El magisterio de Eric Rohmer también puede caer en lo cursi, en la postal bucólica, en pajaritos que gorjean en sus ramas mientras las ninfas del bosque peroran sobre el amor y la altura poética de sus contendientes. Rondar los noventa años y seguir en plenas facultades consiente estos exabruptos pastoriles que no mancillan una cinematografía gloriosamente intocable, pero no seré yo quien ponga en solfa esta historia obsoleta de plasticidad dulzona como una lengua rebañando un tarro de mermelada. Yo me atendré a los hechos, que son contundentes: lo que Rohmer cuenta no es, en sí, desechable. Lo que se me hizo muy cuesta arriba fue la teatralidad del asunto, su lenguaje impostado, el efectismo forzado de unos personajes que hablan contaminados de fórmulas tan arcaicas que pesan en exceso en el decurso de la trama. Esta rara forma de hacer cine no escasea del todo de interés: Rohmer aspira a entretener, a ejercer de narrador como siempre hizo. Falta, por Tutalis, Obelix en alguna escena suelta, transportando un menhir o a la caza de algún jugoso jabalí. A falta de esa golosina visual, disfrutemos en lo que se nos da: un vigoroso espectáculo ajeno a los dictados de la comercialidad, facturado por un hombre también ajeno a los discursos de la industria, que ilustra - película a película - las emociones humanas, su vértigo indiscutible. En ese aspecto, Rohmer es audaz. Su libertad es la más notable de las evidencias de este film a contracorriente, que no gustará en absoluto a quien no comulgue con el artificio lingüístico. Yo lo hice a medias. No disfruté como sé hacerlo, pero tampoco me aburrí. Igual merece un segundo visionado.
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