A juicio del apesasumbrado anti-héroe de esta crónica sobre el desencanto americano, la Historia se escribe en los márgenes, en las afueras, ajena a los libros de texto y a la bibliografía política. Ésta es la historia de un americano medio, insípido y aburrido, triste y cordial, pero violento y desajustado. Samuel J. Bicke (un sobreactuado pero atractivo Sean Penn) adquiere la desesperación suficiente como para encontrar en el secuestro de un avión y su posterior aterrizaje en la Casa Blanca su única vía para vencer el anonimato, el miedo, el dolor y adquirir el respeto que su personalidad no procura por más que, tozudamente, lo empeñe.
Payne, Di Caprio y Cuarón financian este producto casi indie no perdurable, añejo, de frío documentalismo impostado. El asesinato de Richard Nixon habla del sueño americano, de la tierra prometida. El paisaje está enfermo. Lo relevante, lo que constituye el acierto más notable de este ocre film de buenas intenciones y aceptables consecuencias es la descripción de una sociedad mortecina, comprable, vendible, reducida a objeto de consumo. Bicke no es el tipo sin integrar que De Niro bordó con su inmortal Travis Bickle, pero comparte con él un desajuste parecido: ambos son perfectos amateurs, de una sentimentalidad adolescente, necesitada de afecto y constantemente bordeando el patetismo.
La cansina voz en off del omnisciente protagonista estorba en exceso: desarma la capacidad informativa de unas imágenes sobrias, filmadas con asepsia e inspiradas en cintas como la citada Taxi driver o todo el material realista de aquellos setenta tan contraculturales. Tampoco se explota el material secundario: algunos personajes muy sucintamente perfilados, Elmer Bernstein como destinatario de los diarios hablados del psicópata confeso y en las que Bicke repasa, con sorprendente profundidad los avatares de un país herido en Vietnam y desencantado en casa, épicamente instalado en una tierra de promisión pero carente de referentes heroicos. Bicke, en este sentido, a su pesar, no es un pionero, uno de esos vaqueros arrojados del western fundacional, cuando a la vera de un río, un pasto o una veta de oro se hacían crecer ciudades. América, en el tardío siglo XX, cela tarados como Bicke: parece que los mima, que los adiestra en reventar el sistema con actos infames o con imposibles terrorismos domésticos. Sólo hay que revisar el doctrinario sentimental de las armas de fuego y su geografía canalla de francotiradores con carnet universitario. Las reflexiones dichas en voz alta se empeñan en obstaculizar una trama sencilla, aburrida en demasía, pero efectiva en su diestra manifestación del cáncer que cruza, como amarga patina, todo el metraje, todo lo que se cuenta.
La cantada veracidad de los hechos descompone la frialdad con la que los contemplamos, pero fija con mayor rigor su perdurabilidad, no así la película, que es plana, poco ambiciosa y lamentablemente desaprovechada. No sabremos qué habría sido de este proyecto en un mundo sin el 11-S. Porque, en el fondo, lo que se cuentan son las razones del lobo, los argumentos del lobo asesino que ha querido estropear el estado del bienestar del rebaño.
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