Los caminos de la cinematografía de un autor son inescrutables. Gus Van Sant, ese director entre lo indie y las majors, esa especie de poeta de lo suburbano, capaz de emocionar con My Idaho privado o Elephant y dejarnos aturdidos por la sorpresa con pestiños del tipo Psicosis (2.0), ha removido el baúl de los recuerdos y ha encontrado Mala noche, su ópera prima, un visceral viaje al fondo oscuro de las relaciones humanas, la historia de un homosexual blanco enamorado de un inmigrante ilegal mexicano y heterosexual, puro amor fou, pero lírico y firmemente asido a los vaivenes canallas de la realidad. La travesía moral de los amantes permite al autor indagar sobre las raíces del odio y escarbar sin prejuicios, y sin emitir valoraciones, en la belleza gris y fragmentada de los seres marginales. Passolini, a su modo, también hacía un cine parecido. De hecho la forma en que Van Sant escudriña el erotismo masculino no incomodaría al maestro italiano.
Mala noche ha llegado aquí 22 años más tarde, pero ni siquiera en los Estados Unidos fue estrenada al poco de hacerse: tuvo que esperar a que Drugstore cowboy se llevase los aplausos y el unánime sello de calidad de los críticos. Gus Van Sant es un director irregular, un tipo acostumbrado a hocicar su talento en la marginalidad y a componer un cautivador retrato del desencanto y de la aspereza de la felicidad humana, pero sus películas no hablan del amor engolado, ajustado a la melodía de una canción pop. La música que conviene a este cineasta no es dulce: su pulso es adusto, su aliento es poético, es decir, carente de significados, abonado a formular preguntas y a hacerlo con belleza. ¿Qué es la poesía, si no ? Van Sant no vaticina mundos mejores, aunque el final de esta cinta se afilia a la bondad de los sentimientos puros.
El etiquedado New Queer Cinema puede que incluso no le convenga: son ataduras, encorsetados artefactos de fabricación doméstica que domeñan el instinto y convierte el arte en un maniatado objeto de consumo. En este sentido, Van Sant no es un director de lo gay, así acotado el término, sino un autor concienciado por los problemas del gremio homosexual (él lo es), pero sin entrar en militancias artísticas como las exhibidas por Gregg Akari, Fassbinder, Pedro Almodóvar - en buena parte de su siempre abierta filmografía - y Passolini, ya antes citado.
Lo que le falta a Mala noche para ser una obra recomendable, que no lo es de un modo absoluto, es un guión más hilvanado, un montaje menos experimental. Se nota el pulso novato, se advierten las costuras de un traje excesivamente nuevo y facturado con la prisa de los principiantes. Su toma de posesión en el mundo del cine adulto, comercial, fácilmente explotable, confiere a Mala noche un valor añadido. No tiene el minimalismo impostado de Elephant. No tiene la carga de cinismo y de mala leche de Drugstore Cowboy. Tampoco es apoteósico, mayúscula y dura como Last days, la película sobre Kurt Cobain. Mala noche es cine incorrecto, pero por eso agrada, en cierta forma. Por su impagable tufo a inteligencia recién bautizada.
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