Hizo como que nadie le oía y abrió fuego con la munición de los verbos esdrújulos. Rebotaban en las paredes pintadas. Los cultismos, en cambio, estallaban limpiamente en el aire como voluta barroca, pero no pudo advertir qué destino aguardaba a los poemas de amor y cómo conquistaban el mar, el cielo, las sombras. Luego calló y alguien, severo, adusto, le conminó al exilio, a considerar el despropósito de la empresa, la autoría infame de su oficio.
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Del desorden y la herida / Una novela de nuestro tiempo
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