2.6.08

Un funeral de muerte: El discreto encanto de la flema británica





El discreto encanto de la flema británica precisa latigazos de mala leche para que rehaga un vuelo que nunca, a ojos hispanos, fue excesivo ni luminoso, pero que les encanta a ellos como aquí despachamos comedias urbanas y sosas historietas de amor castizo que a juicio extranjero demuestran que el cine español, a pesar de Almodóvar, Amenábar y compañía, continúa bajo mínimos, pero ésa es otra historia. La historia de Frank Oz aguanta el tipo como puede, convenientemente sostenida por una retahila de slapsticks en la onda Monty Python, pero sin Monty Python.
La predecible configuración de viñetas divertidas no cansa, cuela (digamos), y da un sano rato de evasión. Oz no es Robert Altman ni Woody Allen y la composición coral del relato esboza más que plantea, adorna más que asienta: el enredo teatral es eficaz, se deja conducir con naturalidad y no chirría, pero se echa en falta un punto de encabronamiento, un exabrupto a tiempo, una taza de cianuro a los postres que Oz (curtido en la todavía más sosa comedia yankee) desaprovecha por desconocimiento o por timidez narrativa. Por eso uno piensa en Blake Edwards, en la posibilidad de que una historia como ésta (plana, pero enormemente directa) hubiese sido abordada por un director más osado. Edwards es un artesano del humor; Oz es un negociante de tickets que necesita un hervor todavía para alcanzar cierto grado de maestría en lo que (honestamente) hace.
La salida del enano gay del ataúd como un alien de la BBC, el novio vitaminado de alucinógenos que se pasea desnudo por los tejados o el abuelete en sillas de ruedas, cascarrabias y tirano, haciendo sus deposiciones (hits de la trama, en términos musicales) dan idea de la frescura de una comedia muy fácil de ver y, me temo, igualmente fácil de olvidar.

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