Tinto Brass, en cierto modo, es un viejo verde con una cámara: uno del tipo que cambia los Anales de Tácito o las Obras Completas de Giacomo Leopardi por un ejemplar pringoso del Playboy, aunque tal vez la revista reina del gremio no sea su ideal erótico. El patrón que rige su indisimulado vicio es la mujer ampulosa de carnes, mórbida, razonablemente femeninas, pero sin caer en excesos, en estereotipos diseñados por la moda. A este voyeur le apasiona la luz del sol filtrándose por las persianas, los bidés, los culos grandes bajo una cintura estrecha y la pereza depilatoria entre una ingle y otra. Todo su cine - y Los burdeles de Paprika son un ejemplo perfecto - bascula entre el realismo kitsch y cutre que aquí borda Bigas Luna al realismo cafre e hiperbólico de Russ Meyer.
Las inquietudes estéticas de este gourmet de lo lúbrico van de una señorita sin ropa interior que pasea en bicicleta frente a un grupo de candorosas monjitas al más genuino retrato de los burdeles, templos absolutos del pecado al que propende su encabritado espíritu. El Tinto Brass voyeur y cineasta fue primero licenciado en Derecho y hasta fue ayudante de dirección de un peso pesadísimo (no busquen doble sentido) de la cinematografía mundial: Robert Rossellini. Ninguna de esas líneas en su currículum delataban el director que estaba por venir, el hombre que mira, como también se llama una de sus muchísimas cintas, el ojo apasionado que capta la luz, su tamaño, sus volutas más encendidas para iluminar el cuerpo femenino, al que rinde siempre devoción absoluta.
Salvo Calígula, tórrido ejercicio de aspiraciones pornográficas y, en mi opinión, falsamente histórica y anormalmente excesiva, el cine de Tinto Brass es generoso con el espectador. Parece como si tan sólo quisiese la chiquillada de hacer la película que a él mismo le encantaría ver. O sea, un tipo encantado de sí mismo. Y de alguna forma, cumple su palabra íntima.
El abandono premeditado del glamour, el cántico provinciano de los revolcones en las siestas, el pintoresco desfile de personajes estrambóticos, tarados, cínicos, espabilados son recurrentes en toda su golosa obra, abonada a la polémica, al escándalo. Nada que le disguste en exceso.
Los burdeles de Paprika no es una buena película al modo en que lo es Caballero sin espada, La ley del deseo o Cría cuervos, por traer la lupa al campo propio, pero en esas joyas del séptimo arte no hay elogio alguno de la carne y eso, guste o no, sea parte del discurso del cine serio o tramoya frívola de pajilleros, es lo que Brass lleva a término.
La ascensión de la putilla accidental Paprika al trono de los lupanares italianos (justo cuando éstos están más seriamente amenazados por el Gobierno) y los avatares de esa cruzada libidinosa es el asunto fundamental de la cinta. El mismo aliento que arrima la cinta al olimpo del cine erótico (erótico chabacano o erótico casposo, si lo prefiere el amable lector) es el que la aparta de aspirar a una calidad mayor, pero Brass narra con sobriedad y avanza sin prejuicios por la trama, desplegando sus excentricidades reconocibles (esos bidés, esos primeros planos del siempre hirsuto sexo de sus féminas, esa abundancia mamaria de la sobreexplotada protagonista) y ofreciendo, como colorida banda sonora, gemidos de placer escoltados por canciones alegres de trompetillas felices.
Es imposible no sentirse aturdido por el elenco de mujeres de desnudez precipitada y lengua viperina. El cinéfilo también se empalma, podría decir Berlanga para dignificar el género. Lo que pasa es que el abuso, en definita, aturde: eso pasa. El desparpajo carnal puede considerarse, en su extremo absoluto, incluso contraproducente para una película erótica que sepa en todo momento al que público al que va dirigida. Si vemos una cinta porno, entendemos que el cine no existe, que lo que hay son unos mecanismos de producción industrial que en lugar de hacer tortas de Alcázar o cuchillos de Albacete se dedica a filmar los sudores de algunos esforzados atletas del fornicio. Sabemos a lo que venimos y Tinto Brass, en ese exclusivo aspecto mercantilista, no defrauda. Ni tampoco engaña. No tengo yo al director italiano como pieza capital de mis filias cinéfilas y tampoco soy Berlanga en mis consideraciones, pero distingo rasgos personales que privilegian su cine frente a la infame caterva de niñatos con presupuesto y cámaras de alta definición que se lanzan a grabar episodios de erotismo light, insufrible y mojigato para cadenas como Playboy o para el siempre hambriento rincón del DVD clasificado.
En Los burdeles de Paprika no hay pornografía: todo está sobrealimentado de hormonas, todo es magra y celulítica demostración del peso formidable de un par de estupendas tetas. Más allá, nada, los campos de fresas para siempre de John Lennon, paseos a la orilla de un río en otoño, versos de Neruda y bocadillos de jamón de york con queso semicurado. Desvarío. No tengo ninguna duda de la causa.
3 comentarios:
Sí, Emilio, tetas enormes, tetas grandes, tetas monstruosas. Tinto Tetas. La reseña, estupenda, pero las tetas, mejor, Emilio, mejor.
Me la apunto, me la apunto, aunque luego me pongo La ley del deseo o ciudadano Kane o incluso Stromboli, joder.
Carne para la máquina, pero el espíritu no se alimenta con estos excesos. La poesía no es su alimento, pero esta erótica no la acabo yo de entender fuera del furtivo onanismo.
Pedro Luis.
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