Se desprende de variados barómetros y de sólidas evidencias recogidas a título personal que ya no leemos poesía en este país de escasa devoción lectora, pero no hay que preocuparse: hay un ejército infatigable de poetas al acecho. Los hay que publican y sienten que su obra adquiere cierto renombre, los hay que publican y cuya obra se muere en los anaqueles y los que no publican y tozudamente se presentan a concursos o regalan su poemario a amigos o parientes cercanos. Podemos contar por miles la nómina de estos tres grupos. La poesía, en cualquier caso, no vende. Puede entusiasmar, pero no vende. Puede convertirse en precioso objeto de culto, en raro capricho adquirido por un lector cómplice y entregado. O se vende muy poco, poquísimo, y el adepto a su causa se convierte en un gourmet literario que, en lúbrica delectación, dejadme el exceso, celebra cada nuevo título con fanfarrias íntimas y sinfónicos cláxons del alma.
En España siempre se ha escrito mucho y se siempre se ha leído poco. Estos tiempos de alta tecnología hogareña (wifi, redes domésticas, lápices de memoria y páginas virtuales para cada hijo de vecino) no colaboran: nos engatusa la imagen, su brillo, el cromatismo irremediablemente atractivo y el escaso esfuerzo que demanda. Leer, sin embargo, es otra cosa. Al libro acudimos de otra manera. El libro atrae con distintos y más fundamentados reclamos. Permite una quietud especial que la imágen en movimiento no produce casi nunca. Si los mecanismos de creación audiovisual fuese de factura sencilla y no precisasen de una infraestructura industrial compleja y sometida a unas muy estrictas y exigentes compensaciones económicas, todo el mundo sería Spielberg o Brian de Palma. Igual que todos, en el fondo, al garabatear unas letras en un folio mágicamente en blanco, al manuscribir en una servilleta de bar unos versos de fugaz belleza sospechamos que un Lorca o un Lord Byron nos late dentro, pero leer es una actividad mucho más noble que escribir. Borges así lo entendía: él se jactaba de lo que leía, nunca de lo que escribía.
En España, volvemos al campo emocional y laboral que nos asiste, lo publican a diario: leemos poco, aunque compramos muchos libros. Libros como ornamento. Libros como gruesos floreros ilustrados. Se insiste en distintos medios (escritos, sobre todo) de la necesidad de leer porque es ahora cuando más extendidas y enraizadas están otras adictivas actividades de ocio y de conocimiento. Esas nuevas tecnologías fomentan un espejismo, apunta José Antonio Marina en su recomendable La magia de leer. "El espejismo de pensar que estar conectado a grandes fuentes de información accesible resuelve todos nuestros problemas".
La parafernalia de los media ciega toda leve inclinación a dejarse embaucar por la magia de los libros en quienes, vagos, jóvenes, poco educados en lo contrario, no superan el precipicio aterrador (no lo dudo) del texto escrito.
El manido argumento de la bondad del libro sobre la película se sostiene cada día mejor y justifica esa primacía por su indesmayable capacidad de divertirnos, entretenernos, formarnos, enternecernos, aterrarnos, enamorarnos o confundirnos, que todo es posible e incluso recomendable. Todo está en el libro, cualquier sensación, cualquier rara combinatoria emocional. Rara y hermosa. El cine también nos enternece, nos aterra, nos enamora, pero mientras que el lector va hacia el libro, es el cine el que acude al espectador. Y en esa alquimia el esfuerzo es menor. Al pensamiento le agrada la sorpresa: el efecto sorpresa nos conmociona. En el aturdimiento la atención, la retentiva y la fascinación son mayores.
El libro es un objeto mítico, un tesoro preñado de placeres, un manantial infinito de asombro continuo. La elocuencia de lo plástico no permite la sugerencia libresca: lo visual está cerrado o, al menos, no cuenta entre sus atributos el de la posibilidad de fatigar muchos significados y darles a todos entidad y vigencia. El cine, mi amado cine, todo lo desmenuza, todo lo conduce a un ejercicio más blando. Hay cine que se rebela contra estas reflexiones: cine adulto, cine inteligente, que privilegia la poesía sobre la prosa. Hay un muy interesante libro cuyo autor no recuerdo ahora sobre la prosa de Rohmer y la poesía de Passolini como formas de entender y de hacer cine.
Quizá venga por este hilo argumental la pobreza de nuestro panorama poético. Se lee menos poesía porque la poesía, la buena, precisa de un lector de complicidades. A mí Antonio Gamoneda me sigue costando mucho, pero insisto. Igual me pasa con José Ángel Valente. Con Pere Gimferrer. Con el Eliot más hermético. Sus libros, no obstante, me llenan y lo hacen como ninguno de prosa es capaz.
4 comentarios:
Y si dijéramos que se escribe bien o que se lee bien, pero creo que ninguna de esas cosas funcionan....
Es que el chiste es fácil: Se lee poco porque se escribe mal.
En realidad no es esa la razón, pero vaya, que tampoco se están perdiendo a Valle inclán.
Benditos clásicos, benditos aquellos que aman los libros en esta época de imagenes de usar y tirar.
De acuerdo con Mycroft. Del todo. Benditos clásicos. No se lee mucho porque hay cada día menos clásicos. No entiendo lo suficiente para razonarlo todo. El post es soberbio.
Tengo la suerte de que el grandísimo poeta Antonio Gamoneda sea amigo de mis padres casi desde que nací y la cosa rara de no haberle descubierto en serio como lector de sus poemas hasta hace pocos años. Soy más lectora de novelas y ensayos, pero ¡cómo me gusta oir leer a Antonio y, aún más, que se ponga el delantal teórico y nos cuente por qué es tan importante la poesía! Ahora vivo en Murcia, donde ha sido invitado varias veces, y aquí he podido disfrutarle. Si tenéis la oportunidad, aprovechadla.
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