. Verán: Dios sigue durmiendo en su eterno séptimo día. Lo descomunal de la obra le dejó en ese estado de hibernación mística, aunque antes de perderse en el sueño divino redactó el contrato de filiación popular que le ha valido una gerencia de lo espiritual en los últimos dos milenios. La amenaza de que un día despierte y las hordas famélicas de la destrucción arrasen la faz de la Tierra (en justo castigo a nuestra vida crápula y pecaminosa) ha sobrevolado las culturas de muchos pueblos y sobre esa invención catastrofista (el pecador que debe pagar por sus desvaríos, delirios y desobediencias) se ha escriturado la hipoteca de nuestras vidas. Se quiera o no, este sencillo argumento apocalíptico gobierna la moralidad, que viene a ser una especie de mejunje sentimental entre la superstición y la metáfora. O aceptamos literalmente la teología milagrera y aceptamos que la fe mueve montañas o nos quedamos en la cómoda certeza de que las religiones son una ramificación de la literatura de cuño fantástico. Ser cristiano es un enamoramiento, un deslumbramiento, una singularidad electiva en la que el elegido por las flechas de esa revelación descubre que la ecuación de la vida se resuelve siempre y todas las incógnitas son despejadas con desperpajo por la oración, el recogimiento y la entrega pura.
Recuerdo mis años universitarios como un titubeante reconocimiento de mi extrañeza hacia lo religioso. Por más que la inercia y la incontestable tradición familiar me conducían a no hacerme preguntas, mi inquietud se excitaba con la formulación del mayor número de preguntas posibles. Echo en falta las tertulias metafísicas alrededor de un café en el sótano de la Escuela. El sol del invierno, caído como una alfombra invisible sobre las mesas, fomentaba la intimidad de las conversaciones. La traída y la llevada de libros (ortodoxos, heterodoxos, apocalípticos, integrados) formó la capacidad crítica de un buen puñado de alumnos (somos siempre alumnos en algo). Qué felicidad discrepar, enervarse en la charla, disentir, aceptar errores: lo que hacíamos era crecer como personas, y para eso nada mejor que buscar la naturaleza ontológica de Dios. Luego hubo política y hubo versos de Ángel González, hubo música de Alan Parsons Project (The turn of a friendly card, Pyramid, Eve, I robot: qué años) y hubo sexo romántico todavía, del tipo que ocurre en un sintagma nominal y muere en un complemento circunstancial de lugar, que no siempre era una cama o el asiento trasero de un Ford Fiesta.
Mañana sucederá el milagro del regreso y buscaremos algunos de esos alumnos un restaurante cordobés en el que celebrar la existencia de la melancolía y de la belleza. Importará muy escasamente que el tiempo, el insobornable, el canalla, nos haya devastado la piel o que la vida nos haya aburguesado, narcotizado, humillado o enamorado al punto de ser felices como un infante en el día de Reyes: lo verdaderamente fascinante (lo será, no me cabe duda) es que esa reunión resucite palabras de entonces, gestos, lugares irremisiblemente condenados al limbo imperfecto que existe entre el olvido y la limpia memoria. Y al pensar en si Dios existe o no, al volver a plantearme las preguntas de siempre, las que nunca tienen respuestas perfectas, exactas y útiles, he pensado en la nostalgia, en la posibilidad de que mañana sábado esos estudiantes universitarios de antaño celebremos sin estruendo la posibilidad de que Dios, aquel Ser levantisco y justiciero, bonancible y lírico que ocupaba las cafeterías y los paseos por Córdoba, exista o no, qué importa, vivirá mañana alrededor de otra mesa. Veremos.
1 comentario:
Resulta curioso. Mis reuniones con ex compañeros (apenas tres o cuatro años despues) también son ambivalentes, a pesar de tener cierta regularidad. Veo su decadencia e imagino la mia reflejada en ella.
Como dije de una pelicula de Verhoeven, al final no maduran, solo se rinden.
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